jueves, 14 de octubre de 2010

Distopías




La necesidad orwelliana de reeducar al vulgo sólo es sentida por los ideólogos de la democracia. Los talantes más conservadores se conforman con contenerlo en los límites de la sensatez y el orden, lo cual pasa por negar su soberanía y, por ende, su sabiduría y autotutela intelectual.

El demócrata cree que el pueblo ha de estar a la altura de su propio arquetipo, por lo que confiere al poder público una facultad omnímoda para reformarlo y amoldarlo según determinadas expectativas. Paradójicamente, el Estado democrático acaba descubriendo en la instrucción de los ciudadanos una facultad de control mucho mayor que la que el déspota obtenía de la ignorancia de los súbditos. Y así, el gobierno que menos debía injerirse en la vida de sus administrados es el más insolente celador de su conciencia; al tiempo que la república que más debía estar sujeta al constante escrutinio de sus miembros pende del ligero azar de cómo sea concebido el ideal de la educación por parte de la elite dirigente.

Lo que sostenía de los gobernantes el sofista Trasímaco, a saber, que sólo procuran por su interés, es más cierto en democracia que en cualquier otro régimen, ya que incluso los ideales están sujetos a definición por la potestad política, en lugar de ser ésta el medio para realizarlos. Es distópico, pues, que lo racional, que es perseguir un fin fijo con medios variables, se invierta para justificar un sistema de gobierno en el que fines variables son perseguidos con medios fijos.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

NO

La mejor prueba a favor del régimen democrático es la historia. Es un simple cálculo de número de muertes.

En un régimen democrático, al menos, el gobernante ha de tomarse la molestia de engañar a sus ciudadanos para hacerles ver que es bien común lo que sólo a él le beneficia. En cualquier otro tipo de sistema, el gobernador no tiene que hacer ni eso.

Un pueblo educado se ganará la tutela de sí mismo al estar educado. Ilustración y democracia han de ir de la mano. Y, en este sentido, habrá que educar a los ciudadanos en la crítica, es decir, para ser ingobernables. Esta es la auténtica educación democrática y no, evidentemente, la ideológica.

Pero entonces, si la democracia está tan mal y el pueblo es tan incapaz... ¿para qué una educación pública? ¿para qué tantos esfuerzos en esa línea? ¿Por qué no sólo pan y circo para la plebe?

Y si no hay democracia... ¿qué sistema propones?

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Lee a Maquiavelo: el engaño es propio de todos los sistemas de gobierno, y no lo necesita menos el déspota que el tribuno.

Creo en la reforma del hombre, pero no en la ilustración del pueblo. El común de los mortales tiende a la bajeza y al embrutecimiento, por lo que el poder jamás renunciará a explotar en su favor esta debilidad. En democracia, puesto que el ciudadano es agente político, dicha explotación se torna opresiva y bordea los límites del autoritarismo.

No propongo sistemas alternativos como soluciones universales. La democracia liberal puede ser buena en muchos casos, pero sin duda no lo es siempre ni para siempre.

Anónimo dijo...

¿cómo reformar al hombre sin educarlo?

Unknown dijo...

Absolutamente de acuerdo con la reflexión. Aquí en España, por ejemplo,la democracia no existe, es una partitocracia que coincide totalmente con lo reflejado.
En lo único que discrepo es en el 2º párrafo..."El demócrata..." ¿quien quiere ser demócrata -de verdad-, cuando obtiene una parcela de poder?
estoy con Trasímaco.
Prefiero la aristocracia con mucho a la democracia, que es perversa porque deviene en una falsedad enmascaradora, con la finalidad en intereses personales o de partido y del control de sus súbditos.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

VonNeuman,

La reforma del hombre y su integridad moral son los bueyes que han de tirar del carro de cualquier sistema político, no al revés. No hay un fármaco político universal que administrar a todo enfermo. Cuando la ideología se arroga el papel redentor de la religión, suplantándola, miente y fracasa.

El progresismo consiste en creer que una sociedad acomplejada, escéptica, cínica, hedonista y partidaria del egoísmo privado antes que del amor por lo público es mejor, porque es “más crítica”, que una sociedad orgullosa, fiel a la tradición, honrada en sus principios, estricta en sus costumbres y sacrificada por el bien común.

Son humo los fines virtuosos en sociedades viciosas. La democracia en nada favorecía a los esclavos de Atenas o a los de Estados Unidos. La democracia no ha supuesto prosperidad para las ex-colonias africanas, sino corrupción y miseria. La democracia ha justificado invasiones en Oriente Medio y ha motivado guerras todavía no extinguidas. La democracia abrió las puertas al partido nazi y lo toleró en Europa hasta que fue demasiado tarde. La democracia permite y fomenta el aborto.

¿A qué, pues, tantas ínfulas? ¿Vas a imputar por mérito a los regímenes democráticos todo el progreso acumulado a lo largo de los siglos por la civilización, desde el agua corriente hasta la penicilina? ¿Acaso es la democracia el fin de la Historia y el océano en el que todos los ríos humanos han de desembocar? Me pides alternativas. Te respondo que cualquiera me sirve, salvo la tiranía. ¿O piensas tal vez que hay regímenes malos en sí, sin atención a las circunstancias?

En la época floreciente de Roma hubo un equilibrio de poderes que inspiró a Montesquieu lo mejor de su obra. Roma, sin embargo, jamás fue democrática en el sentido jacobino. Ello no le impidió ostentar el imperio más grandioso que ha conocido el hombre, por el que gran parte del mundo entonces conocido pasó de la barbarie más abyecta y tribal a un grado de refinamiento no repetido hasta el siglo XX.

Los servicios asistenciales nacen de las ruinas del Imperio con el cristianismo, que no es democrático. Las universidades son también fruto de la Cristiandad feudal y postfeudal, y en ellas se empieza a comentar la jurisprudencia de una antigua sociedad esclavista, compilada por un emperador cristiano, hechos notables todos ellos que sientan las bases de los ordenamientos modernos. Más tarde, en tiempo de monarquías absolutas, se postula el derecho internacional como doctrina filosófica de cariz iusnaturalista, logro del que tanto se enorgullecen hoy iuspositivistas como tú. Y al cabo, tras la Reforma y la Contrarreforma, en Westfalia, se conquista en gran medida la libertad de conciencia de la que escuchamos blasonar a los ateos, como si hubieran tenido algo que ver con ella. Paso por alto que el mejor arte, la mejor música y la mejor literatura han de buscarse entonces y no ahora.

En fin, ¿qué es este progreso que todos apreciamos sino las rentas de un pasado glorioso, que lo contuvo en germen? Y, por otro lado, ¿qué futuro legarán nuestras democracias liberales, ya escleróticas, a quienes vengan tras nosotros? Esto es algo sobre lo que sólo nos es dado especular. Y, a la vista del presente, las perspectivas no son halagüeñas.