Quiero aprovechar este texto, escrito para un debate en otro blog(1) en el que no se ha dado cumplida respuesta a mis argumentos y del que por este motivo me acabo de retirar.
(1) N.B.: Recomiendo pasar directamente a los comentarios.
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Si el valor de un historiador radica en la autenticidad y sinceridad de los relatos de sus fuentes, los sucesos que son aquí objeto de duda histórica sólo podrán cobrar carta de naturaleza si nuestro conocimiento de los mismos proviene de contemporáneos que hayan sido sus testigos presenciales y den fe de su exactitud. En particular, sólo podrán darse tres clases de pruebas, según su origen:
1) Las de los propios cristianos, en tanto que primeros discípulos.
2) Las de los judíos, en tanto que antagonistas respecto a la secta recién escindida.
3) Las de los funcionarios paganos a cargo del territorio en que se produjeron los hechos.
La primera clase de pruebas Benítez la rechaza por ser los cristianos parte implicada en el litigio. Se presume con ello que todas las pruebas de procedencia cristiana están corrompidas y son meros bulos o fantaseos sobre los que edificar una doctrina necesitada de un sustento real del que carece. El argumento del que se echa mano para llegar a esta resolución –al margen del de la maldad y mendacidad intrínsecas de “los galileos”, que desprecio por capcioso e idiosincrásico- es la distancia temporal entre los hechos que se describen y los documentos que los recogen. Sin embargo, no hay tal distancia.
a) En primer lugar, porque sí tenemos documentos fechados escasos años después de la muerte de Jesús, como las cartas paulinas (ca. 50 d.C.) o el apócrifo Evangelio de Tomás, probablemente anterior a los canónicos, que pese a no facilitar información propiamente histórica de Jesús, lo identifica como Maestro y refuerza la hipótesis de la fuente Q en la que se basarían también aquéllos. Respecto al Evangelio de San Juan, la papirología muestra que la proximidad entre el original y la copia más antigua conservada oscila entre los 25 (fragmento en Rylands) y los 100 años (texto completo en Bodmer).
b) En segundo lugar, porque por aquel entonces la tradición oral gozaba de autoridad suficiente como para no requerir de un respaldo escrito más que como apoyo memorístico o medio de difusión. El pueblo judío carecía de soberanía para relatar detalladamente sus anales, y el cristiano era todavía insignificante para curarse de ello. La Iglesia sólo obró en este sentido cuando la multiplicidad de las versiones y su progresiva degeneración empezaba a suscitar desviaciones heréticas en la doctrina.
c) En tercer lugar, porque la cadena de la sucesión apostólica señala a Cristo como origen de la misma. Así, Ireneo de Lyon es discípulo de Policarpo de Esmirna, y éste del apóstol Juan. Ahora bien, la figura de Juan es incomprensible sin Cristo. Si Juan tuvo discípulos, fue por haber sido él discípulo de Jesús, extremo en absoluto ignorado por sus seguidores contemporáneos, que no hicieron de Juan ni un Mesías ni un oráculo, teniéndolo en cambio por testimonio y transmisor de la doctrina del Maestro.
d) En cuarto lugar, porque los descubrimientos arqueológicos han demostrado ser verdaderas algunas de las descripciones de lugares que en tiempos posteriores se habían tenido por míticos y que figuran en los Evangelios, como la piscina de Siloé o el mismo Nazaret. No hay, por lo demás, ningún anacronismo en ellos que nos haga sospechar que hayan podido ser elaborados más tarde.
e) En quinto lugar, porque es inverosímil que atrayéndose las burlas e iras de sus correligionarios los discípulos inventasen un final tan infame para su imaginario Maestro, ajusticiado como un criminal, cuando ni tal se corresponde con la idea milenarista que se tenía del Mesías, ni hay un solo ejemplo de divinidad pagana con estas oprobiosas características. Sólo Apolonio de Tiana, predicador pitagórico, muestra alguna semejanza en el enfrentamiento al poder establecido, si bien muere en circunstancias misteriosas (ca. 97 d.C.) y no, como Jesús, a la vista de todos y como consecuencia de un proceso público.
f) En sexto y último lugar, porque es igualmente implausible que en tiempos muy tempranos surgieran multitud de sectas en torno a una figura de nula historicidad. Si Jesús es un arquetipo, ¿por qué no tomó cada secta el suyo, dándoles sus respectivos nombres y adornándolos con milagros al gusto? ¿Por qué esa insistencia en apropiarse de él, pese a los riesgos por heterodoxia que implicaba?
La segunda clase de pruebas se concentran en el “testimonium Flavianum”, que Benítez no acepta por considerarlo una falsificación cristiana. No es éste el estado científico de la cuestión, ya que la mayoría de historiadores acepta que haya en él interpolaciones, sin estimarlo en su totalidad un injerto interesado, particularmente en base a la mención al apóstol Santiago. La versión árabe del “testimonium” carece del tono crédulo y panegírico que lo convertía en poco fiable en la versión cristiana, además de presentar de un modo reconocible el estilo de Josefo.
La tercera clase de pruebas no se da en absoluto, pero son las que menos cabría esperar. Benítez finge que un acontecimiento de tanta relevancia para la humanidad como la ejecución de Cristo debería haber contado con el debido respaldo documental por parte de las instituciones competentes. He aquí un ejemplo de ineptitud histórica, al proyectarse hacia el pasado una importancia que, si bien hoy es innegable, por aquel entonces nadie percibió, y de la que sin duda no tendríamos noticia alguna si el cristianismo no se hubiera desarrollado hasta el extremo en que lo hizo.
Benítez ha pedido un testimonio anterior al siglo II y de origen no cristiano. Lo tiene en Flavio Josefo, como se ha dicho ya, y de forma implícita en el estoico sirio Bar Sarapion (ca. 70 d.C.), cuya carta a su hijo alude a un “Rey sabio” entre los judíos injustamente condenado por éstos. No hay noticia de otro posible Mesías que con posterioridad a la destrucción del Templo pudiera disfrutar de una fama semejante, por lo que se infiere que habla de Jesús.
Más famoso es el testimonio de Tácito, que Benítez dice ser falso, por resultar según él una invención medieval o renacentista. Es evidente que no lo diría si no lo creyera un obstáculo molesto para su argumentación. Y ello pese a que Tácito habla con toda probabilidad en base a las indagaciones de Plinio el Joven, cuyas fuentes a su vez son los relatos de los cristianos interrogados por él mismo. Benítez prefiere no obstante recurrir a la conspiración monacal, quizá porque el historiador es anterior a Nicea, cuando era más sencillo rechazar que Tácito sea un testimonio concluyente, como parece ser el caso.
En resumen, Benítez defiende la desacreditada tesis del Jesús mítico, a la que une la todavía más desacreditada tesis del contubernio nicénico, por el cual el catolicismo fue fundado casi “ex novo” en el año 325 d.C. Esta sandez danbrowniana, ya de por sí absurda, es refutable con los textos sobradamente divulgados de varios Padres de la Iglesia que Benítez, al que a lo ignorante se le añade lo magufo, casi con total seguridad no conoce.
3 comentarios:
Amén,
Que Dios te bendiga.
Un abrazo,
Andrés.
¿"Tesis desacreditadas"? ¿Desacreditadas por quién, por ti o por otros creyentes? No me hagas reír. Todo ese posteo no es más que una serie de desesperados manotazos de ahogado.
Desacreditadas por la historia. Supongo que si leyeras más y confiaras menos en reportajes basura tus comentarios ganarían en sustancia.
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