sábado, 28 de agosto de 2021
Nacimiento
"Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is. 9, 5).
En toda la Iglesia se celebra la fiesta de tres nacimientos del Señor. Los cristianos deberían hallar en esto tanto gozo que desbordasen de íntima alegría en amor y agradecimiento. Es de compadecer quien así no lo sienta de verdad.
El primero y más sublime es el nacimiento del Verbo eterno. El Padre celestial engendró a su único Hijo en unidad de esencia y distinción personal.
El segundo tuvo cumplimiento cuando nació de Madre Virgen, permaneciendo ella inmaculada.
El tercer nacimiento tiene lugar en cada alma santa, donde Dios está siempre naciendo espiritualmente por su amor y gracia. Estos son los tres nacimientos, simbolizados por las tres misas de hoy.
Se celebra la primera en la oscuridad de la noche y comienza "Él me ha dicho: Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy" (Sal. 2, 7), es decir, ab aeterno. Esta misa representa aquel misterioso nacimiento que tuvo lugar en el oculto e insondable abismo de la divinidad.
Empieza la segunda con estas palabras: "Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz" (Is. 9, 2), que significa el fulgor de la naturaleza humana divinizada. Se celebra al alba, como símbolo de un nacimiento medio conocido y todavía por ser manifestado en plenitud.
Se dice en pleno día la tercera, cuyo introito es "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is. 9, 5). Es figura del nacimiento que tiene lugar todos los días, a toda hora, en todo instante en el alma del justo. Ocurre siempre que tomamos conciencia amorosamente de la inhabitación de Dios en el alma, concentrándonos en Él de todo corazón. Dios viene a ser tan profundamente nuestro y con tal propiedad que no hay cosa tan nuestra como lo es Él por este nacimiento. Se colige del texto "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado". Nada hay tan nuestro como Él. Ojalá nazca en nosotros cada instante. Vamos a hablar de este nacimiento.
A fin de que este nacimiento se realice dignamente y con harto fruto dentro de nosotros, reflexionemos ante todo sobre la naturaleza de aquel primer nacimiento que se origina en el Padre, al engendrar a su Hijo en la eternidad. La bondad de Dios, compelida por la abundancia de riqueza sobre esencial, desborda en comunión, como dice San Agustín: "Dios, sumo bien, es difusivo por naturaleza". Del Padre nace el Hijo, segunda persona divina, y luego por su bondad se expande en creación de todo ser. Por lo cual, dice San Agustín: "Nosotros existimos porque Dios es bueno y cuanto haya de bondad en cualquier cosa procede de la bondad esencial del creador".
¿Qué es lo que debemos considerar más propio del Padre al engendrar al Hijo? En virtud de su divina paternidad se repliega sobre sí mismo por su propio entender, y al contemplarse en plenitud, escruta claramente el abismo esencial de su ser eterno. La exhaustiva y simple comprensión se expresa y proyecta en la Palabra, su Hijo, su Verbo. Precisamente en este conocimiento que el Padre tiene de sí mismo consiste la generación eterna del Hijo. Se identifica el padre con la esencia por repliegue en la unidad y distingue por despliegue personal. El Padre entra dentro de sí al intuirse plenamente y sale al expresar la propia imagen en distinción personal. La que Él ha concebido de su comprensión. De nuevo, en reflujo sobre sí mismo, por perfecta complacencia se desborda en amor inefable, cuyo nombre es Espíritu Santo. Decimos, pues, que Dios permanece en sí, sale y vuelve a sí mismo. Con razón suele decirse que Dios sale para entrar.
Lo significa el movimiento rotatorio de los cielos, el más noble de todos, porque constituye un perfecto retorno al origen y punto de partida. Asimismo el curso de la vida humana es noble y perfecto siempre que vuelve a Dios, que es su principio.
Quienes deseamos que el Verbo se haga carne de nuestras vidas debemos participar con espíritu materno en el flujo y reflujo característicos del Padre Celestial. Necesitamos ante todo adentrarnos plenamente en las propias moradas. Sólo entonces será fecunda la salida. Pero ¿cómo lograrlo?
