domingo, 29 de noviembre de 2009

El paganismo cristiano-I




Hay que compartir, pues, los bienes con todos los hombres, pero con los buenos de forma más liberal, y con los faltos de recursos y los pobres lo que baste para su necesidad; yo afirmaría incluso, aunque diga una paradoja, que sería santo hacer partícipes de vestidos y alimentos también a los enemigos, porque damos al ser humano y no a un carácter determinado.

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El que quiere sacrificar a Zeus hospitalario, ¿cómo va a su templo, con qué conciencia, si se olvida de que

"en efecto, de Zeus son todos los mendigos y extranjeros, ración pequeña, pero querida" (Od. XIV, 57)?

¿Cómo el que venera al Zeus de la Camaradería, viendo a sus vecinos necesitados de dinero y sin hacerles partícipes siquiera de una dracma, cree que venera rectamente a Zeus?

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Porque todo hombre es para el hombre, quiera o no quiera, un familiar, ya sea, como dicen algunos, porque todos venimos de un solo hombre y una sola mujer, ya sea que de cualquier otra forma nos hayan colocado los dioses a un tiempo junto con el mundo desde el origen, no a un solo hombre y a una sola mujer, sino a muchos hombres y mujeres a un tiempo. (...)

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Partiendo cada uno de nosotros de tales costumbres y disposiciones, la piedad hacia los dioses, la bondad hacia los hombres, la pureza del cuerpo, cúmplanse los actos de piedad intentando siempre pensar piadosamente acerca de los dioses y mirando sus templos e imágenes con cierta consideración y santidad, venerándolos como si viese a los dioses presentes.

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Conviene adorar no sólo las imágenes de los dioses, sino también sus templos, recintos y altares. Es lógico también honrar a los sacerdotes, como ministros y servidores de los dioses, que cumplen para nosotros los oficios de los dioses ayudando a la dosis de bienes que los dioses nos otorgan, pues sacrifican y suplican en nombre de todos. Es justo, pues, retribuir a todos ellos honores no menores, si es que no mayores, que los magistrados civiles.

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Debemos comenzar por la piedad hacia los dioses. Así, conviene que oficiemos a los dioses en la idea de que están presentes y nos ven sin ser vistos por nosotros y de que extienden su vista, más poderosa que cualquier resplandor, hasta nuestros más ocultos pensamientos.

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En todo caso, ¿no levantará también nuestras almas de las tinieblas y del Tártaro si nos acercamos a él con piedad? Porque también conoce a los que están encerrados en el Tártaro, pues ni siquiera eso cae fuera del poder de los dioses, y promete a los piadosos el Olimpo en lugar del Tártaro. Por ello, es preciso atenerse sobre todo a las obras de la piedad, acercándonos a los dioses con veneración, sin decir ni oír nada vergonzoso.

Es preciso que los sacerdotes estén limpios no sólo de obras impuras y de impúdicas acciones, sino también de decir o escuchar palabras semejantes. Debemos rechazar en consecuencia todas las bromas pesadas, toda conversación impúdica. Y para que puedas saber lo que quiero decir, que cualquier persona dedicada al sacerdocio no lea ni a Arquíloco, ni a Hiponacte, ni a ningún otro de los escritores semejantes. Declínese también todo aquello de la antigua comedia, que es del mismo género, y mejor, toda ella. La filosofía es lo único que puede convenirnos (...), los que ponen al frente de su educación a los dioses como guías, como Pitágoras, Platón, Aristóteles y los de la escuela de Crisipo y Zenón. No hay que prestar atención ni a todos ni a las doctrinas de todos, sino sólo a aquéllos y a aquellas doctrinas creadoras de piedad y que sobre los dioses enseñan, en primer lugar, que existen y, después, que atienden con su providencia los asuntos de aquí (...).

Nos convendría leer obras de historia, cuantas fueron escritas sobre hechos reales, pero aquellas que son ficciones narradas en forma de historia por los antiguos debemos rechazarlas, como las de temática erótica y, en una palabra, todas las semejantes. Pues de la misma manera que no todo camino se adapta a los consagrados al sacerdocio, sino que también hay que clasificarlos, así tampoco cualquier lectura conviene al consagrado al sacerdocio, porque los discursos producen en el alma una cierta disposición y poco a poco despiertan las pasiones y luego, de repente, encienden una llama terrible de la que pienso que es necesario mantenerse a distancia. No se permita la entrada ni a los tratados de Epicuro ni a los de Pirrón, aunque ya los dioses, obrando rectamente, los han destruido hasta el punto de que faltan la mayoría de sus libros (...).

Hay que aprender de memoria los himnos de los dioses: hay muchos bellamente compuestos por los antiguos y por los modernos, pero al menos hay que intentar saber los que se cantan en los templos, pues la mayoría fueron dados por los propios dioses al recibir nuestras súplicas, mientras que unos pocos fueron compuestos también por los hombres, imaginados en honor de los dioses por un espíritu inspirado por la divinidad y un alma inaccesible al mal.

Esto es lo que debe hacerse, y hay que orar a menudo a los dioses en privado y en público, mejor tres veces al día, pero si no, en todo caso, por la mañana y por la tarde, pues no es lógico que el sacerdote pase el día o la noche sin sacrificar.

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Creo que es necesario que el sacerdote... permanezca todos esos días [de purificación] filosofando en los templos, y que ni vaya a su casa, ni al ágora, ni vea a un magistrado excepto en los templos, que se ocupe del servicio a la divinidad supervisando y ordenando personalmente todo y, cuando se hayan cumplido los días, ceda luego a otro el servicio. (...)

(...)

Que ninguno de los sacerdotes, de ninguna manera, asista a esos espectáculos indecentes ni los introduzca en su propia casa: no es en absoluto inconveniente. Si hubiera sido capaz de desterrar absolutamente de los teatros esos espectáculos, de forma que se le devolviesen a Dionisio purificados, lo hubiera intentado con todas mis fuerzas, pero creo que esto no es hoy posible y, por otra parte, aunque pareciese posible, no sería conveniente, por lo que me aparté totalmente de esta ambición; pero los sacerdotes deben apartarse y dejar al pueblo la indecencia de los teatros. Ningún sacerdote, pues, penetre en un teatro ni se haga amigo de un hombre de teatro, ni de un conductor de carros, y que ni un bailarín ni un actor de mimos se acerque a su puerta. Sólo les permito que quien quiera asista a los juegos sagrados, cuya participación está prohibida a las mujeres no sólo en la competición, sino también en el espectáculo. (...)


Juliano el Apóstata

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