martes, 18 de septiembre de 2007

Promesas, mentiras


Libertad bien entendida es aquella que no nos destruye, es decir, que no procede contra la razón ni la convierte en su rehén. Puede que un ateo se vea reflejado en estas palabras mías, pero se equivoca. A no ser que admita que existe un bien común señalado por el derecho natural, se conformará con la asunción de que nuestras decisiones morales son puras en la resolución de sus presupuestos (hacemos lo que nos conviene) o, al menos, obedecen a una marcha positiva encuadrada dentro de la evolución de la especie. El ateo, el impugnador de todo diseño en la naturaleza, observa una racionalidad subyacente e invariable tanto en los individuos como en los grupos. Por este motivo sacraliza la libertad, ya que, hagas lo que hagas, si no te opones al espíritu de tu tiempo, trasunto de la grey, harás bien. El progresismo es una variante edulcorada del fatalismo.

En breve, los inmoralistas no sólo niegan la razón, representada por una visión estática y, en lo esencial, incuestionable de la moral de nuestra especie, que ellos repudian en favor de otra más dinámica y sujeta a la perspectiva o a la oportunidad, sino que también niegan los hechos: el hecho innegable de que nada en el mundo, excepto la gracia de Dios, puede hacer que el hombre se vuelva perfecto y odie su culpa. Sin Dios, la justicia es una abstracción inteligible que no vincula a nuestra voluntad necesariamente, aunque pueda prevenirnos de una acción mala. Sin embargo, es imposible amar lo que no existe. ¿Quién amará el bien por sí mismo, si sólo es una palabra decidida por los hombres? Y quien lo ame por sus solos resultados ¿hará el bien, quizá por vanidad ante la fama, cuando tal le perjudique?

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