Memoria, entendimiento y libre albedrío, las tres facultades más nobles del alma, son pura imagen de la Santísima Trinidad. Por ellas el alma tiene capacidad de asir a Dios y conseguir que Él sea enteramente su prisionero con todas sus riquezas y regalos. Con esto el alma se levanta en vida eterna mientras camina por los senderos del tiempo. Por las facultades superiores pertenece ya a la eternidad; por las inferiores, sensibles y animales, persevera aún en el tiempo. Con harta pena, sin embargo, unas y otras potencias vagan, se entretienen y enredan en las cosas temporales y caducas. Porque ambas, superiores e inferiores facultades, se hallan profundamente entrelazadas. Por eso, aun las más nobles se inclinan fácilmente a la dispersión y se apegan a los negocios vulgares con olvido o detrimento de realidades eternas.
Es de todo punto necesaria la vuelta al interior, entrar dentro de nosotros mismos, para que Dios nazca en el alma. Apremia lograr un fuerte impulso de recogimiento, recoger e introducir todas nuestras potencias, inferiores y superiores, y trocar la dispersión en concentración, pues, como dicen, la unión hace la fuerza.
Cuando un tirador pretende golpe certero en el blanco cierra un ojo para fijarse mejor con el otro. Así el que quiera conocer algo a fondo necesita que todos sus sentidos concurran en un punto, dirigirlos al centro del alma de donde salieron. Las ramas del árbol proceden todas del tronco. Así los apetitos de concupiscencia e irascibles radican en las facultades superiores y fondo del alma. Llegar hasta aquí es lo que se entiende por entrar en nosotros mismos.
Así nos habremos dispuesto para salir al encuentro del Señor. Salgamos ahora fuera y avancemos por encima de nosotros mismos hasta Dios. Se necesita renunciar a todo querer, desear o actuar propio. Nada más que la intención pura y desnuda de buscar sólo a Dios, sin el mínimo deseo de buscarse a sí mismo ni cosa alguna que pueda redundar en su provecho. Con voluntad plena de ser exclusivamente para Dios, de concederle la morada más digna, la más íntima para que Él nazca allí y lleve a cabo su obra en nosotros, sin sufrir impedimento alguno.
En efecto, para que dos cosas se fusionen es necesario que una sea paciente y la otra se comporte como agente. Únicamente cuando está limpio el ojo podrá ver un cuadro colgado en la pared o cualquier otro objeto. Imposible si hubiera otra pintura grabada en la retina. Eso mismo ocurre con el oído: mientras que un ruido le ocupa está impedido para captar otro. En conclusión, el recipiente es tanto más útil cuanto más puro y vacío.
A esto se refiere San Agustín cuando dice. "Vacíate para llenarte, sal para entrar". Y en otro lugar: "Oh tú, alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera a quien está plena y manifiestamente dentro de ti? Eres partícipe de la naturaleza divina, ¿por qué, pues, esclavizarte a las criaturas? ¿qué tienes tú que ver con ellas?".
Si de tal modo el hombre preparase su morada, el fondo del alma, Dios lo llenaría sin duda alguna, lo colmaría. Romperíanse, si no, los cielos para llenar el vacío. La naturaleza tiene horror al vacío, dicen. ¡Cuánto más sería contrario al Creador y a su divina justicia abandonar un alma así dispuesta! Elige, pues, una de dos. Callar tú y hablará Dios o hablar tú para que Él calle. Debes hacer silencio. Entonces será pronunciada la palabra que tú podrás entender y nacerá Dios en el alma. En cambio, ten por cierto que si tú insistes en hablar nunca oirás su voz. Lograr nuestro silencio, aguardando la escucha del Verbo, es el mejor servicio que le podemos prestar. Si sales de ti completamente, Dios se te dará en plenitud, porque en la medida que tú sales Él entra. Ni más ni menos.
