martes, 29 de agosto de 2017

Ibn Taymiyyah, sobre la guerra santa



Las penas que la sharia ha introducido para aquellos que desobedecen a Allah y a Sus Mensajeros son de dos clases: 
1. El castigo de los que están bajo el dominio del imán, tanto individuos como comunidades. 
2. El castigo de los grupos recalcitrantes, como los que sólo pueden ser conducidos bajo el dominio del imán en virtud de una batalla decisiva. Ésta es la yihad contra los infieles, los enemigos de Allah y su Mensajero. Pues quienquiera que haya escuchado los llamados del Mensajero de Allah y no haya respondido a ellos debe ser combatido "hasta que cese la idolatría y la religión sea sólo para Allah" (2:193). 
(...) 
El mandato de participar en la yihad y la mención de sus méritos aparecen en incontables ocasiones en el Corán y la Sunna. Por ello, entre las obras de religión que el hombre puede llevar a cabo, ésta es la mejor. Todos los estudiosos concuerdan en que es mejor que el hajj [peregrinación mayor] y el umrah [peregrinación menor], mejor que la oración y el ayuno, como el Corán y la Sunna indican (Bukhari 2:25). 
(...) 
Ésta es una vasta cuestión, sin parangón con otras en lo que concierne a la retribución y mérito de las obras humanas. Tal es evidente tras un atento examen. 
La primera razón es que el beneficio conseguido con la yihad es general, extendiéndose no sólo a quien participa en ella, sino también a otros, tanto en un sentido espiritual como en uno temporal. En segundo lugar, la yihad conlleva todos los tipos de adoración, en sus formas interiores y exteriores. Más que ningún otro acto supone el amor y la devoción hacia Allah, el cual es exaltado mediante la fe en Él, la rendición de la propia vida, la paciencia, el ascetismo, Su rememoración y todos los demás tipos de adoración. El hombre o comunidad que participan en ella se encuentran ante dos dichosos desenlaces: o bien la victoria y el triunfo, o bien el martirio y el Paraíso. En tercer lugar, es destino de todas las criaturas el vivir y morir. 
Es en la yihad donde uno puede vivir y morir con suma felicidad, en este mundo como en el venidero. Abandonarla significa perder por completo o en parte ambas clases de felicidad. Existen personas que desean realizar obras religiosas y mundanas llenas de adversidades a pesar de no encontrar en ello beneficio alguno, mientras que en verdad la yihad es en lo religioso y en lo mundano más beneficiosa que cualquier otra obra jalonada por las adversidades. Algunos hombres participan en la yihad por su voluntad de allanarse al camino cuando la muerte les salga al encuentro, pues la muerte de un mártir es más sencilla que cualquier otro tipo de muerte. De hecho, es entre todas la mejor manera de morir. 
Puesto que la guerra justa es esencialmente yihad, y dado que el fin de la religión es por entero para Allah [2:190, 8:39], y la palabra de Allah es suprema [9:40], por ello, según creen todos los musulmanes, quienes obstaculizan este fin deben ser combatidos. 
En lo tocante a quienes no pueden ofrecer resistencia o no son capaces de luchar, como las mujeres, los niños, los monjes, los ancianos, los ciegos, los impedidos y similares, no debe dárseles muerte, a no ser que combatan con la palabra o con sus actos. Algunos juristas son de la opinión de que se les debe dar muerte por el mero hecho de ser incrédulos, pero exceptúan a las mujeres y a los niños en la medida en que constituyen la propiedad de los musulmanes. 
Sin embargo, la primera opinión es la correcta, porque sólo debemos combatir a aquellos que nos combaten cuando queremos hacer victoriosa la religión de Allah. Allah ha dicho sobre esto [2:190]:
