viernes, 18 de diciembre de 2009

Un argumento antidemocrático


En las Cortes Generales se conjuntan tendencias políticas opuestas que, tras las debidas deliberaciones y votaciones, llegan a plasmar una voluntad común y coherente consigo misma. Pues bien, el pueblo nunca decide de esta manera en las democracias representativas. Los resultados de sus actos volitivos son siempre inarmónicos, porque expresa la pluralidad sin resolverla. Conduce al poder simultáneamente a partidos que defienden programas incompatibles. Así, si hay muchas voluntades y ningún acuerdo que las comprenda a todas, no es correcto decir que el pueblo ha decidido tras concluir una elección. Sólo ha asentido a que otros decidan por él, sin saber quiénes serán, lo que a duras penas puede llamarse decisión, y todavía menos decisión soberana.

Decidir, en el lenguaje habitual, significa llegar en un momento particular a una determinación, no a muchas mutuamente excluyentes. Si el pueblo puede elegir, es porque las opciones elegibles se excluyen unas a otras, pues de lo contrario más valdría gobernar en coalición perpetua. Y si elige a los representantes de una cámara plural, forzosamente tomará una decisión contradictoria consigo misma. Por tanto, salvo que cambiemos el significado de las palabras, una decisión así no puede ser considerada tal. Es más bien un asentimiento a la decisión ajena en función de una regla de proporcionalidad entre el número de asentimientos y el número de cargos decisorios.

Ergo, si el pueblo no decide, el pueblo no es soberano.

4 comentarios:

HVN dijo...

Tienes mucha razón en lo que aquí comentas Irichc, pero como ya comenté en otra de tus entradas, yo creo que el problema va más allá.

El problema radica en el mismo pueblo, el cual, se dice soberano o poderoso, careciendo tanto de sabiduría como de responsabilidad para ejercer ese poder. Así, en el sistema democrático el voto no lo suele hacer la razón sino el sentimiento, pero el sentimiento inducido muchas veces en la confrontación y el odio. Y esa pasión no puede ser la que determine quién represente al pueblo.

Por ejemplo, si en una determinada cultura es costumbre rechazar todo lo que tiene que ver con el extranjero (inmigración, exportaciones, importaciones...) debido a la xenofobia, llegando a ser ese uno de sus valores, está claro que a la hora de elegir el representante se descartará la razón y se elegirá a aquel que sea afín a este pensamiento y no a aquel otro que intente abrir fronteras con el objetivo de enriquecer y mejorar el desarrollo de ese colectivo.

Y es lo que pasa en esta sociedad, se están imponiendo determinados valore o desvalores, que hace que la corriente, lejos de razonar, los asuma y haga propios y en consecuencia elija al que los representa.

Por eso me parece a mí que la democracia en sí está corrupta, obsoleta ya que no hay la formación necesaria en las personas como para ser capaces de hacer juicios valorativos de las circunstancias que les rodean.

Y en mi opinión, se debería mejorar esto y a simple vista hay dos grandes formas, cambiar el sistema de elección de representantes o dar una formación más exigente y rica.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

"Más Estados han perecido por la depravación de las costumbres que por la violación de las leyes", escribió Montesquieu. La Alemania nazi es el ejemplo más a mano (no pereció como Estado, pero no faltó gran cosa). La URSS es otro, por no salir del siglo XX. Cualquier país que permita la independencia de parte de su territorio es un país débil y degenerado. "E converso", todos los que aceptan anexionarse voluntariamente a una nación mayor suelen ser también países que han perdido su papel en la historia. Quisiera equivocarme, pero España va por un camino similar, esto es, el de convertirse en una mísera provincia de Europa, o en un lugar de paso entre ésta y África.

