Vox populi, vox Dei. Cuán incierta y cuán falaz es esta regla, cuántos males produce, y con cuánto espíritu de partido y crueldad de intención este fatal proverbio ha sido diseminado entre las gentes, es cosa que hemos aprendido gracias a la más triste lección. Ciertamente, si escuchásemos lo que dice esa voz como si ella fuera el heraldo de la ley divina, apenas si podríamos creer que hay un Dios. Pues ¿hay algo tan abominable, tan malvado, tan contrario a todo derecho y a toda ley, que el consenso general o, por mejor decirlo, que la conspiración de una muchedumbre no defienda de cuando en cuando? Hasta el día de hoy hemos oído del saqueo de templos divinos, de audacia e inmoralidad acendradas, de leyes violadas, de derrocamientos de reinos. Y de seguro, si esta voz fuera la voz de Dios, sería exactamente lo opuesto de aquel primer Fiat por el que Él creó esta elegante estructura y la edujo de la nada. Tampoco habla jamás Dios a los hombres de esta manera -a menos que desease sepultarlo todo nuevamente en la confusión y reducirlo a un estado de caos-. En vano, por tanto, deberíamos buscar los dictados de la razón y los decretos de la naturaleza en el consenso de los hombres.
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Primeramente, por tanto, decimos que, en lo concerniente a un consenso en cuestiones de moral y costumbres, ello no prueba en modo alguno la existencia de una ley de la naturaleza. Pues si lo que es justo y legal tuviera que ser determinado por la manera en que viven los hombres, la rectitud e integridad moral no serían apreciadas. ¿Qué inmoralidad no sería permitida, e incluso inevitable, si la ley nos fuese dada por el ejemplo de la mayoría? ¿A qué infamias, villanías y toda clase de cosas vergonzosas no nos arrastraría la ley de la naturaleza si hubiésemos de seguir el camino que la mayoría de la gente sigue? ¿Es que son pocos, entre las naciones civilizadas, educadas según leyes específicas que han sido por todos reconocidas como obligatorias, los que por su estilo de vida indican que están dando su aprobación a los vicios y muy a menudo, por su mal ejemplo, llevan a otros por el mal camino, cuyas faltas no podrían enumerarse? Es un hecho que ahora toda clase de mal ha crecido entre los hombres y se ha extendido por el mundo, afectando a todas las cosas. Ya en el pasado, los seres humanos mostraron un especial talento en la corrupción de las costumbres, e incurrieron en tal variedad de vicios, que no dejaron ninguno para que lo inventase o añadiese la posteridad; y hoy es imposible cometer cualquier crimen imaginable del que no tengamos ya un ejemplo. Si alguien quisiera juzgar la rectitud moral basándose en el consenso de los hombres acerca de sus acciones, y a partir de ahí inferir una ley de la naturaleza, no haría otra cosa que estar esforzándose en ser un insensato conforme a razón. Que se sepa, nadie, por tanto, ha intentado basar una ley de la naturaleza en este desafortunado consenso entre los hombres. Puede decirse, sin embargo, que la ley de la naturaleza ha de inferirse, no de la conducta de los hombres, sino de sus pensamientos. Hemos de indagar, no en las vidas de los seres humanos, sino en sus almas; pues es ahí donde los preceptos de la naturaleza están impresos y donde residen las reglas de moral, junto con esos principios que no pueden ser corrompidos por la conducta de los hombres. Y como estos principios son los mismos para todos y cada uno de nosotros, no pueden tener más autor que Dios y la naturaleza.
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Pero si quisiéramos pasar revista a todos los géneros de vicios y virtudes, y nadie duda que en esta clasificación consiste la ley de la naturaleza, fácilmente se echará de ver que no hay ningún vicio o virtud sobre el que los hombres no se formen opiniones diferentes, apoyados por la autoridad y la costumbre. De tal manera es ello así, que, si el consenso de los hombres se tomase como regla de la moralidad, no habría en absoluto una ley de la naturaleza, o ésta variaría de lugar a lugar: una cosa sería moralmente buena en un sitio, y mala en otro; y los vicios mismos se convertirían en deberes.
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En segundo lugar, decimos que si existiera entre los hombres un consenso unánime y universal acerca de una opinión, tal consenso no probaría que esa opinión es una ley de la naturaleza. Pues, ciertamente, cada persona tiene que inferir la ley de la naturaleza partiendo de los primeros principios naturales, no de la creencia de otra persona. Además, un tal consenso puede ser acerca de algo que en absoluto constituye una ley de la naturaleza. Por ejemplo, si entre todos los hombres se valora más el oro que el plomo, de ello no se sigue que esto haya sido decretado por una ley natural. Si todos los hombres, siguiendo la práctica de los persas, dejasen que los cadáveres humanos fuesen devorados por los perros, o, imitando a los griegos, los quemaran, esto no probaría que cualquiera de dichas prácticas es una ley de la naturaleza que obliga a los hombres; pues un acuerdo general de este tipo en modo alguno es suficiente para crear una obligación. Admito que un consenso así puede ser indicación de que hay una ley de la naturaleza; pero no llegaría a probar su existencia. Quizá pudiera hacerme creer con mayor vehemencia, pero no me permitiría conocer con mayor certeza que tal consenso es una ley de la naturaleza. Pues nunca sabré con seguridad si esta opinión es la opinión de cada individuo. Ello sería una cuestión de creencia, no de conocimiento. Pues si yo descubro que tal opinión se da en mi propia mente antes de reconocer el hecho de que hay un consenso general, entonces el conocimiento del consenso no me probará lo que yo ya sabía a partir de principios naturales; y si no puedo estar seguro de que es realmente mi propia opinión hasta haber comprobado que se da un tal consenso entre los hombres, entonces también podría razonablemente dudar de si ésta es la opinión de otros; pues es imposible sugerir una razón de por qué a todos los demás hombres les fuera concedido por naturaleza algo que yo noto que me falta. Y esa gente que piensa igual tampoco puede saber que algo es bueno porque todos lo piensan así; más bien piensan así porque, a partir de principios naturales, saben que algo es bueno. El conocimiento precede al consenso. De otro modo, una misma cosa sería al mismo tiempo causa y efecto, y el consenso de todos daría lugar al consenso de todos, lo cual es obviamente absurdo.
Locke
1 comentario:
No pensé que Locke tuviera unas páginas tan desdeñosas hacia el consenso popular. Pero una cosa si que me dejó patidifuso: ¿Usó Locke la expresión "estilo de vida" o fue una libertad del traductor? Lo digo porque la tal expresión (que... ¡sí, es verdad! me cae pesada, lo admito) se deriva de Nietzsche, y es por influencia de él que hoy la usamos, especialmente en Estados Unidos (hasta los años sesenta se oía hablar de "way of life" y ahora es "lifestyle", tan popular, que hasta hay una marca de condones -buenos, por cierto- que se llama así: "lifestyles"). ¿Por qué me cae pesada? Les digo a mis estudiantes: "Una cabra, una ballena, un caballo, tienen un modo de vivir, no un 'estilo de vida'." Es como si los actos naturales fueran arbitrarios.
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