viernes, 6 de noviembre de 2009

Justicia divina




Los juicios de Dios son internos y se dirigen a nuestra consciencia antes que a nuestras obras. A diferencia de lo que pueda creer un psicólogo materialista, el ser consciente no es una superestructura de lo obrado o reprimido. Cuando nos juzgamos culpables también consideramos lo padecido como parte esencial de nuestro destino, no siendo tal hado más que la línea acotada por dos pasiones absolutas: el engendramiento y la muerte. El nacer, no menos que el morir, puede ser honroso o infame. Pero nadie elige morir, salvo el suicida, y nadie, salvo el nacido, desea nacer.

Si no nos dejamos obnubilar por el igualitarismo y la sensiblería, confesaremos que secretas razones nos convierten en abyectos sin que en ellas tome parte la libertad. Uno tiene tantos motivos para enorgullecerse de sus orígenes como para verse humillado por ellos. Pese al dicho de Platón, según el cual todos descendemos por igual de reyes y esclavos, causa placer a los hombres encontrar pequeños vestigios de nobleza en su linaje, mientras que los ofende una mala reputación familiar, incluso si ésta es remota o desconocida. Así, aunque de nada sirva jactarse de la buena vista de los antepasados si se es ciego, no es menos gratuito concebir al individuo como un hecho aislado y ahistórico del que brotan espontánea y autónomamente cada una de las acciones que le son atribuibles. Como a todo lo que es en el mundo, al hombre se lo puede perseguir por sus causas, siendo las más próximas e inmediatas las que constituyen los lazos de sangre.

Por tanto, la responsabilidad de un individuo nunca se ciñe sólo a sí mismo: se extiende a los que lo toleraron y a quienes obtuvieron de él alguna ventaja, ya obrando conscientemente, ya porque la mantuvieron una vez apercibidos de su procedencia. Se imputa un delito al que pudo realizar la acción castigada; merece un castigo, sin embargo, todo aquel que debe algo al mal. Y todo lo debe al mal quien nace de malvados o mora entre ellos. La vergüenza por la pertenencia sería aquí autoincriminatoria, pues avergonzarse implica admitir que se es digno del castigo. Este sentimiento es racional, aunque en justicia -si hay Dios- ningún hombre pudiera castigar al que lo padece, ya que nuestra jurisdicción es exterior y no penetra en las almas. Debería sufrir, marcado por la ignominia, pero nadie debería hacerlo sufrir. Tal es la condición humana, la de la culpa infinita y la expiación imposible.

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