miércoles, 30 de abril de 2008

Cultura


Concedo que la idea de una cultura primigenia, particular y venerable es falsa, un trasunto sofisticado de los dioses lares. La auténtica cultura está por encima de la ideología y del narcisismo, pertenece al progreso de la humanidad. Es un fruto de la civilización y, por tanto, de la razón común. No actúa como fundamento, sino como techumbre: pueden existir civilizaciones bárbaras, pero tienen sus días contados.

De todos modos diría que Eduardo ha querido ir más allá de la mera crítica al folklore al plantear esta reflexión. Y no creo aventurar mucho si asumo que el rechazo del concepto "objetivo" de cultura se dirige en realidad contra las que vendrían a conocerse por el nombre de ciencias del espíritu, que él imagina reductibles a procesos evolutivos. La denuncia de esta supuesta hipóstasis ilegítima llamada "cultura" tiene, pues, una clara intencionalidad autoapologética para el materialista.

La cultura, empero, es substancial como substancial es la razón, si bien ambas se expresan por canales sesgados -canales humanos. La misma palabra "formación" (Bildung) apela a la forma, un concepto platónico, intersubjetivo y hasta cierto punto místico. Cultura, que es trabajo en latín, refiere a su vez a aquello por lo que es digno esforzarse, al sufrimiento que ennoblece al industrioso, incluso al animal industrioso; al sacrificio, en fin, que libera al hombre de su destino miserable, según Hesíodo y más tarde Virgilio en sus Geórgicas.

3 comentarios:

Gregorio Luri dijo...

"Al sacrificio, en fin, que libera al hombre de su destino miserable". Sí, esta es la clave.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Eso creo, Gregorio. Y hay que añadir, en defensa del romanticismo, que ni mucho menos todos los románticos fueron herderianos.

Gregorio Luri dijo...

Véase el caso de Byron, empeñado en morir en la patria de Ícaro, no porque le interesase especialmente la cultura griega (a diferencia de Shelley) sino para conquistar el derecho a llevar alas.
En su "Manfred" se manifiesta diáfana la voluntad de enfrentarse a grandes contrincantes, porque sólo ante ellos la derrota es honorable.