"Y combatid por la causa de Allah a quienes os combatan, pero no seáis transgresores; porque ciertamente Allah no ama a los transgresores". 
(...)
Existen distintas tradiciones auténticas según las cuales el Profeta ha ordenado combatir a los jariyíes. En el compendio de Bukhari y en el de Muslim se refiere bajo la autoridad de Ali ibn Abi Talib que éste dijo: 
"He escuchado al Mensajero de Allah decir: 'Tocando el fin de los tiempos un grupo aparecerá, de corta edad y escaso entendimiento, que recitará las más bellas de las palabras, pero cuya fe no es más profunda que sus gargantas. Abandonarán la religión como la flecha penetra y abandona al animal de presa. Debéis matarlos donde quiera que los encontréis, puesto que quienes los maten serán recompensados en el Día de la Resurrección'". 
(...) 
Los juristas discrepan sobre la permisibilidad de combatir a aquellos grupos rebeldes que abandonan un acto de adoración supererogatorio [rezos voluntarios], como los dos rakat adicionales de la oración del amanecer. Sin embargo, existe unanimidad en que está permitido combatir a quienes no observen las obligaciones y prohibiciones claras y generalmente admitidas, hasta que asuman el desempeño de los rezos explícitamente ordenados, paguen el azaque, ayunen durante el mes del Ramadán, hagan la peregrinación a la Meca y eviten lo que está prohibido, como casarse con una mujer pese a los impedimentos legales, comer alimentos impuros, atentar contra las vidas y propiedades de los musulmanes, y otros preceptos similares. 
Es obligatorio tomar la iniciativa en combatir a estos hombres desde el momento en que hayan podido escuchar los llamados del Profeta con las razones por las que son combatidos. Pero si atacan a los musulmanes en primer lugar, entonces combatirlos es incluso más urgente, como hemos mencionado al hablar de la lucha contra forajidos rebeldes y beligerantes. 
La yihad de mayor importancia es la que se acomete contra los incrédulos y contra los que rehúsan obedecer ciertas prescripciones de la sharia, como quienes rechazan pagar el azaque, los jariyíes y otros semejantes. Esta yihad es obligatoria tanto si se lleva a cabo por nuestra propia iniciativa como si se ejerce defensivamente. Si tomamos la iniciativa, al ser un deber colectivo, si es cumplido por un número suficiente de fieles, la obligación decae para los demás y el mérito corresponde a quienes la han cumplido, como Allah tiene dicho (4:95-96):
"No se equiparan los creyentes que se quedaron en sus hogares, salvo quienes tuvieron excusa válida, con quienes combaten por la causa de Allah con sus bienes y sus propias vidas. Allah ha considerado superior en grado a quienes combaten con sus bienes y sus propias vidas, a quienes se quedaron en sus hogares. A todos les ha prometido Allah lo bueno [el Paraíso], pero Allah ha preferido conceder una recompensa más grandiosa a quienes combatieron que a quienes no lo hicieron.
Son grados que Él concede, junto con Su perdón y misericordia. Allah es Indulgente, Misericordioso".
Pero si el enemigo quiere atacar a los musulmanes, en ese caso repelerlo constituye un deber para todos los que sufren dicho ataque y para el resto de creyentes, que deben socorrerlos (8:72):
"Mas si os piden que les auxiliéis para preservar su religión debéis hacerlo".
Esta ayuda, que es obligatoria tanto para la milicia como para cualquier fiel, debe prestarse según las posibilidades de cada uno, ya sea en persona, combatiendo a pie o a caballo, o mediante contribuciones económicas, pequeñas o grandes. 
(...)

