Pero, para que los hechos del Salvador concuerden con los anteriores vaticinios de los profetas, y la realidad de los hechos confirme lo que se había profetizado de Cristo, de forma que sus profetas sean hallados fieles, hay que tener en cuenta que esta antedicha paz de todos los cristianos y su concordia fraternal y convivencia unánime se nos mostró abiertamente en el santísimo nacimiento de Cristo; pues entonces había paz y concordia en el orbe entero bajo el poderoso y pacífico imperio universal de Roma, y por eso César Augusto, el emperador romano, mandó por decreto que se hiciera censo de todo el imperio, como relata el evangelio de Lucas:«Salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo» (Lc 2, 1); en lo que se daba a entender que entonces debía venir el rey de la paz y pacificar todo, cuando precisamente reinaba la paz. Pues este empadronamiento fue general para todo el imperio, y por eso se dice que fue el primero, como dice Ambrosio, porque, aunque se lea de otros censos anteriores, sin embargo fueron restringidos a ciertas personas, mientras que éste fue general para todos, y por ello resulta el primero porque antes no se había hecho ninguno igual.
Pues por esta paz política que hubo a la venida de Cristo, al estar sometidas todas las gentes bajo el imperio de los romanos, se representaba, como dicen comúnmente los santos doctore, la paz verdadera que Cristo principalmente procuraba, a saber, la paz de Cristo y de la Iglesia en medio de todos sus fieles, que tenía que consumar aquel que estaba naciendo, que consiste en la verdadera reconciliación con Dios y en la tranquilidad de conciencia de cada justo, porque «ninguna desgracia le sucede al justo» (Pr 12, 21); y después esta paz se le entregó indefectiblemente a su Iglesia y en ella se conserva por la concordia de todos los fieles y por su unión caritativa, que durará por entero hasta el juicio final. Por eso la recomienda encarecidamente el Apóstol a los fieles de Cristo que viven en la única santísima Iglesia: «Poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz...» (Ef 4, 3).
A ella, pues, le seguirá a diario a cada fiel que salga libremente de aquí y seguirá al final a la Iglesia universal entera la paz celestial de todos los ciudadanos del cielo absolutamente perfecta e inacabable, que igualmente nos consiguió Cristo y a la que tendemos cada día, a la que nos disponemos en la Iglesia con pasos ordenados y que nos guarda mientras aquí vivimos, y que es tan excelente que supera todo conocimiento, como dice el Apóstol: «Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 7).
Esta paz tan insólita que tenía que manifestarse y difundirse en el santísimo nacimiento de Cristo, ya políticamente como correspondía a la imagen de la paz verdadera, ya espiritualmente, como Cristo tenía que hacerla en la Iglesia de los fieles, como ya se dijo, había sido profetizada desde mucho tiempo antes, como se encuentra en Isaías, donde, después de decir sobre la Iglesia militante que Cristo consagró al Señor sobre el monte Sión: «Sucederá al fin de los días que el monte de la Casa de Yahvéh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos...» (Is 2, 2-3), añade a continuación: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación...» (Is 2, 4). Y todo esto no solamente se cumplió espiritualmente con la venida de Cristo en la Iglesia respecto a la verdadera e íntegra paz que él realizó en ella, sino también políticamente en aquella paz humana de la que se dijo que era imagen de esa otra.
Y esto según el modo de hablar que observa el profeta, tal como hubiera de explicarse si fuese necesario para el actual tema.
Sobre la paz de la Iglesia que habrán de guardar en concordia y unanimidad todos los fieles de Cristo que permanecen en ella, dice el salmo 72: «En sus días florecerá la justicia, y dilatada paz hasta que no haya luna» (Sal 72, 7). Pero el que florezca la justicia en los días de Cristo es decir que debía revelarse la fe católica y difundirse claramente a todo el género humano, que se denomina por antonomasia justicia porque solamente ella contiene la verdadera justicia correctamente significada mediante la descripción citada; ya que precisamente por eso fue por lo que el emperador Augusto ordenó que se empadronase todo el mundo, como afirman los doctores, para que, conociendo el número de los habitantes de cualquier país sometido al imperio romano, supiese cuánto y qué tributos habría que imponer a cada uno según la recta justicia, para que los recaudadores no les sacasen más de lo que era debido, ni los subditos contribuyentes aportasen menos de lo que les correspondía; y con ello Roma, de acuerdo a tales tributos, mantuviese el ejército proporcionado, y no mayor ni menor, para no gravar a los subditos ni defraudar al tal ejército, y para que no languideciese su poderío y su gloria ni fraudulentamente los tributos fuesen a parar a otros usos indebidos.
