martes, 15 de agosto de 2023


El precio de que el universo sea infinito en acto es que sea el ser de Parménides: un continuo indistinguible, sin partes ni multiplicidad, en el que nada se opone a nada, nada destaca sobre nada y nada fluye. Sintiéndolo mucho para los neoplatónicos y los ateos que creen tal cosa, éste no es nuestro universo, aunque prima facie sea un universo posible.

Además, si el universo no requiere comienzo, es su propia causa y no hay necesidad de Dios. Decir con Santo Tomás de Aquino que la existencia de la causa puede ser simultánea a la existencia del efecto, como lo serían la pisada y la huella que ésta deja en el polvo si ambas fueran eternas, conlleva disociar indebidamente lo eterno y lo necesario. Si algo no es necesario (y no lo es la huella si requiere la pisada) tampoco puede ser eterno, dado que tanto lo eterno como lo necesario no pueden no existir. Luego, si algo distinto a Dios es eterno, o bien Dios lo genera necesariamente, lo que hace de Dios un ser sin voluntad difícilmente distinguible del mundo, o bien es tan necesario como Dios, lo que nos conduce a la aporía de que haya dos entes necesarios y de que ninguno de ellos cause o necesite al otro, avalándose de esta manera el dualismo.

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