viernes, 24 de diciembre de 2010

Feliz Navidad





Universo y semicausalidad




Lo acausal puede dar lugar a lo causal fuera del orden de la naturaleza sin contradecirlo, y ello en la medida en que opera desde un orden superior, radicalmente desemejante a aquel sobre el que influye. La acausalidad es la ausencia total de causas, no el hecho de que en uno de los extremos de la cadena causal no haya causa, por ser inicio de la misma.

Por lo demás, quien sostiene que hay en un mismo universo sucesos causados e incausados no sabe lo que es un universo. Spinoza argumenta que de una definición sólo se sigue la naturaleza simple de la cosa definida. Así, de la sola definición de triángulo no puede derivarse la existencia de una multiplicidad de triángulos, sino que se requiere una causa por la que lo uno decante hacia lo múltiple. Otro tanto sirve para el universo, de cuya definición puede deducirse la ligazón de sus partes, pero no que haya ciertos universos desligados unos de otros, esto es, un universo causal dentro de la ligazón y un universo acausal fuera de ella. Luego, si no se sigue de su definición en tanto que universos, se seguirá de una causa común a ambos, y existiendo tal causa no cabrá hablar de acausalidad en ninguno de ellos.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Ab initio




El universo tiene causa o es eterno.

Si el universo es eterno, carece de causa primera; si carece de causa primera, no ha lugar a observar en él causas segundas, pues lo causal no puede surgir de lo acausal, ni lo móvil de lo inmóvil, salvo sobrenaturalmente; si no posee causas segundas, es por completo ajeno a la causalidad. Ahora bien, esto es falso en nuestro universo, ya que no hay duda de que procede con gran regularidad en algunos casos. Por consiguiente, ha de predicarse en él una causa primera.

Si el universo tiene causa, ésta es material o inmaterial. Toda causa material es divisible; si es divisible, es corruptible; si es corruptible, no es eterna; si no es eterna, la precedió o bien la nada o bien otra causa; si fue otra causa antes que ella, no es causa primera; y si la precedió la nada, habrá que sostener que la nada es causa de todo y que no hay verdadera causalidad. Pero esto es como decir que A es no A, y por tanto se descarta. Sólo queda la opción de una causa primera inmaterial.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Ciegos




Senza dubbio noi qua basso facciamo il gioco de la cieca, e representamo comedie alle creature de la corte celeste, e li bruti e piante ci aiutano a fornirla fra li theatri del mare e della terra; (...) E sì come lo spirito caldo di bruti, quasi ignorando la sua origine, desidera questo gioco que fa, così la mente nostra si diletta di questa comedia, per non conoscer meglio; ma chi è persuaso dell'altra vita migliore, grida: "Cupio dissolvi". Ma è necessario che un giorno tutti spogliati de le mascare che portiamo che sono i corpi e gl'affetti loro, habiamo a ricevere da Dio laude o castigo secondo chi meglio fece e disse il suo detto e atto. Io trovo tra noi rade volte essere sacerdote quel che è di animo pio e santo, ma spesso li Caifa e li Iasoni; né esser re chi ha reggio animo, ma chi la fortuna, cioè la nostra ignoranza, ha fatto re; né li buoni haver bene, né li mali male, ma come disse Salomone: "Vidi neque velocium esse cursum neque fortium bellum neque sapientum panem, neque artificum gratiam, sed tempus casumque in omnibus" (Ecl. 9:11). Dunque siamo vestiti altri di veste sacerdotale, altri regia, altri plebea, altri schiava, altri santa, altri empia; ma poi quandoci spoglieremo si vedrà tutto il roverso. Perché non è pittore chi ha pennelli e colori, et imbratta le mura, ma chi saperia pingere, benché non habbia li strumenti; né habito fa monaco. Dunque non è re chi ha regno, ma chi sa regnare; né nobile chi è figlio di nobile, ma chi ha animo nobile. Così come in tragedia non è Agamennone chi rapresenta la sua persona, né Tersite chi di Tersite si veste, né Hecuba chi si veste di reina vecchia e sconsolata. Dunque la politica nostra ha forza mentre dura questa comedia, ma è forza che si finisca.

(...)