También la abundancia de paz en los días de Cristo tenía que florecer del modo que antes se dijo, esto es, en el corazón de cada verdadero fiel y en la Iglesia católica entera congregada para ello sin diferencias y en unanimidad de todas las gentes, y en la gloria futura de los bienaventurados, ya existente. Pero esta paz excelente y verdadera concordia de la Iglesia militante ha de durar hasta que no haya luna, que es lo mismo que decir hasta que acabe la actual Iglesia, que, cual otra luna en la oscurísima noche así resplandece ella en las tinieblas de este oscuro mundo, iluminada incesante y maravillosamente por el verdadero sol de justicia, por la que, el que es la luz verdadera, ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9); o también: hasta que no haya luna, es decir, hasta que se termine esta vida actual, cuando ya cesó el moverse de las estrellas y puede decirse que ya tampoco hay luna. Y así concuerda bien con ésta otra frase del profeta en que dice de Cristo: «Grande es su señorío y la paz no tendrá fin...» (Is 9, 6). Y esto es porque en esta vida no tendrá fin esta paz de la Iglesia, y después de esta vida tampoco puede decirse propiamente que se acaba sin más, porque le sucede otra paz mejor que ha de durar para siempre, como se ha dicho.
Y así se llega a la conclusión en nuestro tema de que nuestro Redentor quiso nacer en un tiempo pacífico para mostrar simbólicamente al nacer así la paz de la Iglesia en todos sus fieles, que venía a concederle, y cumplir ya en el comienzo de su santísimo nacimiento los anuncios proféticos de esta maravillosa abundancia de paz; por lo que Beda, confirmando lo dicho, expone a este respecto: «Nace en un momento pacificado de la historia, porque enseñó a buscar la paz y se digna visitar a los que procuran la paz; pues no pudo haber mayor indicio de paz que el abarcar en un empadronamiento a todo el orbe, cuyo gobernador. Augusto, reinó en tal paz durante doce años por los tiempos de la Natividad del Señor que, cesando las guerras en todo el orbe, muestra haber cumplido a la letra el presagio profético».
Pues esta paz de Cristo y de la Iglesia dada a conocer a los fieles, como se ha dicho, fue reconciliación plenísima entre Dios y el género humano, asociación agradable a la vez de los hombres y de los ángeles y amistosa y pacífica alianza en unánime y equitativa concordia dentro de la única santa Iglesia entre aquellos dos pueblos que tan divididos estaban antes: los judíos y los gentiles; por lo que, al nacer el Señor, enseguida apareció un ángel que venía del cielo anunciando amistosamente a los hombres este gozo inestimable e insólito, con el que «se juntó una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (Le 2, 13-14); pues mediante los ángeles que proclaman la gloria de Dios y el gozo familiar entre él y los hombres, y la paz en todos los hombres en que él se complace, o sea, en los fieles de Cristo, se significa la triple paz y concordia dichas. Por lo que Cirilo, comentando lo de: y en la tierra paz a los hombres, etc., dice al propósito: «Pues esta paz la hizo Cristo: nos reconcilió por sí con nuestro Dios y Padre sacando de en medio la culpa que nos enemistaba, pacificó los dos pueblos en un solo hombre y juntó en un rebaño a los moradores del cielo y de la tierra».
