"Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is. 9, 5).
En toda la Iglesia se celebra la fiesta de tres nacimientos del Señor. Los cristianos deberían hallar en esto tanto gozo que desbordasen de íntima alegría en amor y agradecimiento. Es de compadecer quien así no lo sienta de verdad.
El primero y más sublime es el nacimiento del Verbo eterno. El Padre celestial engendró a su único Hijo en unidad de esencia y distinción personal.
El segundo tuvo cumplimiento cuando nació de Madre Virgen, permaneciendo ella inmaculada.
El tercer nacimiento tiene lugar en cada alma santa, donde Dios está siempre naciendo espiritualmente por su amor y gracia. Estos son los tres nacimientos, simbolizados por las tres misas de hoy.
Se celebra la primera en la oscuridad de la noche y comienza "Él me ha dicho: Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy" (Sal. 2, 7), es decir, ab aeterno. Esta misa representa aquel misterioso nacimiento que tuvo lugar en el oculto e insondable abismo de la divinidad.
Empieza la segunda con estas palabras: "Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz" (Is. 9, 2), que significa el fulgor de la naturaleza humana divinizada. Se celebra al alba, como símbolo de un nacimiento medio conocido y todavía por ser manifestado en plenitud.
Se dice en pleno día la tercera, cuyo introito es "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is. 9, 5). Es figura del nacimiento que tiene lugar todos los días, a toda hora, en todo instante en el alma del justo. Ocurre siempre que tomamos conciencia amorosamente de la inhabitación de Dios en el alma, concentrándonos en Él de todo corazón. Dios viene a ser tan profundamente nuestro y con tal propiedad que no hay cosa tan nuestra como lo es Él por este nacimiento. Se colige del texto "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado". Nada hay tan nuestro como Él. Ojalá nazca en nosotros cada instante. Vamos a hablar de este nacimiento.
A fin de que este nacimiento se realice dignamente y con harto fruto dentro de nosotros, reflexionemos ante todo sobre la naturaleza de aquel primer nacimiento que se origina en el Padre, al engendrar a su Hijo en la eternidad. La bondad de Dios, compelida por la abundancia de riqueza sobre esencial, desborda en comunión, como dice San Agustín: "Dios, sumo bien, es difusivo por naturaleza". Del Padre nace el Hijo, segunda persona divina, y luego por su bondad se expande en creación de todo ser. Por lo cual, dice San Agustín: "Nosotros existimos porque Dios es bueno y cuanto haya de bondad en cualquier cosa procede de la bondad esencial del creador".
¿Qué es lo que debemos considerar más propio del Padre al engendrar al Hijo? En virtud de su divina paternidad se repliega sobre sí mismo por su propio entender, y al contemplarse en plenitud, escruta claramente el abismo esencial de su ser eterno. La exhaustiva y simple comprensión se expresa y proyecta en la Palabra, su Hijo, su Verbo. Precisamente en este conocimiento que el Padre tiene de sí mismo consiste la generación eterna del Hijo. Se identifica el padre con la esencia por repliegue en la unidad y distingue por despliegue personal. El Padre entra dentro de sí al intuirse plenamente y sale al expresar la propia imagen en distinción personal. La que Él ha concebido de su comprensión. De nuevo, en reflujo sobre sí mismo, por perfecta complacencia se desborda en amor inefable, cuyo nombre es Espíritu Santo. Decimos, pues, que Dios permanece en sí, sale y vuelve a sí mismo. Con razón suele decirse que Dios sale para entrar.
Lo significa el movimiento rotatorio de los cielos, el más noble de todos, porque constituye un perfecto retorno al origen y punto de partida. Asimismo el curso de la vida humana es noble y perfecto siempre que vuelve a Dios, que es su principio.
Quienes deseamos que el Verbo se haga carne de nuestras vidas debemos participar con espíritu materno en el flujo y reflujo característicos del Padre Celestial. Necesitamos ante todo adentrarnos plenamente en las propias moradas. Sólo entonces será fecunda la salida. Pero ¿cómo lograrlo?
Memoria, entendimiento y libre albedrío, las tres facultades más nobles del alma, son pura imagen de la Santísima Trinidad. Por ellas el alma tiene capacidad de asir a Dios y conseguir que Él sea enteramente su prisionero con todas sus riquezas y regalos. Con esto el alma se levanta en vida eterna mientras camina por los senderos del tiempo. Por las facultades superiores pertenece ya a la eternidad; por las inferiores, sensibles y animales, persevera aún en el tiempo. Con harta pena, sin embargo, unas y otras potencias vagan, se entretienen y enredan en las cosas temporales y caducas. Porque ambas, superiores e inferiores facultades, se hallan profundamente entrelazadas. Por eso, aun las más nobles se inclinan fácilmente a la dispersión y se apegan a los negocios vulgares con olvido o detrimento de realidades eternas.