Por tanto, la última clase de yihad consiste en la defensa de la religión, de los preceptos inviolables, y de las vidas. En ésta luchar es absolutamente obligatorio. Con todo, la primera clase de yihad es una lucha voluntaria para propagar la religión, hacerla triunfar e intimidar al enemigo, como sucedió en la expedición de Tabouk y otras por el estilo. 
Ahora bien, esta forma de castigo [la yihad] debe ser administrado a los rebeldes [i.e., los infieles no súbditos]. En lo que respecta a los habitantes del territorio del islam que no sean rebeldes, pero que rechacen llevar a término deberes religiosos, deben ser forzados a cumplir sus obligaciones, como los cinco pilares del islam y otros como restituir a los dueños lo que les han confiado y preservar los pactos en las relaciones sociales. 

Ibn Taymiyyah

La Fila




La sura 61 contiene un mandato explícito a la yihad contra el infiel por el mero hecho de serlo. Puesto que es llamada "La Fila", en alusión a las formaciones militares, es obvio que la lucha que allí se encarece no es espiritual. Tampoco es defensiva, dado que no tiene otro cometido que "la religión verdadera prevalezca sobre todas las religiones, aunque ello disguste a los idólatras".

Se echa en cara a los musulmanes que "digan lo que no hacen", esto es, que alaben la guerra santa con la lengua y no la promuevan a riesgo de sus bienes y sus vidas.

Se menciona asimismo a Moisés y a Jesús, que según el Corán fueron desobedecidos por su pueblo por no ser profetas armados.

El islam, se nos dice, debe imponerse frente a la palabra del incrédulo (que rechaza el islam con "mentiras" cuando es invitado a abrazarlo) y frente a todas las demás religiones (que o son idólatras o, como las del Libro, conducen al islam). Esta primacía se consigue por las armas, por lo que Allah promete la victoria a los que creen en su palabra. Quien se sustrae a este deber es digno del castigo eterno; quien lo ejecuta se hace merecedor del paraíso.

* * *

Todo cuanto existe en los cielos y en la Tierra glorifica a Allah. Ciertamente Él es Poderoso, Sabio.  
¡Oh, creyentes! ¿Por qué decís lo que no hacéis? 
Es muy aborrecible para Allah que digáis lo que no hacéis.

Ciertamente Allah ama a quienes combaten en filas por Su causa, como si fueran una edificación sólida. 
Y [recuerda ¡Oh, Muhammad!] cuando Moisés dijo a su pueblo: ¡Oh, pueblo mío! ¿Por qué me maltratáis sabiendo que soy el Mensajero de Allah enviado a vosotros? Y cuando se alejaron [de la Verdad], Allah desvió sus corazones; ciertamente Allah no guía a los corruptos. 
Y cuando Jesús, hijo de María, dijo: ¡Oh, hijos de Israel! Yo soy el Mensajero de Allah, enviado a vosotros para corroborar la Torá y anunciar a un Mensajero que vendrá después de mí llamado Ahmad [Éste era uno de los nombres de Mahoma]. Pero cuando se les presentó con las evidencias, dijeron: ¡Esto es pura magia! 
¿Existe alguien más inicuo que quien inventa mentiras acerca de Allah cuando es invitado al Islam? Ciertamente Allah no guía a los inicuos. 
Pretenden extinguir la luz de Allah con sus palabras, pero Allah hará que Su luz prevalezca aunque esto desagrade a los incrédulos. 
Él es Quien ha enviado a Su Mensajero con la Guía y la religión verdadera para que prevalezca sobre todas las religiones, aunque ello disguste a los idólatras. 
¡Oh, creyentes! ¿Queréis que os indique un negocio que os salvará del castigo doloroso?
Creed en Allah y en Su Mensajero, contribuid por la causa de Allah con vuestros bienes y combatid, pues ello es lo mejor para vosotros. ¡Si supierais! 
[Si hacéis esto, Allah] Os perdonará vuestros pecados y os ingresará en jardines por donde corren los ríos, y habitaréis en hermosas moradas en los jardines del Edén. ¡Ése es el éxito grandioso! 
Y os dará también algo que amáis: Su auxilio y una victoria cercana. Y albricia a los creyentes. 
¡Oh, creyentes! Sed socorredores de Allah como lo fueron los discípulos de Jesús, hijo de María, que cuando les dijo: ¿Quiénes me socorrerán en la causa de Allah? Los discípulos respondieron: Nosotros seremos los socorredores de Allah. Un grupo de los Hijos de Israel creyó y otro no. Entonces fortalecimos a los creyentes sobre sus enemigos, y fueron quienes triunfaron.

Corán, Sura 61 (La Fila).

domingo, 27 de agosto de 2017

Comentario a Francisco Suárez


Suárez examina el fundamento del derecho de intervención a partir de cuatro cuestiones, a las que da las siguientes respuestas.


1. ¿Es lícito a la Iglesia o a los príncipes cristianos obligar a que los infieles oigan la fe católica?


Suárez afirma: No es lícito si los infieles no son súbditos, ya que se carece de jurisdicción y potestad espiritual para ello, en base a la Escritura, la tradición de la Iglesia, el derecho natural y el de gentes. Es lícito si son súbditos, con arreglo a la potestad temporal del príncipe y en vistas a la utilidad del Estado.

Respecto a los infieles no súbditos, deben tener la posibilidad (no obligación) de escuchar el Evangelio, por lo que los príncipes cristianos poseen un justo título de guerra contra los Estados infieles que impidan dicha predicación.


