Ag.- Pero ¿crees tú que hay hombre alguno que no quiera y no anhele ante todo vivir una vida feliz?
Ev.- ¿Quién duda que todo hombre lo quiere?
Ag.- ¿Por qué, pues, no lo consiguen todos? Hemos dicho, y hemos convenido en ello, que los hombres se hacen dignos de una vida feliz por su voluntad, y que también por su voluntad se hacen acreedores a una vida miserable, y tan eficazmente, que en uno y otro caso reciben su merecido. Mas se presenta ahora no sé qué contradicción, que, si no la examinamos y deshacemos minuciosamente, podría dar al traste con nuestras conclusiones anteriores, tan escrupulosa y firmemente establecidas. ¿Cómo se explica que los que viven una vida miserable lo hagan por su propia voluntad, siendo así que nadie quiere vivir miserablemente? ¿O cómo se explica que por su propia voluntad consiga el hombre vivir una vida feliz, siendo así que hay muchos miserables, a pesar de que todos desean ser felices?
Acaso sucederá así porque una cosa es querer vivir bien o mal, y otra muy distinta es merecer algo en virtud de la buena o mala voluntad. En efecto, los que son dichosos -y para serlo es preciso que sean también buenos- no lo son precisamente porque han querido vivir una vida dichosa, pues esto lo quieren también los malos, sino porque han querido vivir bien o rectamente, cosa que no quieren los malos. Por lo cual no es de extrañar que los hombres desventurados no alcancen lo que quieren, esto es, una vida bienaventurada, ya que a su vez no quieren lo que le es inseparable y sin lo cual nadie se hace digno de ella y nadie la consigue, a saber, el vivir según razón.
Esto ha establecido con estabilidad inconmovible aquella ley eterna, a cuya consideración es ya tiempo que volvamos, a saber, que de parte de la voluntad esté el mérito, y que el premio y el castigo consistan en la bienaventuranza y en la desventura. Así que, cuando decimos que los hombres son desgraciados por su propia voluntad, no queremos significar que quieran ser desgraciados, sino que son de una voluntad tal, que a ella se sigue necesariamente la desgracia, aun sin quererla ellos. Por tanto, al afirmar que todos los hombres desean ser dichosos, y que, a pesar de esto, no todos lo son, no establecemos contradicción alguna con lo arriba dicho; porque, siendo verdad estos dos extremos, lo es también que no todos quieren vivir rectamente, y que a sola esta voluntad de vivir según la razón, y no a otra, es a la que se debe la vida bienaventurada, si es que tú no tienes algo que decir en contra de todo esto.
Ev.- No tengo absolutamente nada que oponer.
San Agustín
Sánchez & Cía., del Estado fallido al Estado podrido
Hace 3 horas
1 comentario:
No lo había leído... Interesante
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