No creo que la democracia sea reformable más de lo que ya la ha reformado el constitucionalismo moderno. La democracia directa me parece por lo demás una distopía y algo que muy pocos desean. Hay que aceptar que no todas las épocas ni todos los entornos son propicios al rendimiento óptimo de regímenes democráticos, como mencioné de pasada en otro escrito. Y, en concreto, hay que rechazar la idea de un progreso político unidireccional y acumulativo con puntos de no retorno. En la historia nada se repite, pero todo es reversible, y en ocasiones lo es para mejor, pues rectificar es de sabios. No se conseguirá salir del atolladero sin una mayor importancia de la religión, que debe recuperar el protagonismo perdido. La Iglesia, por su poder e influencia, fue la artífice principal de que una sociedad en ruinas tras la caída del Imperio sobreviviera a las invasiones, consolidara una razonable libertad burguesa, anduviese a la cabeza del progreso científico y alcanzara una unidad espiritual que no se encuentra en Asia ni en ningún otro lugar del mundo fuera de las fronteras de un determinado país. Sólo la autoridad superior, y por decirlo así, genética de los antepasados puede reconducir el tiempo presente, aprisionado entre la Escila de la teocracia y la Caribdis de la anarquía. Los logros de Europa son en buena parte los de la Iglesia, y viceversa. La Cristiandad o Europa, decía Novalis. Fueron sinónimos durante mucho tiempo, marca indeleble de nuestra excepcionalidad.

Si logramos abandonar la absurda idea de que aquello que no pase por "la decisión del pueblo" es tiránico (con mayor motivo si tal "decisión" no existe en realidad), tendremos la cura de humildad necesaria para una regeneración moral. De lo contrario nosotros mismos nos daremos muerte.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Al cabo, son muchas falsas concepciones históricas las que habrá que desterrar de nuestra mitología política para salir del paso. La primera es que heredamos el concepto de democracia del paganismo y de la cultura grecolatina, sin más, en lugar de ser una reliquia histórica de un periodo de la historia de Atenas. Una democracia esclavista, para mayores señas. Esta especie de arquetipo colectivo oculta que nada hay en el paganismo que conduzca a una ideología igualitaria, como demuestra abrumadoramente la historia de las culturas paganas. Ni siquiera en Occidente. El entrañable Homero era un elitista extremo, amén de misógino.

La igualdad del género humano es el meollo de la revelación cristiana y uno de los exponentes de su triunfo. La libertad de conciencia se alcanzó también entre cristianos, siendo una reivindicación sostenida por buena parte de humanistas tras la Reforma. Voltaire era un caricato anticlerical que vivió de rentas, como todo su siglo. Los hitos principales ya estaban marcados cuando él empezó a escribir: Suárez, Grocio, Locke, Pufendorf, entre otros. Ninguno de ellos fue demócrata, y todos fueron cristianos. Por centrarnos sólo en lo estrictamente jurídico, debemos a la civilización cristiana la pervivencia del Derecho romano, compilado por el emperador Justiniano, así como su estudio y difusión durante el Renacimiento. Sin él Occidente no sería lo que es. También se le debe la doctrina iusnaturalista, enormemente desarrollada durante la Ilustración.

¿Qué nos han legado sus enemigos, apóstoles del resentimiento y agentes del odio? La lucha de clases, la discriminación positiva, los sistemas piramidales. Los vicios principales del Antiguo Régimen, si observamos sólo su última fase en Europa central (lo cual ya es un sesgo considerable), fueron la dispersión normativa, el desconocimiento del Derecho por los magistrados, la arbitrariedad procesal, el deficiente aprovechamiento de las tierras y los excesivos gravámenes del sistema tributario. Pero los revolucionarios franceses -de quienes los comunistas son continuadores ideológicos- aprovecharon la coyuntura de crisis para cuestionar la legitimidad misma del poder soberano y extender su demagogia igualitarista.

¿Qué les debemos? La única libertad que instauraron, y que era hasta la fecha inaudita, fue la libertad de prensa, pero sólo en la medida en que fue un elemento indispensable de agitación para fines sediciosos y no fueron capaces de ahogarla después. Por otro lado, sus primeras y más importantes acciones para asegurar la libertad religiosa en un país eminentemente católico consistieron en perseguir sacerdotes y castigar o ridiculizar la devoción. La libertad que alzaron por bandera era sólo otro nombre para la ley del más fuerte, y la Iglesia hizo muy bien en atacarla.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Esto ha quedado tan largo que mejor refundo materiales y hago un nuevo escrito.