2. ¿Pueden lícitamente los príncipes cristianos coaccionar a los paganos para que se conviertan al cristianismo?


Defienden la afirmativa Juan Mayr y Ginés de Sepúlveda, tanto para súbditos como no súbditos. Duns Scoto y Gabriel Biel restringen esta teoría a los infieles súbditos.

Sin embargo, el juicio común de los teólogos, al que se adhiere Suárez, es que no es lícito obligar a recibir la fe a los infieles no apóstatas, sean súbditos o no súbditos.

Por el contrario, aun rechazándose la coacción directa, se permite la coacción indirecta frente a los infieles súbditos, siempre que se ejerza con prudencia y moderación. Ésta consiste en someterlos a una mayor carga de impuestos; o también en no permitir los príncipes católicos que vivan en sus reinos, si son perjudiciales para los ciudadanos cristianos, mediando causa justa en la apreciación de esta circunstancia.


3. ¿Pueden ser obligados los infieles a abandonar sus errores y falsos cultos?


Suárez concluye que no pueden ser obligados a ello los infieles no súbditos, pero sí los que son súbditos. Esta potestad de obligar a quienes les están sujetos corresponde a los príncipes por derecho propio, por lo que debe ejercerse contra los cultos contrarios a la razón natural. Se advierte, no obstante, que si la supresión de la idolatría no puede hacerse sin gran pérdida del reino, deberán tolerarse las prácticas idólatras cuando es mayor el daño que se sigue de erradicarlas ("No sea que al querer arrancar la cizaña, arranquéis con ella el trigo").

Asimismo, por no estar sujetos a la potestad espiritual de la Iglesia, deben tolerarse los ritos de judíos y mahometanos en tanto no se oponen a la razón natural y adoran al Dios único, si bien con limitaciones que eviten el escándalo de los cristianos.


4. ¿Pueden ser privados los príncipes infieles del poder y potestad que tienen sobre los cristianos?


Suárez responde negativamente, alegando que el derecho divino sobrenatural no puede invadir la esfera del derecho natural y de gentes. Como excepción, se concede un derecho de intervención al príncipe cristiano cuando el príncipe infiel prohíba a sus súbditos cristianos el libre ejercicio de la religión.

Francisco Suárez, sobre el derecho de intervención



¿Pueden lícitamente los príncipes cristianos coaccionar a los paganos para que se conviertan al cristianismo?

Los infieles no apóstatas, tanto súbditos como no súbditos, no pueden ser obligados a recibir la fe católica aunque les haya sido suficientemente anunciada.

(...)

Porque es evidente que no es lícita esta coacción [contra los infieles no súbditos] sin tener autoridad legítima. De lo contrario, serían justas todas las guerras y toda clase de violencias.

(...)

Para declarar que no ha sido concedida esta potestad a los hombres completó San Pablo aquellas palabras: "Dios juzgará a los de afuera". No se ha concedido a los hombres poder para castigar a los infieles y, en consecuencia, ni para castigarlos ni coaccionarlos. Cristo dio instrucciones a los apóstoles que mandaba predicar diciéndoles que no llevaran báculo ni espada. San Jerónimo interpreta que les prohibió todo instrumento de coacción y les enseñó la paz. Cristo concluye al fin: "Los que no os recibieren, no serán perdonados el día del juicio"; queriendo significar que el castigo de este delito se lo reservó Dios a sí mismo; y así dijo: "El que no creyere, se condenará".

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Si hubiera concedido Cristo esta potestad, no estaría inmediatamente en los príncipes temporales, porque Cristo ninguna les concedió en estas condiciones. Estaría, por tanto, en los obispos y especialmente en el Romano Pontífice. Ahora bien, los mismos pastores de la Iglesia desconocen en sí esta clase de potestad y nunca usaron de ella. Cristo Nuestro Señor dijo a San Pedro: "Apacienta mis ovejas". Es, pues, cierto que no dio Cristo este poder a la Iglesia.

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No conviene a la Iglesia ese modo de traer los hombres a la fe. Es mucho más importante que sea totalmente espontánea la primera conversión y profesión de fe. Se mostraría así la eficacia de la palabra de Dios y la gracia divina. Es obra, sobre todo, de Dios, como dijo Cristo. Por esto dijo San Pablo: "Las armas de nuestra milicia no son carnales"; y también: "No hay entre vosotros muchos poderosos".

