miércoles, 11 de septiembre de 2024


Dios no puede ser el substrato de ninguna cualidad, ya que, si así fuera, sería compuesto, como el inteligente es el substrato de su inteligencia y el hablante lo es de su habla. Es así que, si el inteligente es al mismo tiempo hablante, el que es inteligente y hablante es superior a la inteligencia y al habla, ya que la inteligencia puede inteligir pero no hablar, y el habla puede hablar pero no inteligir, mientras que el substrato de ambas puede las dos. Por lo que, si Dios todo lo puede, debe ser superior a cada una de sus acciones y el substrato de todas ellas, lo que conlleva hacer de Dios algo múltiple, a no ser que se pretenda que todas sus acciones son una sola, y que el inteligir es en Dios lo mismo que el hablar. Pero, por esta razón, deberá decirse también que el crear es en Dios lo mismo que el destruir, y el salvar lo mismo que el condenar, lo que es absurdo. En consecuencia, es evidente que un Dios que lo obre todo y sea superior a cada una de sus acciones será su substrato y será múltiple.

Asimismo, Dios no puede ser pasivo, sino que es eternamente activo, es decir, es siempre inteligente, hablante y todo lo demás. Por tanto, si el obrar de Dios conlleva su multiplicidad, Dios será eternamente múltiple. Pero esto debe rechazarse, dado que Dios es el único necesario, y no podría serlo si fuera múltiple y hubiera en Él división.

Para evitar atribuir multiplicidad a Dios debemos excluir que Dios sea objeto de su propio obrar, pues ya hemos visto que o bien lo haremos igual a cada una de sus acciones e inferior a todas ellas tomadas en su conjunto, lo que es ilógico, ya que emanan de Él, o bien tendremos que concebirlo como substrato y múltiple. Para mantener su unicidad, afirmaremos, entonces, que Dios siempre obra en otro. Y, así, su obrar, si es eterno, es un engendrar otro igual; y, si es temporal, es un crear otro inferior. Pues, por la misma razón que el ser contingente existe y obra siempre en sí y por otro, el ser necesario existe y obra siempre por sí y en otro. Aquél obra en sucesión temporal, y obrando -aunque no sea su propio objeto- se actualiza; éste obra indivisamente, sin experimentar cambio alguno.

Nadie duda que, cuando Dios obra en el tiempo, su obrar necesariamente aumenta con el tiempo, ya que sostiene a su creación, y sosteniéndola la prolonga, dada la finitud de ésta. Ahora bien, cuando Dios obra eternamente en otro, su obrar no es susceptible de aumento y disminución, en tanto la eternidad se da toda a la vez. Luego, cuando Dios engendra en la eternidad, da lugar a aquello que ni aumenta ni disminuye y es, como Él, infinito. Por tanto, Dios da lugar a Dios sin ser por ello múltiple o divisible, toda vez que engendra antes de todo tiempo y sin materia.

Por ello, ha de afirmarse que el Padre obra en el Hijo, engendrándolo; el Hijo obra en el Padre, reflejándolo; y el Espíritu Santo obra en ambos, uniéndolos. Asimismo, que la Trinidad obra en el mundo, creándolo y sustentándolo. De esta manera, Dios siempre obra en otro.

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