miércoles, 21 de octubre de 2009

Vieja nueva raza de bárbaros




Paro al primer americano con el que me topo, ya sea en su país o en otra parte, y le pregunto si cree la religión útil a la estabilidad de las leyes y al buen orden de la sociedad; me responde sin vacilar que una sociedad civilizada, mas sobre todo una sociedad libre, no puede subsistir sin religión. El respeto a la religión es, a sus ojos, la mayor garantía de la estabilidad del Estado y de la seguridad de los particulares. Los menos versados en la ciencia del gobierno saben, al menos, eso. No obstante, no hay en el mundo país en el que las doctrinas más atrevidas de los filósofos del siglo XVIII, en materia de política, se apliquen más que en América; sólo sus doctrinas antirreligiosas nunca lograron hacerse camino, y ello pese a la libertad ilimitada de prensa.

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Mas ¿por qué buscar ejemplos fuera de Francia? ¿A qué francés le pasaría por la cabeza escribir hoy los libros de Diderot o de Helvétius? ¿Quién querría leerlos? Casi diría, ¿quién conoce sus títulos? La experiencia incompleta que hemos adquirido tras sesenta años de vida pública ha bastado para que sintamos rechazo ante esa peligrosa literatura. Ved cómo el respeto hacia la religión ha retomado gradualmente su imperio en las diferentes clases de la nación, a medida que cada una de ellas iba adquiriendo dicha experiencia en la escuela de las revoluciones. La antigua nobleza, que era la clase más irreligiosa antes del 89, se volvió la más fervorosa a partir del 93; agredida la primera, se convirtió la primera. Cuando la burguesía sintió también ella el golpe en su triunfo, se la vio a su vez aproximarse a la fe. El respeto a la religión penetró paulatinamente doquiera los hombres tenían algo que perder en los desórdenes populares, y la incredulidad desapareció, o al menos se escondió, a medida que el miedo a las revoluciones se hacía visible.

No era así a finales del Antiguo Régimen. Habíamos perdido tan completamente la práctica de los grandes asuntos humanos, e ignorábamos hasta tal punto la parte que tiene la religión en el gobierno de los imperios, que la incredulidad se estableció en primer lugar en el espíritu de quienes, precisamente, tenían un interés más personal y apremiante en preservar el orden del Estado y la obediencia del pueblo. No sólo la acogieron, sino que en su ceguera la propagaron por debajo de ellos; hicieron de la impiedad una especie de pasatiempo de su ociosa vida.

La Iglesia de Francia, hasta entonces tan fértil en grandes oradores, sintiéndose así abandonada por todos aquellos a los que el interés común debía unir a su causa, se volvió muda. Por un momento hasta se llegó a creer que, con tal de ver confirmados sus riquezas y su rango, habría estado dispuesta a condenar su propia fe.

A quienes negaban el cristianismo elevando la voz, y a quienes todavía continuaban creyendo en silencio, sucedió lo que tan a menudo ha sucedido entre nosotros, y no sólo en materia de religión, sino en cualquier otra. Los hombres que conservaban la antigua fe temieron ser los únicos en serle fieles, y asustándoles más el aislamiento que el error, se unieron a la multitud aun sin pensar como ella. Lo que aún no era más que el sentir de una parte de la nación pareció así la opinión de todos, pareciendo desde entonces irresistible aun a los ojos de quienes le dieron esa falsa apariencia.

El descrédito universal en el que cayeron todas las creencias religiosas a fines del último siglo ejerció sin lugar a dudas la mayor influencia en toda nuestra Revolución, marcando su carácter. Nada contribuyó más a dar su fisonomía esa expresión terrible que se le ha visto.

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En la mayoría de las grandes revoluciones políticas aparecidas hasta ese momento en el mundo, quienes atacaban las leyes establecidas habían respetado las creencias y, en la mayoría de las revoluciones religiosas, quienes atacaban la religión no habían emprendido cambiar con un mismo golpe la naturaleza y el orden de todos los poderes, y abolir de cabo a rabo la antigua constitución del gobierno. Es decir, que en los mayores trastornos de la sociedad hubo siempre un punto que permanecía sólido.