(...)

El poder político procede inmediatamente de los hombres; se ordena únicamente al fin natural, especialmente a la paz del Estado, la justicia natural y la moralidad conveniente a aquel fin. En cambio, el pecado de infidelidad está fuera de este orden natural y de aquel fin del Estado. No pertenecerá, por tanto, al poder político el castigo de esta clase de pecados [en los infieles súbditos], ni podrá imponerse justamente si no media un castigo justo del delito opuesto [la blasfemia].

(...)

¿Pueden ser obligados los infieles a abandonar sus errores y falsos cultos?


Propiamente hablando, no pueden ser obligados los infieles no súbditos a dejar sus errores y sus ritos. Es doctrina común de los comentaristas de Santo Tomás, el cardenal Cayetano, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Diego Covarrubias, Gregorio de Valencia y Pedro de Aragón.

Puede probarse primero con el ejemplo divino. Como quisiera Dios castigar a las gentes que habitaban en la tierra de promisión, no quiso que los israelitas les hicieran la guerra por sola su idolatría, sino por la injuria que les inferían al prohibir a los hijos de Israel el paso pacífico por su territorio y otras tierras. Se deduce del libro de los Números, como advierte San Agustín. Graciano formula la regla general: "No es lícito al soberano hacer la guerra a estas naciones, si no es para defenderse o vengar las injurias que hubieren hecho a sí o a los suyos. La sola razón de arrasar la idolatría no es causa suficiente para una coacción justa". Así respondió Nicolás Papa a los búlgaros: "Sobre los infieles que hacen sacrificios a los ídolos, diremos que deben ser convencidos más bien con argumentos que por la violencia".

(...)

En conclusión: como un hombre privado no puede obligar o castigar a otro también privado, ni un rey cristiano a otro rey cristiano, ni un rey infiel a otro pagano, tampoco la República de los infieles, que es soberana en su orden, podrá ser castigada por la Iglesia a causa de sus crímenes, aunque vayan contra la razón natural. Tampoco podrán, pues, ser obligados a abandonar la idolatría y otros ritos semejantes.

Y no importa que estos pecados vayan contra Dios. Como antes dije, Dios no hizo jueces a los hombres para que vengaran las injurias que se le hicieron en todos los aspectos con relación a todos los hombres. Quiso en esto conservar el orden natural de que los súbditos obedezcan a sus príncipes. Se reservó para sí el juzgar a los soberanos en materias que pertenecen al orden natural. Mayores males aún se seguirían de permitir lo contrario.

Respondemos al argumento que trataba de las blasfemias. La idolatría no es propiamente blasfemia, sino únicamente de un modo virtual y eminente. Además, se dice que puede el príncipe cristiano obligar a los infieles a que no blasfemen, cuando lo hacen en desprecio de la Iglesia y para injuria de la religión cristiana. Entonces surge un verdadero título de guerra. Como también pueden ser coaccionados, para que no sean un peligro para los cristianos, los induzcan al error o los obliguen a desertar de la fe. No sucede así cuando sus pecados, aun contra la religión, solamente van contra Dios.

(...)

Pueden ser obligados por los príncipes cristianos [los infieles que son sus súbditos] a dar culto al único Dios verdadero; consecuentemente, pueden también ser obligados a abandonar los errores que van contra la razón natural y son contrarios a la fe.

(...)

Rectamente distingue Santo Tomás dos clases de ritos. Unos van contra la razón natural y son conocidos por la luz natural como la idolatría. Otros son ciertamente supersticiosos comparándolos con la religión cristiana y sus preceptos, pero no son por sí mismos intrínsecamente malos o contrarios a la razón natural. De esta manera son la religión judaica y quizá también muchas manifestaciones religiosas de los mahometanos y de otros infieles parecidos, que adoran al Dios único verdadero.

(...)

¿Pueden ser privados los príncipes infieles del poder y potestad que tienen sobre los cristianos?