Un texto de Moisés nos ofrece el ejemplo de esta salida; aquel en que Dios manda a Abrahán dejar su patria y su familia. Y esto porque quería mostrarle un bien mayor: el divino nacimiento que supera todo bien. La tierra de donde Abrahán debía salir significa el cuerpo con sus concupiscencias y desorden. La familia es figura de los apetitos sensitivos e imaginación, propensos a la extroversión. Arrastran el cuerpo al desasosiego, turban incluso al alma con pasiones de placer y de dolor, de gozo y tristeza, de temor y deseo, de precipitación y cuidados.
Porque estamos tan estrechamente unidos a esta familia necesitamos mayor fuerza para librarnos y ver el comienzo de tanto bien como trae el nacimiento de Dios en el alma.
Dicen que el hijo criado en casa fuera de ella es un becerro. El proverbio tiene aquí perfecta aplicación. Quienes no han salido de sí mismos obedecen sólo a impulsos naturales, por lo que ven, lo que oyen, sentimientos y emociones. Son incapaces de comprender lo que no está a su alcance, viven el mundo de las impresiones. Esta gente carece de inteligencia para las cosas más altas, lo divino. Son en realidad como vacas y becerros. Tienen el fondo del alma como una mina de hierro en la montaña, ni un rayo de luz la alcanza. Su sensibilidad está embotada, carecen de imaginación, impermeables a todo, en realidad no saben nada. No han salido de su casa. El nacimiento de que venimos hablando no les dice nada. El Señor ha dicho: "Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, germanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna" (Mt. 19, 29).
Hasta aquí hemos hablado del primero y tercer nacimientos y cómo por aquél podamos entender las exigencias del último. Prosigamos ahora en la comprensión del tercero mediante el estudio del segundo, es decir, del que tuvo lugar la noche en que el Hijo de Dios nacido de la Virgen Madre vino a ser nuestro hermano. Aquel que en la eternidad fue engendrado sin madre y en el tiempo nació sin padre.
"Ciertamente -nos dice San Agustín- María ha sido más dichosa porque Dios nació en su alma que por haberle dado nacimiento corporal". Quien quiera, pues, ver cumplido tan noble y espiritual nacimiento en sí como tuvo lugar en el alma de María tendrá que disponerse, como la Madre de Dios, de dos maneras: por nacimiento en el alma y alumbramiento corporal. Ella en verdad era una virgen casta y pura, prometida, además, en matrimonio. En soledad y del todo liberada hasta la Anunciación. Así es preciso disponerse para que Dios nazca en el alma. Ésta habrá de ser virginal, casta y pura. Si alguna vez se pierde la pureza del alma habrá de recobrarse en total purificación.
Aparentemente una virgen es persona estéril, pero la más fecunda en su interior. De esta manera el alma virginal que de aquí hablamos habrá de cerrar el corazón a todas las cosas exteriores, sin esclavizarse a ninguna criatura, aunque, al parecer, los frutos fueren escasos. De este modo procedió siempre María, quien dio cabida en su corazón únicamente a la palabra del Señor.
Dentro, en cambio, el alma virginal lleva fruto inmenso, como dice el Profeta: "Toda espléndida la hija del rey va dentro" (Sal. 45, 14). Quien la imite vivirá en soledad. Sus habituales disposiciones, pensamientos y conducta convergen en el interior. Sólo así llevará mucho fruto, fruto exquisito, Dios mismo, el Hijo de Dios, el que contiene en sí todas las cosas.
María era joven esposa. Como ella el alma virginal vivirá desposada con Cristo, como enseña San Pablo: "Desposados con un solo esposo" (2 Cor. 11, 2). Arranca de raíz tu corazón cambiante y ofrécete en unión con la voluntad de Dios, que es inmutable. Tu debilidad se trocará en fortaleza. Como María, el discípulo del Señor debe recluirse en la clausura del corazón, si quiere experimentar el nacimiento de Dios. Evite cualquier dispersión no sólo de negocios temporales que obviamente causen daño, pero aun de gustos sensibles al practicar virtudes. Deberá también hacer silencio y paz frecuentemente en su interior. Enciérrese en la morada más oculta, donde no alcancen los clamores del sentido y allí viva en silencio y paz consigo.