Es de todo punto necesaria la vuelta al interior, entrar dentro de nosotros mismos, para que Dios nazca en el alma. Apremia lograr un fuerte impulso de recogimiento, recoger e introducir todas nuestras potencias, inferiores y superiores, y trocar la dispersión en concentración, pues, como dicen, la unión hace la fuerza.
Cuando un tirador pretende golpe certero en el blanco cierra un ojo para fijarse mejor con el otro. Así el que quiera conocer algo a fondo necesita que todos sus sentidos concurran en un punto, dirigirlos al centro del alma de donde salieron. Las ramas del árbol proceden todas del tronco. Así los apetitos de concupiscencia e irascibles radican en las facultades superiores y fondo del alma. Llegar hasta aquí es lo que se entiende por entrar en nosotros mismos.
Así nos habremos dispuesto para salir al encuentro del Señor. Salgamos ahora fuera y avancemos por encima de nosotros mismos hasta Dios. Se necesita renunciar a todo querer, desear o actuar propio. Nada más que la intención pura y desnuda de buscar sólo a Dios, sin el mínimo deseo de buscarse a sí mismo ni cosa alguna que pueda redundar en su provecho. Con voluntad plena de ser exclusivamente para Dios, de concederle la morada más digna, la más íntima para que Él nazca allí y lleve a cabo su obra en nosotros, sin sufrir impedimento alguno.
En efecto, para que dos cosas se fusionen es necesario que una sea paciente y la otra se comporte como agente. Únicamente cuando está limpio el ojo podrá ver un cuadro colgado en la pared o cualquier otro objeto. Imposible si hubiera otra pintura grabada en la retina. Eso mismo ocurre con el oído: mientras que un ruido le ocupa está impedido para captar otro. En conclusión, el recipiente es tanto más útil cuanto más puro y vacío.
A esto se refiere San Agustín cuando dice. "Vacíate para llenarte, sal para entrar". Y en otro lugar: "Oh tú, alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera a quien está plena y manifiestamente dentro de ti? Eres partícipe de la naturaleza divina, ¿por qué, pues, esclavizarte a las criaturas? ¿qué tienes tú que ver con ellas?".
Si de tal modo el hombre preparase su morada, el fondo del alma, Dios lo llenaría sin duda alguna, lo colmaría. Romperíanse, si no, los cielos para llenar el vacío. La naturaleza tiene horror al vacío, dicen. ¡Cuánto más sería contrario al Creador y a su divina justicia abandonar un alma así dispuesta! Elige, pues, una de dos. Callar tú y hablará Dios o hablar tú para que Él calle. Debes hacer silencio. Entonces será pronunciada la palabra que tú podrás entender y nacerá Dios en el alma. En cambio, ten por cierto que si tú insistes en hablar nunca oirás su voz. Lograr nuestro silencio, aguardando la escucha del Verbo, es el mejor servicio que le podemos prestar. Si sales de ti completamente, Dios se te dará en plenitud, porque en la medida que tú sales Él entra. Ni más ni menos.
Un texto de Moisés nos ofrece el ejemplo de esta salida; aquel en que Dios manda a Abrahán dejar su patria y su familia. Y esto porque quería mostrarle un bien mayor: el divino nacimiento que supera todo bien. La tierra de donde Abrahán debía salir significa el cuerpo con sus concupiscencias y desorden. La familia es figura de los apetitos sensitivos e imaginación, propensos a la extroversión. Arrastran el cuerpo al desasosiego, turban incluso al alma con pasiones de placer y de dolor, de gozo y tristeza, de temor y deseo, de precipitación y cuidados.
Porque estamos tan estrechamente unidos a esta familia necesitamos mayor fuerza para librarnos y ver el comienzo de tanto bien como trae el nacimiento de Dios en el alma.
Dicen que el hijo criado en casa fuera de ella es un becerro. El proverbio tiene aquí perfecta aplicación. Quienes no han salido de sí mismos obedecen sólo a impulsos naturales, por lo que ven, lo que oyen, sentimientos y emociones. Son incapaces de comprender lo que no está a su alcance, viven el mundo de las impresiones. Esta gente carece de inteligencia para las cosas más altas, lo divino. Son en realidad como vacas y becerros. Tienen el fondo del alma como una mina de hierro en la montaña, ni un rayo de luz la alcanza. Su sensibilidad está embotada, carecen de imaginación, impermeables a todo, en realidad no saben nada. No han salido de su casa. El nacimiento de que venimos hablando no les dice nada. El Señor ha dicho: "Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, germanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna" (Mt. 19, 29).