Pero hay que seguir considerando para redondear del todo el tema presente que en su santísimo nacimiento no sólo mostró que pronto iba a hacer tal paz entre los dos pueblos, sino que también comenzó a realizarla enseguida, y en cierta forma ya los unió en sí mismo, pues trajo a los pastores, que eran del pueblo judío (como está en el evangelio de Lucas, 2, 8-17), y a los magos, del pueblo de los gentiles (como está en el evangelio de Mateo, 2, 1-12); y a unos y otros llamó de modo extraordinario y los trajo para que lo adorasen y reconociesen como Dios y hombre, y así ya los reunió en sí mismo en una cierta alianza de paz. Y no deja de ser un misterio admirable de tan grande y tan igual pacificación el que no quisiera atraer a sí en llamamiento de paz a cualesquiera de ambos pueblos, sino a los que de ambos significasen que tenían que ser jefes, es decir, a los pastores y a los reyes, para que estos sembradores de cizaña con que altercamos, que pretenden que uno de estos pueblos tenga que ser el que presida y el otro el que se someta, queden ya convencidos desde el comienzo de su gloriosísimo nacimiento, al unirlos así en condiciones iguales; pues por los pastores se simbolizan los rectores y prelados de la Iglesia, como claramente exponen los santos, a los que ya Cristo comenzaba a constituirlos pastores que velasen por su rebaño y verdaderos presidentes de sus fieles dentro de la Iglesia. Por lo que san Ambrosio, en la homilía sobre lo que dice Lucas de que: «Había en la misma comarca algunos pastores, que dormían al raso y vigilaban», etc., dice así: «Ved el comienzo de la Iglesia que nace: nace Cristo y los pastores se ponen a velar, los que congregarían los rebaños de los gentiles, que antes vivían al modo de animales, en el aprisco del Señor, para que no sufriesen los ataques de las fieras espirituales en las densas tinieblas de las noches; y bien vigilan los pastores conformados según el buen pastor. Y así la grey es el pueblo, la noche este mundo, los pastores los sacerdotes».
Pues se inició esta paz fraterna y concordia del todo igual y perfecta en todas y por todas las cosas, según lo que antes se dijo, entre los judíos y gentiles que debían recibir la fe de Cristo hasta el fin del mundo, y ello mediante el mismo nuestro Señor Jesucristo, que se nos dio como niño y que ya se mostraba piedra angular de estos dos pueblos, fundamentándolos sobre sí mismo en paridad total de gracia; por lo que san Agustín confirma todo esto en el sermón de Epifanía, diciendo: «Hace poco hemos celebrado el día en que el Señor nació de los judíos; hoy celebramos el día en que los gentiles lo adoraron, porque la salvación viene de los judíos, pero esa salvación va hasta los confines de la tierra; pues aquel día adoraron los pastores, hoy los magos; a ellos se lo anunció el ángel, a éstos, empero, la estrella: ambos fueron instruidos del cielo por ver en la tierra al rey del cielo, para que fuese la gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en buena voluntad. Pues él es nuestra paz que hizo uno de ambos; este niño nacido y anunciado se muestra ya aquella piedra angular: ya en los primeros momentos de su natividad se manifestó uniendo en sí dos muros divergentes; ya comenzó a atraer los pastores de Judea, los magos del oriente, para de los dos crear en sí un único hombre, dando la paz a los que estaban lejos y la paz a los que estaban cerca, etc.».
Presten atención, pues, los que no se dan cuenta de lo que se ha dicho, de no nublar el serenísimo nacimiento del niño Jesús, lo que Dios no quiera, ni perturbar impíos la concordia y paz por él iniciadas hasta los confines de la tierra, ni retirar el gozo de la paz anunciada por los ángeles a los fieles de Cristo; y con ello sientan turbación junto con Herodes por Cristo nacido, envidiando con sentimientos humanos su regia majestad con devoción equivocada o simulada, y así, imitando a Herodes, acaben matando a los niños de Cristo, que mandó que los dejasen llegar a junto de él, de forma que ellos solos invadan su reino. Ya que si están decididos a hacerlo con insistente desprecio, no llegarán a realizarlo, porque esta obra contra la que luchan no es de los hombres, sino de Dios, y por eso no podrán deshacerla, y no sea que quizás se encuentren luchando contra Dios, como se dice en los Hechos de los Apóstoles (Cf. Hch 5, 38-39).
Alonso de Oropesa
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