domingo, 31 de diciembre de 2006

El precio justo


El valor es la medida de utilidad; el precio la de la escasez. Así, todo lo que se puede arrebatar tiene precio. Luego también la vida.

Quienes sostienen que la vida tiene valor pero no precio desconocen el significado de estas dos palabras, valor y precio. Es lógico, entonces, que yerren a la hora de fijar el precio justo para un crimen. Hay que rechazar de plano las proposiciones del tipo: "La vida tiene valor, pero no tiene precio". Si no tuviera precio, su supresión sería gratis y el castigo opinable.

A partir de lo dicho establezco una ley: El precio justo de un bien es la suma del precio de los bienes necesarios para obtenerlo, siendo su límite real la capacidad o voluntad de pago del receptor. Y otra concomitante: El valor de un bien es la suma de las valoraciones de los bienes superfluos una vez se tiene éste. Sin embargo, todo precio ha de determinarse en última instancia en función del valor de origen o agregado, ya que de lo contrario la primera ley nos llevaría a un círculo vicioso. Tenemos, en consecuencia, una tercera ley: El valor y el precio se aproximan más cuanto mayor es el grado de escasez irreemplazable de lo que se somete a tasa (lo cual no significa que a mayor precio, mayor valor).

El valor de la vida para quien la posee o garantiza sería infinito, pues con ella (y lo que la mantiene) todo lo demás es superfluo. Pero el precio de un asesinato es también infinito, dado que es necesario tomar el bien de la vida para llevarlo a cabo, cuyo valor no puede sustituirse con otra cosa. Lo mismo es de aplicación para el suicidio.

En cambio, si el precio justo de algo fuera, como creen los liberales, el factor de utilidad dividido por la variable de la abundancia de recursos susceptibles de ser utilizados por una retribución "x", además de mantenerse el círculo vicioso y la acientificidad del cálculo (no puede despejarse la "x" hasta que no se sepa cuántas personas querrán cobrar "x"), tendríamos que el precio de matar a un prójimo es igual al valor de la vida de la víctima para el asesino, dividido entre el número de asesinables potenciales. Cero -o próximo a cero, o una cantidad finita a lo sumo- entre infinito.

Cultivar amigos, apilar ideas. O lo uno o lo otro.


Aunque pueda dar la impresión de barrer para casa, tengo comprobado que la sociabilidad es inversamente proporcional a la decencia. Conocerse a sí mismo es conocer a los demás. Y si, una vez realizado el ejercicio introspectivo, uno no se odia todavía, es que debe volver a intentarlo. Lo que sigue es el odio al prójimo, la misantropía; un estado anímico sin duda muy superior al del compasivo, que se odia a sí mismo y ama a priori a los otros. Pero queda aún muy por debajo del creyente, que a pesar de todo lo que le mueve a despreciar y a despreciarse, ama a Dios y a su creación. Es imposible amar a Dios y no amarse a sí mismo.

Por otro lado, todo bellaco se siente íntimamente satisfecho de sí, y para ello no requiere de más mediaciones que las que la digestión le ofrece. De ahí la inclemencia de los remordimientos, que vienen como lanzados desde fuera. Pero quien, enervadas las pasiones, ha podido meditar sobre su vida y su muerte está, como Jonás, encajado en la mandíbula del destino. Conjuga las lamentaciones más oscuras con las alegrías más excelsas. En este equilibrio, mantenido por la esperanza, encuentra la felicidad.