Se ha de afirmar: "Los príncipes infieles no pueden ser privados por la Iglesia, por sí misma y directamente, de la autoridad y jurisdicción que tienen sobre los súbditos cristianos". El aserto está tomado de Santo Tomás, y lo defienden comúnmente el cardenal Cayetano, todos los comentaristas más modernos y otros escolásticos, principalmente Guillermo Durand; en general, los canonistas Antonino de Florencia, Silvestre Prierias, Juan Fisher, Juan Didroens, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Alfonso Salmerón. Lo mismo suponen otros maestros antes referidos.

¿Fundamento de esta verdad? Estos príncipes pueden ser privados de hecho de esta jurisdicción y potestad por dos razones: porque, según el derecho divino, no tienen esa autoridad, o también porque, aunque la tuvieran, son indignos por razón de su infidelidad y por este motivo pueden ser despojados de ella con toda justicia. Pues bien, ninguno de estos términos es posible. La conclusión es clara.

(...)

No se deduce esta exención o enajenación de soberanía de los textos de la Sagrada Escritura o la tradición. Precisamente lo contrario se prueba claramente por estos dos principios. Pruébalo la Sagrada Escritura. San Pablo ordena: "Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores". En la palabra "todos" están evidentemente incluidos los cristianos; y en las palabras "autoridades superiores" comprende al emperador y a los príncipes que entonces reinaban, que por cierto eran infieles.

También en su carta a Tito, refiriéndose a los cristianos, dice: "Amonéstales que vivan sumisos a los príncipes y a las autoridades"; y San Pedro: "Estad sujetos a toda autoridad humana".

(...)

Este poder político proviene del derecho natural y de gentes; la fe, del derecho divino sobrenatural. Ahora bien, un derecho no destruye ni contradice al otro; ni el derecho natural se funda en el derecho positivo, sino que más bien es como sujeto y un requisito para aquél. Luego tampoco la autoridad humana se funda en la fe, como para que se pierda por razón de la infidelidad; ni, por el contrario, la obediencia humana al gobernante infiel repugna a la fe o a la condición de cristiano. Por consiguiente, no se pierde por este mero hecho.

(...)

Señal es de que se debe conservar este orden según el derecho natural, porque así conviene al bien y paz del universo y a la equidad de la justicia. El poder dado a la Iglesia no contradice al derecho natural. Se lo dio para edificar y de la manera que más convenga a la conservación de la fe. Luego no se dio ese poder con ese fin, que sería más bien para destrucción, pues sería una injuria de la fe y para escándalo de otros.

Francisco Suárez

miércoles, 23 de agosto de 2017

Covarrubias y la guerra santa



No puede declararse la guerra a los infieles por el mero hecho de serlo, ni siquiera contando con la autoridad del Emperador o del Papa.

Se prueba por la ley Christianis, Cod. de paga., et sacrific. paga., et in cap. dispar 23, q. 8, donde se dice que los cristianos pueden declarar la guerra a los sarracenos, siempre que los sarracenos persigan a los cristianos o les arrojen de sus ciudades. Luego no hay derecho a declararles la guerra por el mero hecho de que sean sarracenos e infieles.

Se prueba asimismo porque la infidelidad no priva a los infieles del dominio que por derecho humano tienen o tuvieron antes de la ley evangélica sobre las provincias y reinos que poseen.

En el capítulo segundo de Daniel hay una prueba clarísima de esta aserción, pues a pesar de que Nabucodonosor era infiel, lo llama Daniel y dice que es: "Rey de reyes y que el Señor del cielo le dio el reino y la fortaleza y la gloria". Esto mismo hizo notar Santo Tomás en la 2, 2, q. 10, art. 10, y después de él Conrado en el tratado (de contract., q. 7, p. 1).

Y lo que aún es más, el Concilio de Constanza condenó el error de Juan Hus y de Wiclef, que sostenían que por el pecado se perdía con razón el dominio de los bienes. En el mismo error incurre Armacano en el libro que tituló "Defensorum Pacis", error que reprendieron Juan Mayor (in 1 Setent., dist. 42) y Santiago Almain (in 4, dis. 15, q. 2, colum. 10).

