La religión y el buen humor, según Leibniz
Lord Shaftesbury expone la opinión de que la autoridad limita excesivamente la libertad de criticar, mostrando su deseo de que nada estuviere exento de poder ser sometido a crítica. Por mi parte, me inclino a creer que no comprende en ello los dogmas, y que no negará que ciertas personas son muy dignas de respeto. Ocurre con frecuencia que los dogmas están ligados a esas personas; y cuando los dogmas son ciertos, y encierran verdades muy útiles y de gran alcance, no veo de qué pueda servir la libertad de criticar esas verdades, y ponerlas en duda.
Aún tiene menos razón cuando quiere esté permitido ridiculizarlo todo. Dícese que el ridículo no puede resistir a la razón. Eso sería cierto si los hombres gustasen más de razonar que de reír. Pero el falso ridículo, se dice por añadidura, solamente deslumbrará al vulgo. A lo cual he de alegar que el vulgo es más numeroso de lo que se cree; porque hay infinidad de gente instruida que es vulgo en lo referente al razonamiento. Es frecuente observar que los más razonables se dejan arrastrar por el placer de la risa más de lo conveniente. El hombre muestra indulgencia para con aquello que le proporciona placer, sin que le agrade estudiarlo con rigor; además, no es razonable abandonar al vulgo al error, ni permitir fácilmente que sea deslumbrado por él.
Puede decirse con razón que la gravedad conviene a la impostura; pero lo que no quisiere es que se entendiera que ella le es esencial; no por eso deja de convenirle menos la chacota; todo lo que divierte y desvía la vista del punto de que se trate, sirve para embaucar. Sin embargo, se reconoce que el hombre nunca mostrará gravedad suficiente cuando el asunto de que se trate sea realmente grave o importante; pero al mismo tiempo se tiene la pretensión de que cuando haya lugar a dudar, puede uno permitirse la burla. No todo el mundo sustenta esta misma opinión; hay que decidirse por el partido más seguro y, como no hay que ofender al disfrazado, únicamente podremos ridiculizar aquellas doctrinas cuya falta de solidez esté suficientemente reconocida; además, mientras dudemos, bueno será mostrarnos reservados. Porque creer con Lord Shaftesbury que, para descubrir si una cosa es consistente o no, precisa emplear la piedra de toque del ridículo, y ver si el sujeto es suspicaz o no, no equivale ciertamente a recomendar un medio para cerciorarnos; porque nada existe en el mundo que no pueda ridiculizarse, al menos mediante algo tomado de prestado, que el azar o la costumbre pueden proporcionar. Confucio fue el Sócrates de los chinos; no obstante, los alemanes, lo mismo que los franceses, al oír pronunciar su nombre, tienen que esforzarse para no dar rienda suelta a la risotada, cada uno con referencia a su lengua.
(...)
Hay quien elogia a los antiguos porque toleraban a los visionarios, y por conceder entera libertad a los filósofos para que bromeasen sobre la religión establecida. Pero esos antiguos tenían excusa, pues el paganismo casi no tenía dogmas fijos. Al chancear sobre aquella religión podían decir siempre que la verdadera no sufría nada con ello, y los visionarios podían siempre ponerse a cubierto amparándose en alguna divinidad. Sin embargo, esa tolerancia de los antiguos no dejaba de tener excepciones; Sócrates puede servirnos de ejemplo. Lo notable, por cierto, es que los antiguos no conocieron las guerras de religión, plaga que quedó reservada a épocas posteriores.
Bien dice quien asevera que la coacción es enemiga de la verdad, y que nuestros filósofos y matemáticos serían muy malos si las leyes interviniesen en la regulación de las ciencias. Esto ya se dejó sentir cuando la filosofía aristotélica fue adoptada por la religión y la magistratura; mas cuando se afirma que, para evitar que el ingenio sea desterrado de este mundo, precisa concederle plena libertad, aun para que pueda chancearse, se saca las cosas de quicio. Eso ni es posible ni se debe hacer, sobre todo en los escritos destinados a ver la luz pública y que versan sobre cosas sagradas y reverenciadas; no puede afirmarse destruimos el ingenio a causa de que evitemos tienda al mal.
Buena observación es la que dice que, de haber un tribunal constituido contra la licencia poética, todo el mundo querría ser poeta, y se dedicaría a escribir romances. Hubo en cierta ocasión un papa lo bastante terco que quiso establecer una especie de inquisición contra los poetas, en tiempos en que las bellas letras comenzaron a resurgir; fue Pablo II. Este papa creyó que lo que se proponían era restablecer el paganismo, y sus sospechas fueron objeto de chacota. Lord Shaftesbury no quiere que se trate con seriedad ciertos males, y juzga con razón al declarar que el ridículo es el verdadero medio para curar a las personas atacadas por el mal romántico; pero como los románticos no forman partido, siendo pocos los individuos que lo padecen, no es posible deducir consecuencia; pero no ocurre lo propio en cuanto a los sentimientos religiosos. No obstante, diremos de paso que el caballero Temple creía que Don Quijote perjudicó a su nación, y que al curar a sus compatriotas de su testarudez romántica, llevada hasta la exageración, los condujo al otro extremo, haciéndoles caer en la molicie. No puedo decir si aquel caballero estaba en lo cierto; lo que temo es no ocurriera lo mismo con quien quisiere alejar a la gente de la superstición empleando las burlas, pues creo que, de conseguirlo, caerían en la impiedad.
Lord Shaftesbury continúa diciendo: "Prefiero arriesgar el todo por el todo adhiriéndome a la religión, a procurar librarme de mis escrúpulos haciendo que mi espíritu se preocupe de tonterías". Mas eso no está de conformidad con el deseo de burlarse; pues parece que el lord vuelva ahora sobre sus pasos y se limite al regocijo, puesto que exclama: "Lo único que pretendo es que nos entreguemos al buen humor cuando queramos pensar en la religión". Si el buen humor significa entregarse a sentimientos de gozo, nada hay más razonable.
Lo que sigue es excelente, saber que el buen humor, es decir, el contentamiento o el gozo, es la base más segura de la religión y de la piedad; que este estado de alma nos aleja de la opinión de aquellos [los maniqueos] que creen que el mundo está gobernado por un mal principio, y que casi lo único que puede hacernos caer en el ateísmo es el mal humor; porque el hombre que siente mal humor siempre encuentra algo que alegar contra lo existente en el universo, y tiene tendencia a negar a Dios, o a verse asaltado por los malos pensamientos. "Porque -dice el lord- solamente nuestro mal humor es capaz de atribuir a Dios acritud, soberbia y orgullo". Esto último encierra gran cordura.
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Se cree que si Roma y los paganos se hubieran contentado con poner en ridículo a los protestantes y cristianos, el Cristianismo no hubiera progresado gran cosa, y que no hubiera sobrevenido la Reforma. Quizás se tenga parte de razón; pero es posible que sin el obstáculo del rigor, el Cristianismo y la Reforma hubieren andado su camino mucho antes; además, es difícil determinar estas cuestiones de la ciencia que los teólogos denominan "media", es decir, lo que tal vez hubiere ocurrido en cierto caso dado.
Leibniz
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