A este sosiego del espíritu se refiere el cántico de la Misa que comienza: "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía" (Sb. 18, 14). En pleno silencio, toda la creación callaba en la más alta paz de media noche. Entonces, oh Señor, la palabra omnipotente dejó su trono por acampar en nuestra tienda. Serán entonces, en el cenit del silencio, cuando todas las cosas quedan sumergidas en la calma, sólo entonces se hará sentir la realidad de esta Palabra. Porque, si quieres que Dios hable, hace falta que tú calles. Para que Él entre todas las cosas deberán haber salido.
Cuando el Niño Jesús entró en Egipto, los ídolos se derrumbaron a su paso. Cualquier cosa, por buena y santa que parezca, si impide que Dios nazca interiormente en nuestras almas, eso será los ídolos de Egipto para ti. "Yo he venido -dice el Señor- a traer espada. He venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual" (Mt. 10, 34). Tus peores enemigos son en verdad los más íntimos a ti. Las múltiples imágenes con que aprisionas al Verbo le oscurecen e impiden nacer, aunque la paz de su presencia no se ausente por completo. Esta paz en plenitud, tan limitada por la culpa, viene a ser la madre del nacimiento de Dios en el alma.
Debes, pues, conseguir pleno silencio con frecuencia, hasta vivirlo habitualmente. La repetición de actos llevará a pleno dominio, pues lo que resulta imposible a los bisoños, no implica la menor dificultad para el experto. La costumbre hace maestros.
Quiera el Señor darnos su gracia para que este nacimiento sea constante realidad en nuestras almas, como madres de Dios en el espíritu.
Juan Taulero
Contemplación
Dios es unidad indivisible. Podemos, sin embargo, distinguir en Él atributos y contemplar sucesivamente su realidad y bondad trascendente, la intimidad misteriosa de su naturaleza, su soledad y sus tinieblas.
Moisés dijo: "Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, sólo Yahveh". En Dios no hay pluralidad, pero podemos sacar provecho de los nombres especiales, particulares y distintivos que atribuimos a Dios y su Ser, al comparar con Él nuestra nada. Lo he dicho muchas veces: mientras que al principio el hombre debe dar a la meditación un contenido temporal enteramente, como el Nacimiento, las obras, la vida y ejemplos de Nuestro Señor, ahora tiene que levantar su espíritu y aprender a volar por encima del tiempo, en vida eterna.
El hombre puede reflejar en su alma eficazmente los atributos de Dios. Considerando que Él es el ser puro, ser de los seres sin identificarse con ninguno de ellos, Dios, lo que es en todo aquello que es ser y bondad. San Agustín dice: "Si ves a un hombre bueno, un ángel bueno, un cielo hermoso, prescinde del hombre, del ángel y del cielo. Lo que queda es la esencia del bien, es Dios. Él está en todas las cosas y muy por encima de todo. Las criaturas contienen, sin duda, un elemento de bondad y de amor, de todo lo que se puede llamar ser, que el hombre puede desear".
En Dios debe sumergirse el hombre con todas sus facultades plenamente por la contemplación de suerte que su nada sea toda entera recibida y renovada. Reciba el ser en el ser divino, único ser, vida y actividad de todas las cosas. Considere enseguida las propiedades de esta simple unidad de única esencia, ser y acción, su conocimiento, su recompensa, su amor, su dirección. Todo no hace más que una cosa: misericordia y justicia. Entra y lleva hasta Él el incomprensible infinito de tu multiplicidad para que Él la simplifique en la simplicidad de su esencia.