Pero en la Revolución Francesa, con las leyes religiosas abolidas al mismo tiempo que se trastocaban las civiles, el espíritu humano perdió por completo su equilibrio; no supo ni a qué atenerse ni dónde detenerse, y se vieron aparecer revolucionarios de una especie desconocida que llevaron la audacia hasta la locura, a los que ninguna novedad pudo sorprender, ningún escrúpulo frenar, y a los que la ejecución de ningún deseo hizo vacilar. Y no vaya a creerse que estos seres nuevos hayan sido la creación aislada y efímera de un momento, destinada a pasar con él; en efecto, llegaron a formar una raza que se ha perpetuado y expandido en todos los lugares civilizados de la tierra, conservando por doquier la misma fisonomía, las mismas pasiones, el mismo carácter. La encontramos en el mundo al nacer: la tenemos ante los ojos.


Tocqueville

5 comentarios:

Voltaire dijo...

Me pregunto si te habrás leido completo ese libro de Tocqueville. Yo lo he intentado un par de veces y no pe podido con ese ladrillo. Tampoco me he leido completas tus citas. Ese estilo de hacer historia ya no es legible sino para los que estan obligados: los historiadores.

Pero algunas cosas que lei no me gustaron y es natural: Tocqueville, hijos de un Conde de Luis XVI, racista, imperialista frances y partidario de la ley y el orden con cañones si es necesario, no pudo escribir otras cosas que las que escribió. Pero si alguien quiere conocer la historia norteamericana en el periodo que toca Tocqueville, hay muchos buenos historiadores en los cuales gastasr algo tan escaso como el tiempo. Pero al lado de cualquiera que se lea, no olviden que en el fondo toda historia nacional representa un cierto consenso que obliga a barrer ciertas verdades bajo la alfombra. Por eso recomiendo que junto a cualquier buena historia, se lea la de Howard Zinn "A People's History of the United States" . Es tendenciosa pero saca la basura debajo de la alfombra.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Hola, simbol.

Te debo una respuesta en el otro hilo.

Respecto a Tocqueville, no es la obra que crees. La culpa es mía porque nunca referencio las citas: Se trata de El Antiguo Régimen y la Revolución. Sin despreciar tus referencias bibliográficas, Tocqueville me parece un moderado en muchos sentidos, al menos a juzgar por lo poco que he leído de él hasta la fecha. Tampoco creo que sea mal historiador si doscientos años más tarde sigue en los estantes de los hombres de mundo.

Saludos.

Carlos Juan dijo...

La revolución francesa tan "adorada" por nuestra "progresía" de derechas e izquierdas, en realidad hizo retroceder la civilización decenas de años, además de traernos caos, guerra y destrucción y tiranos como Napoleón.
Y a cammbio, ¿qué?, los derechos del hombre ya asegurados por la civilización judeo cristiana, ¿el código napoleónico?.
Si ignoramos la religión en nuestras vidas los resultados están a la vista: caos, corrupción, pérdida de valores, etc.
No se trata de acabar con el estado laico sino aceptar que la religión también debe estar en el espacio público.
Un saludo

Carlos Juan dijo...

Quería también romper una pequeña lanza en favor de Tocqueville, creo que su libro "el antiguo régimen y la revolución" es francamente interesante, sin despreciar "Democracia en América", considero que es un autor que merece leerse.
Un saludo

HVN dijo...

Encuentro en este texto una frase que se adecúa muy bien al contexto actual y que debido a la cobardía, a cualquier contexto de esta magnitud que se haya dado y se dé:

"Los hombres que conservaban la antigua fe temieron ser los únicos en serle fieles, y asustándoles más el aislamiento que el error, se unieron a la multitud aun sin pensar como ella. Lo que aún no era más que el sentir de una parte de la nación pareció así la opinión de todos, pareciendo desde entonces irresistible aun a los ojos de quienes le dieron esa falsa apariencia."

Lo enlazo por supuesto con la frase anterior, que comenta que pasa esto en la religión y en el resto de campos. Como hable una multitud más alto que las demás. haciéndose parecer mayor así, tendrá a muchos apoyándoles que nisiquiera les crean