Hasta aquí hemos hablado del primero y tercer nacimientos y cómo por aquél podamos entender las exigencias del último. Prosigamos ahora en la comprensión del tercero mediante el estudio del segundo, es decir, del que tuvo lugar la noche en que el Hijo de Dios nacido de la Virgen Madre vino a ser nuestro hermano. Aquel que en la eternidad fue engendrado sin madre y en el tiempo nació sin padre.
"Ciertamente -nos dice San Agustín- María ha sido más dichosa porque Dios nació en su alma que por haberle dado nacimiento corporal". Quien quiera, pues, ver cumplido tan noble y espiritual nacimiento en sí como tuvo lugar en el alma de María tendrá que disponerse, como la Madre de Dios, de dos maneras: por nacimiento en el alma y alumbramiento corporal. Ella en verdad era una virgen casta y pura, prometida, además, en matrimonio. En soledad y del todo liberada hasta la Anunciación. Así es preciso disponerse para que Dios nazca en el alma. Ésta habrá de ser virginal, casta y pura. Si alguna vez se pierde la pureza del alma habrá de recobrarse en total purificación.
Aparentemente una virgen es persona estéril, pero la más fecunda en su interior. De esta manera el alma virginal que de aquí hablamos habrá de cerrar el corazón a todas las cosas exteriores, sin esclavizarse a ninguna criatura, aunque, al parecer, los frutos fueren escasos. De este modo procedió siempre María, quien dio cabida en su corazón únicamente a la palabra del Señor.
Dentro, en cambio, el alma virginal lleva fruto inmenso, como dice el Profeta: "Toda espléndida la hija del rey va dentro" (Sal. 45, 14). Quien la imite vivirá en soledad. Sus habituales disposiciones, pensamientos y conducta convergen en el interior. Sólo así llevará mucho fruto, fruto exquisito, Dios mismo, el Hijo de Dios, el que contiene en sí todas las cosas.
María era joven esposa. Como ella el alma virginal vivirá desposada con Cristo, como enseña San Pablo: "Desposados con un solo esposo" (2 Cor. 11, 2). Arranca de raíz tu corazón cambiante y ofrécete en unión con la voluntad de Dios, que es inmutable. Tu debilidad se trocará en fortaleza. Como María, el discípulo del Señor debe recluirse en la clausura del corazón, si quiere experimentar el nacimiento de Dios. Evite cualquier dispersión no sólo de negocios temporales que obviamente causen daño, pero aun de gustos sensibles al practicar virtudes. Deberá también hacer silencio y paz frecuentemente en su interior. Enciérrese en la morada más oculta, donde no alcancen los clamores del sentido y allí viva en silencio y paz consigo.
A este sosiego del espíritu se refiere el cántico de la Misa que comienza: "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía" (Sb. 18, 14). En pleno silencio, toda la creación callaba en la más alta paz de media noche. Entonces, oh Señor, la palabra omnipotente dejó su trono por acampar en nuestra tienda. Serán entonces, en el cenit del silencio, cuando todas las cosas quedan sumergidas en la calma, sólo entonces se hará sentir la realidad de esta Palabra. Porque, si quieres que Dios hable, hace falta que tú calles. Para que Él entre todas las cosas deberán haber salido.
Cuando el Niño Jesús entró en Egipto, los ídolos se derrumbaron a su paso. Cualquier cosa, por buena y santa que parezca, si impide que Dios nazca interiormente en nuestras almas, eso será los ídolos de Egipto para ti. "Yo he venido -dice el Señor- a traer espada. He venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual" (Mt. 10, 34). Tus peores enemigos son en verdad los más íntimos a ti. Las múltiples imágenes con que aprisionas al Verbo le oscurecen e impiden nacer, aunque la paz de su presencia no se ausente por completo. Esta paz en plenitud, tan limitada por la culpa, viene a ser la madre del nacimiento de Dios en el alma.
Debes, pues, conseguir pleno silencio con frecuencia, hasta vivirlo habitualmente. La repetición de actos llevará a pleno dominio, pues lo que resulta imposible a los bisoños, no implica la menor dificultad para el experto. La costumbre hace maestros.
Quiera el Señor darnos su gracia para que este nacimiento sea constante realidad en nuestras almas, como madres de Dios en el espíritu.
Juan Taulero
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