Que el hombre considere seguidamente el inexpresable misterio de un Dios del que ha dicho el Profeta: "Verdaderamente, tú eres un Dios escondido" (Is. 45, 15). Está en todas las cosas oculta, de manera más profunda que ninguna lo es a sí misma. Está en el fondo del alma, oculto a todos los sentidos y totalmente desconocido en lo más hondo. Adéntrate allí con todas tus potencias, lejos de pensamientos definidos; olvida tu inclinación a exteriorizarte. Él está más dentro, como extraño al alma y a toda intimidad de vida interior. Por supuesto allá no puede llegar el animal que no vive más que para los sentidos, ni tiene conocimiento ni sentimiento ni conciencia. Sumérgete, ocúltate en el misterio de Dios, bien lejos de toda criatura, de cuanto es extraño al ser y de él difiere.
Esto no se hace por vía de imaginación o de pensamiento determinado. De manera esencial únicamente, actuando las facultades y toda capacidad de deseo por encima de los sentidos, como el acto simple de tomar conciencia. Se considera seguidamente la soledad de Dios en su tranquilo aislamiento donde ni palabras ni obras actúan en la esencia divina. Allí nada turba. Todo es calma, secreto, Dios. Sólo Dios es quien habita allí. Nada extraño puede penetrar en su morada. Ni criatura, ni imagen ni modalidad alguna. De esta soledad habla Nuestro Señor cuando dice por el Profeta: "Conduciré a los míos al desierto y les hablaré al corazón" (Os 2, 14). Es la divinidad calma y solitaria. Allí introduce a todos los que son susceptibles de recibir el soplo de Dios ahora y en la eternidad. La divinidad solitaria, como inmensidades de arena, lleva el fondo de tu alma libre al desierto. Avanza, pues, hasta el desierto de Dios con el fondo tu alma, que ahora está invadido por mala vegetación, vacío de todo bien, lleno de animales salvajes, que son tus sentidos, las potencias abandonadas a su vida bruta y animal.
Contempla luego las tinieblas divinas que, por su inefable fulgor, son oscuridad para las inteligencias humanas y angélicas. Como el resplandor del pleno sol es sombrío y deslumbramiento para los ojos. Toda inteligencia creada, por su naturaleza, frente a esta claridad de Dios es como el ojo de la golondrina mirando al sol deslumbrador. Divino fulgor que nos arroja en ceguera de ignorancia, porque somos criaturas. Hasta allí debes guiar el abismo de tus tinieblas, porque estando privado de toda luz verdadera están realmente en tinieblas. Invoca aquel abismo de las divinas tinieblas, que es conocido de Él solo a quien las cosas desconocen. Aquel abismo desconocido, innominado, beatificante, ejercita y levanta más amor y sed en el alma que cuantos conocimientos podamos alcanzar del ser divino en feliz eternidad.
Juan Taulero
martes, 24 de agosto de 2021
sábado, 21 de agosto de 2021
La operación extrínseca de Dios
Lo pensable, lo móvil y lo extenso son entia ab alio, seres por otro, al exigir como correlativo lo que piensa, lo que mueve y lo que extiende. Con todo, lo que piensa no es ideal ni pensable, lo que mueve no es móvil y lo que extiende no es extenso.
Podemos articular esta aseveración mediante razonamientos silogísticos.
Silogismo 1
(1) La condición de posibilidad o causa de las ideas es ser pensables.
(2) Las ideas no pueden pensarse a sí mismas.
(3) Por tanto, la condición de posibilidad o causa de las ideas presupone un ser distinto de las mismas ideas.
(4) Las ideas existen.
(5) La causa de las ideas no es una idea, sino lo que puede pensar las ideas. Luego es una mente.
(6) Por tanto, la causa de las ideas existe y es una mente.
La segunda premisa no requiere demostración.
Silogismo 2
(1) La condición de posibilidad o causa de lo móvil es ser movible.
(2) Lo móvil no puede moverse a sí mismo.
(3) Por tanto, la condición de posibilidad o causa de lo móvil presupone un ser distinto del mismo móvil.
(4) Lo móvil existe.