Luego los infieles, por el hecho de serlo y de no querer abrazar la fe de Cristo, no pierden el dominio de los bienes y provincias que poseen por derecho humano, y, por lo tanto, por esta causa no se les puede declarar la guerra ni siquiera por la pública autoridad de parte de los cristianos; conclusión que propugnan como verdadera en especial Inocencio y el Cardenal (in d. cap. quod super his), Domingo (cons. 96), Silvestre (in verb. infidelitas, q. 7), Cayetano (2, 2, q. 12, art. 2) y el Cardenal Torquemada (in d. c. dispar. 23, q. 8, y el mismo in cap. quis nos 24, q. 4) y Domingo Soto (in 4 Sent., dist. 5, q. unic., art. 10).

(...)

Por esto Santo Tomás (in d. q. 12, art. 2) dice que no pertenece a la Iglesia el castigo de la infidelidad de aquellos que nunca abrazaron la fe de Cristo, según afirma la epístola a los Corintios: "¿Acaso me pertenece a mí juzgar a los que están fuera?", aunque la Iglesia pueda castigar y declarar la guerra a los que alguna vez han profesado la religión cristiana, como lo prueba Santo Tomás en el lugar citado.

(...)

La razón que se aduce [para la guerra contra los infieles], fundada en la autoridad de San Gregorio, hay que entenderla de la guerra contra los herejes y apóstatas, según consta por la misma carta de San Gregorio a Gennadio (cap. 72 ad Gennadium, et in cap. sicut 23, q. 4), donde se alaba por muchos conceptos aquella guerra, y muy especialmente porque los herejes estorbaban la libre predicación de la ley evangélica y de la doctrina católica a las naciones pertenecientes a la jurisdicción del imperio romano, como se colige por las mismas cartas de San Gregorio.

Si, no obstante, alguien quisiera interpretar la carta de San Gregorio en el sentido de que hablase de la guerra contra los infieles que ni han abrazado la fe católica ni pertenecieron al imperio romano, entonces quedará incluida en alguno de los casos que vamos a enumerar en que es lícito declarar la guerra a los infieles.

El primer caso es cuando los infieles ocupan y retienen provincias que en otro tiempo pertenecieron a la jurisdicción de los príncipes cristianos, pues es justísimo que los cristianos para recobrar estos territorios acometan a los infieles con la guerra y las armas, como se prueba (in dic. c. dispar.). Lo mismo defienden Torquemada, Santo Tomás, Cayetano (in d. q. 66, art. 8), el Cardenal y los doctores Oldrado (in d. cap. quod super his, de vot.), Florentino (in d. c. 8) y Alberico (in d. rub. de haer. in 6, q. 8).

El segundo caso en que es lícita la guerra contra los infieles es cuando éstos atacan a los cristianos y los persiguen, pues entonces es lícito emplear la guerra defensiva y también la vindicativa para satisfacción y venganza de las injurias y ofensas de que han sido objeto los cristianos por parte de los infieles. Lo defienden Santo Tomás (2, 2, q. 10, art. 8) y todos los doctores que acabamos de citar.

El tercer caso es cuando los súbditos infieles rechazan la obediencia y sumisión a su príncipe. En tal caso podrá el príncipe castigarlos con las armas, según Santo Tomás (in d. q. 66, art. 8).

En cuarto lugar es lícita la guerra contra los infieles cuando obstaculizan la fe con blasfemias y doctrinas corrompidas o impiden la libre predicación del Evangelio aun en sus territorios, como yo lo colijo de Santo Tomás (2, 2, q. 10, art. 8, con el comentario de Cayetano). Sostienen esto mismo Alberico (in dict. rub. de haeret. in 6, q. 8) y Albino Pío Carpense en contra de Erasmo (in c. 21 de bello).

(...)

Se prueba porque se hace injuria a los cristianos, que tienen derecho a predicar el Evangelio por todo el mundo, si se les impidiese difundir la ley evangélica. La guerra declarada con el fin de evitar esta injuria es justísima.

Diego de Covarrubias

viernes, 12 de mayo de 2017

Ideal e ídolo


La hermenéutica de la sola fides y la sola Scriptura resulta filosóficamente insostenible. No existe una conexión directa con la revelación, pues el hombre es un ser mediado por el lenguaje y las formas del intelecto.


La única relación sin mediación, proporción o analogía es la de identidad. De este axioma se desprende que no haya nada más arduo que el autoconocimiento, como entendió la sabiduría antigua.


Por tanto, o bien se accede a Dios a través de un mediador, o bien se reduce al Ser Supremo y Óptimo Máximo a una mera provincia del yo.