lunes, 18 de mayo de 2009

Nacimiento, agonía y muerte de la aristocracia




Pero, sobre todo, es asombroso el recurso que en esta parte hicieron las cosas humanas, ya que en tales tiempos divinos recomenzaron los primeros asilos del mundo antiguo, dentro de los cuales oímos de Livio que se fundaron las primeras ciudades. Porque -al proliferar por todas partes la violencia, rapiñas y asesinatos, por la suma ferocidad y fiereza de aquellos siglos tan bárbaros; y (como se ha dicho en las Dignidades) al no haber otro medio eficaz de frenar a los hombres, desligados de todas las leyes humanas, más que las divinas, dictadas por la religión- naturalmente, por el temor de los hombres de ser oprimidos y asesinados, los más mansos en tanta barbarie iban a los obispos y abades de aquellos siglos violentos y ponían a sus familias, sus patrimonios y a sí mismos bajo la protección de éstos, y eran recibidos por aquéllos; esta sujeción y protección son los principios constitutivos de los feudos. De ahí que en Germania, que debió de ser la más fiera y feroz de todas las demás naciones de Europa, quedaran casi más soberanos eclesiásticos (obispos o abades) que seglares, y como se ha dicho, en Francia todos los príncipes soberanos que había se denominaran condes o duques y abades. Por eso, en Europa se observa un extraordinario número de ciudades, tierras y castillos que tienen nombres de santos; y también lugares yertos o escondidos, con el fin de oír misa y hacer los demás oficios de piedad ordenados por nuestra religión, se abrían pequeñas iglesias, las cuales se puede decir que fueron en aquellos tiempos los asilos naturales de los cristianos, quienes en los alrededores edificaban sus viviendas: de aquí que por todas partes las cosas más antiguas, que se observan de esta segunda barbarie, sean pequeñas iglesias en lugares semejantes, por lo general derruidas.


Giambattista Vico

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Y ¿qué fueron las Cruzadas? Un levantamiento de gran parte de Europa para arrojarse sobre el Asia, con la idea de rescatar de manos de los infieles los santos lugares. A primera vista se observa que este solo hecho debía de causar una tal fermentación en el espíritu de todos los pueblos, debía de dar tanto vuelo a la imaginación y al sentimiento, debía, en una palabra, poner tal movimiento en todas las facultades del alma, que era imposible que un gran paso hacia la civilización y la cultura no fueran su efecto inevitable. Levantarse cada pueblo de por sí para una empresa tan osada y gigantesca, marchar a las órdenes de un caudillo hasta la orilla del mar para reunirse a los ejércitos de los demás pueblos, hacerse a la vela para un país lejano y desconocido, do aguardaban mil azares y peligros; ¡qué sacudimiento tan grande!

Pero analicemos más menudamente los efectos. Este roce tan vivo e inesperado de tantos pueblos tan numerosos y diferentes, la comunicación de tantos idiomas y dialectos distintos, la vista y cotejo de tan distintos hábitos y costumbres, debía de producir una revolución de ideas y sentimientos, dando ensanche a la mente, vuelo a la fantasía, flexibilidad y fuego al corazón. Por más que las artes y ciencias estuvieran en gravísimo atraso, por lo menos se reunía en un foco común todo lo que se sabía entonces, y esta sola convergencia de las luces bastaba para aumentar su brillo y acrecentar su fuerza. El espíritu de viaje que debía dejar en pos de sí una empresa semejante, las fuertes y numerosas relaciones que debía arraigar, esto solo bastaba para cortar todo aislamiento, para que siguiesen siendo más frecuentes las comunicaciones de todas clases, y para que entablasen entre sí un vivo cambio de ideas y sentimientos. Las ciencias, artes y el comercio debían recibir un vigoroso impulso, y los adelantos que hicieron en seguida fueron un efecto muy natural y muy sencillo. La duda era hija del roce de las ideas y de la contradicción de los juicios, y el calor de las discusiones debía prender naturalmente en muchos entendimientos, y los pueblos que se hallaban de repente, y como por una transformación los unos enfrente de los otros, comunicándose sus ideas y mostrándose usos y costumbres, debían entrar por fuerza en un sinfín de comparaciones y cotejos, y debían sentir un sacudimiento muy saludable para el progreso de todo linaje de conocimientos.


Jaime Balmes

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En Francia es marqués quien lo desea; y quienquiera que llegue a París desde el fondo de una provincia con dinero para el dispendio y un apellido terminado en "ac" o en "ille", puede decir "un hombre como yo, un hombre de mi calidad", y despreciar soberanamente a un negociante. Éste escucha tan a menudo hablar con desprecio de su profesión, que es lo bastante tonto como para ruborizarse por ello. Por consiguiente, no sé qué es más útil a un Estado, un señor bien empolvado que sabe con exactitud a qué hora el rey se levanta, a qué hora se acuesta, y que se da aires de grandeza desempeñando el papel de esclavo en la antecámara de un ministro, o un hombre de negocios que enriquece a su país, da órdenes desde su gabinete a Surat y al Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo.


Voltaire

3 comentarios:

Alejandro Martín dijo...

Genial esta pequeña Fenomenología del Espíritu moderno que has hecho con sólo tres textos. Por cierto, el de Balmes... ¿de qué obra es?

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Gracias... No sabría decirte, es de las Obras Completas del autor en la BAC. Creo recordar que era un artículo extenso, pero sin formar parte de un libro mayor.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Digo "creo recordar" porque lo copié en su momento y lo he recuperado más tarde. El original lo tengo en otro domicilio.