(5) La causa de lo móvil es inmóvil.
(6) Por tanto, la causa de lo móvil existe y es inmóvil.
Demostración de la segunda premisa: Si lo móvil puede moverse a sí mismo, o bien se moverán todas sus partes al mismo tiempo, o bien tendrá partes que mueven a las demás y otras que son movidas por aquéllas, o bien carecerá de partes, siendo inextenso.
Si todas partes se mueven a sí mismas al mismo tiempo, cada átomo en la naturaleza es un dios, un ente incognoscible incapaz de ser reducido por el conocimiento de los demás entes. No hay razón para presuponer tal cosa, por lo que esta posibilidad debe rechazarse en virtud del principio de razón suficiente (entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem).
Si hay partes que mueven a las demás y otras que son movidas por aquéllas, la automoción no es una propiedad de la materia, sino de cierto tipo de materia. Dado que toda materia es compuesta, o bien las partes capaces de automoción estarán compuestas de otras partes dotadas de automoción ad infinitum, lo que se niega esgrimiendo de nuevo el principio de razón suficiente, o bien serán el resultado de la unión de partes que no poseen la automoción. Sin embargo, puesto que es imposible dar lo que no se tiene, se niega que del agregado de partes sin automoción resulte un cuerpo capaz de moverse a sí mismo.
Si lo móvil puede moverse a sí mismo y es inextenso, se sigue que lo inextenso no puede mover a lo extenso, al no haber contacto posible entre ambos. Por tanto, lo extenso deberá permanecer inmóvil, ya que no se mueve por sí mismo ni puede ser movido por otro. Lo cual es evidentemente falso, con lo que, siendo correcta la inferencia, debe reputarse falsa la asunción inicial.
Por consiguiente, lo móvil no puede moverse a sí mismo.
Silogismo 3
(1) La condición de posibilidad o causa de lo extenso es ser extensible.
(2) Lo extenso no puede extenderse a sí mismo.
(3) Por tanto, la condición o posibilidad o causa de lo extenso presupone un ser distinto del mismo ser extenso.
(4) Lo extenso existe.
(5) La causa de lo extenso es inextensa.
(6) Por tanto, la causa de lo extenso existe y es inextensa.
Demostración de la segunda premisa: Si lo extenso puede extenderse a sí mismo, o bien empezó a extenderse a partir de lo extenso, o bien fue siempre extenso.
Si lo extenso empezó a extenderse a partir de lo extenso, se procederá ad infinitum, lo que equivale a sostener que lo inextenso nunca empezó a extenderse, esto es, que fue siempre extenso.
A partir de las conclusiones de los anteriores silogismos obtenemos que la causa de las ideas es una mente, mientras que la causa de la materia es inmóvil e inextensa. Si tal mente ha de reputarse ajena a la generación y a la corrupción, como creo haber demostrado en otra parte, será inmóvil, inextensa y extramundana. No siendo posible predicar más de un ser en lo inextenso atemporal, pues no cabe la pluralidad donde no hay espacio ni tiempo, es forzoso concluir que la causa de las ideas y de la materia es una y la misma.
La operación intrínseca de Dios
La mente de Dios
viernes, 20 de agosto de 2021
Prosilogismo
domingo, 15 de agosto de 2021
Dios es espíritu
Pruébase: Todas las verdades "a priori" son independientes del devenir.
Pruébase: Lo que conserva su esencia tiene más realidad que lo que no la conserva. Por ello, las ideas son virtualmente inagotables (de la idea de forma se derivan infinitas formas), mientras que lo que existe en el espacio y en el tiempo está constreñido, al existir de un cierto modo.
Pruébase: La causa total antecede al efecto total, por lo que requiere menos antecedentes para existir y es, por este motivo, más real que aquello que requiere más antecedentes para existir (i.e., en la serie "N1 → N2 → N3", N2 requiere menos antecedentes que N3, y N1 menos que N2 y N3, por lo que N1 es más real que N2, y N2 es más real que N3).
II.