Di più si vede che gl'huomini si fanno dei e gl'idoli cose vive, et altri adorò serpi, altri il fuoco, altri le stelle. Dunque giocamo tutti alla cieca, e sendo trascorsi a bestemie tali, era bene che Dio n'avvisasse, e poi ci lasciò fornir la comedia. Ma già veggio le scene votarsi, e le tende scommoversi: sarà dunque fine. Perché conviene allo sommo bene levar questa apparenza di male anchora dagl'effetti suoi, e questi gusti di Venere e di Baco, che, come habiam mostrato, son affani temprati in qualche diletto per burlarci, han da finire. Dunque la generazione e corruttione fine haverà, e la contrarietà che la mantiene.

(...)

Ma l'huomo cieco che non mira l'eterno, si scandaliza invano, si duole del punto, e non gode de l'ampio theatro delli beni sacri.

Campanella

* * *


El hombre es naturalmente crédulo, incrédulo, tímido, temerario.

El hombre no es más que un sujeto lleno de error natural, e inefable sin la gracia. Nada le muestra la verdad. Todo lo engaña. Estos dos principios de verdad, la razón y los sentidos, además de que a cada uno de ellos les falta sinceridad, se engañan recíprocamente el uno al otro; los sentidos engañan a la razón con falsas apariencias. Y esta misma fullería que ellos traen en el alma, la reciben de ella a su vez; en revancha. Las pasiones del alma los enturbian y les entregan impresiones falsas. Ellos mienten y se engañan a porfía.

(...)

Nadie tiene seguridad, fuera de la fe, de si vela o duerme, en vista de que durante el sueño creemos vigilar tan firmemente como si de verdad lo hiciéramos. Como es frecuente soñar que soñamos, amontonando un sueño sobre otro, ¿no es posible pensar que esta mitad de la vida no es ella misma más que un sueño en el que se injertan otros, de los que despertamos con la muerte, y durante la cual consideramos tan poco los principios de la verdad y del bien como durante el sueño natural? Toda esta circulación del tiempo, de la vida, y estas diversas impresiones que sentimos, estos diferentes pensamientos que nos agitan, podrían ser sólo ilusiones semejantes al transcurrir del tiempo y a los vanos fantasmas de nuestros sueños. Creemos ver espacios, figuras, movimiento; sentimos fluir el tiempo, lo medimos, y, en fin, actuamos igual que durante la vigilia. De suerte que, al pasarnos la mitad de la vida durmiendo, por propia confesión, estamos en un estado en el que, aún cuando no nos lo parezca, no tenemos idea alguna de lo verdadero y todos nuestro sentimientos son ilusiones. ¿Quién sabe si esta otra mitad de la vida en la que creemos estar despiertos no es otro sueño un poco diferente del primero? ... ¿Quién duda de que si soñáramos en compañía, y por azar los sueños estuvieran de acuerdo, lo que es bastante frecuente, y si veláramos en soledad, nos creeríamos las cosas invertidas?

(...)

¿Qué quimera es, pues, el hombre?, ¿qué novedad, qué monstruo, qué caos, que sujeto de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de tierra, depositario de lo verdadero, cloaca de incertidumbre y desecho del universo.

(...)

Conoced, pues, soberbios, qué paradoja somos para nosotros mismos. ¡Humillaos, razón impotente! Callad, naturaleza imbécil, aprended que el hombre supera infinitamente al hombre y escuchad, de vuestro maestro, vuestra condición verdadera, que ignoráis.

Escuchad a Dios.

Pascal

Alessandro Melani





viernes, 17 de diciembre de 2010

Pensamientos




Aunque no hubiera creyentes, todo ser racional está obligado a preguntarse si Dios existe y a dudar de ello hasta que el peso de las razones lo incline más de un lado que del otro. La posición natural es la ignorancia escéptica, no la afirmación o la negación, que conllevan algún tipo de conocimiento concluyente o presunción bien fundada sobre el todo. Afirmar que Dios no existe es tan teológico como asegurar lo contrario. Lo único verdaderamente ateológico es evitar pronunciarse. Por ende, sólo el escéptico es un verdadero ateo, mientras que el ateo es un teísta invertido.

Se engaña quien crea que por negar algo no está afirmando nada, o quien suponga que hay afirmaciones sobre el mundo que no requieren prueba. Para afirmar la existencia de un objeto físico, al alcance de los sentidos, basta con mostrarlo y cerciorarse de que no se trata de una ilusión. Pero para hacer lo propio con un objeto intelectual, como Dios o un ente del que se predique la infinitud, hay que razonar. Así obra el principio de razón suficiente: todo tiene una razón de ser, visible o invisible, y es indiferente el modo en que lo expresemos, ya sea afirmando, ya negando. Ahora bien, todo lo relativo a Dios y a la causa primera remite a un infinito potencial. Por tanto, quienquiera que trate sobre estas cuestiones no está exento de presentar prueba.

