El avance de la ciencia no siempre ha supuesto la extensión de la incredulidad. Como coartada resulta excelente, socorrida por cualquier sesgo sociológico, pero en sí no es más que una estratagema de secta y una apelación orgullosa a la intratable fanfarronería del descreído (nosotros los sabios, nosotros los ateos). Ved el siglo XVII, que tuvo a sus Galileos y a sus Keplers y que abundó a la par en filósofos abiertamente teístas y refractarios al escepticismo de Montaigne. Jamás hubo un cambio de era tan definido, un contraste tan claro entre las tinieblas y la luz. Y sin embargo las "luces" -las únicas a las que dais carta de naturaleza- tuvieron que esperar a los mediocres philosophes y a su descarnado y parasitario nihilismo para ser de vuestro gusto.
El cientista es un progresista gnoseológico de la peor calaña socrática: vincula el conocimiento a la perfección moral, cuando absolutamente nada en nuestra experiencia diaria nos inclina a respaldar esta opinión peregrina. Sois los últimos estoicos.
jueves, 14 de junio de 2007
Los últimos estoicos
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