Lo dicho es aplicable a toda entidad que o bien no sea física y guarde alguna relación racional con el mundo, o bien sea física y remita a un infinito potencial, el cual conlleva forzosamente una suposición del intelecto. Una tetera que orbite a una distancia tal que resulte indetectable para nosotros es completamente superflua y no guarda una relación racional con el mundo, pues nada explica, como sí lo hace un Dios del que se afirma es causa primera del mismo. Por otro lado, universo es sólo una palabra con la que nos referimos al fragmento del universo que vemos y nos esforzamos por entender, del que podemos establecer algunas leyes y regularidades, pero también a todo lo que no vemos en él y estamos obligados a presuponer en un sentido u otro; por ejemplo, su eternidad o su origen en el tiempo. Luego, siendo estrictos, ni Dios ni el universo son objetos físicos, el uno por su propia definición y el otro por la limitación de nuestros sentidos. Es por ello absurdo tratar cuestiones metafísicas como si fueran físicas.

La termodinámica, según la cual la materia ni se crea ni se destruye, nos induce a pensar que nada de lo que existe posee en sí mismo la razón para empezar a ser o dejar de ser; señala la contingencia de todos los fenómenos. En consecuencia resulta impensable, en base a la misma termodinámica, que el universo sea por sí mismo, es decir, sin comienzo y sin causa fuera de sí. Si la materia no es creada, preexiste. Si preexiste, o es por su propia virtud -puede autocrearse- o es por la de otro ente -es causada. Si el ente es inmaterial, diremos que no sólo hay causación, sino también creación. La tercera alternativa es que materia y energía surjan de la nada. Ahora bien, en ese caso también Dios puede surgir de la nada y no cabrá pedirme prueba alguna de su existencia.

Pero la divinidad no es menos capaz de acceder al corazón del hombre sin demostraciones, intuitivamente. El rechazo hacia el Dios personal es un capricho del sentimiento y no una conclusión asentada en razones. ¿Acaso creer en un Dios que ignora las plegarias es más razonable que creer en uno que las atiende? ¿Es más creíble para un ateo un Hefesto cojo que un Hermes alado? Homero invocaba a la Musa para que sostuviese su debilidad; Pitágoras escuchaba la inaudible sinfonía de las esferas; Sófocles, por boca de su Antígona, se estremecía ante el enojo de los dioses; y Sócrates juraba tener un demonio personal del que recibía admoniciones y consejos. Si Epicuro se creyó libre de toda tutela sobrenatural no fue por estimarlo más plausible, sino más soportable.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Azar




Represéntome todos estos globos, estos tremendos cuerpos en movimiento; no se estorban unos a otros, no colisionan, no se desvían: si el más pequeño de ellos viniera a desmentirlo yendo al encuentro de la Tierra, ¿qué sería de la Tierra? Todos, por el contrario, están en su lugar, permanecen en el orden que les ha sido prescrito, siguen la ruta que se les ha marcado, de un modo tan pacífico a nuestros sentidos que nadie tiene un oído lo bastante fino para escucharlos avanzar, y que el vulgo no repara en que existen. ¡Oh economía maravillosa del azar! ¿Podría la propia inteligencia lograr algo mejor? Una sola cosa, Lucilio, me amohína: estos grandes cuerpos son tan precisos y constantes en su marcha, en sus revoluciones y en todas sus relaciones, que un pequeño animal relegado en una esquina de este espacio inmenso que llamamos el mundo, tras observarlos, se ha hecho con un método infalible para predecir en qué punto de su curso se encontrarán todos los astros en dos, en cuatro, en veinte mil años. He aquí mi escrúpulo, Lucilio; si es por azar que observan reglas tan invariables, ¿qué es el orden? ¿Qué es la regla?


La Bruyère

domingo, 12 de diciembre de 2010

Romanus Weichlein





El amor y lo absoluto


El amor de nosotros mismos no puede pecar más que en su exceso o en su orientación. Se precisa, pues, que su desorden consista en que nos amemos demasiado, en que nos amemos mal, o en uno y otro de estos defectos a la vez.

Que el amor de nosotros mismos no peca por exceso síguese de que está permitido amarse cuanto se quiera, siempre que uno se ame correctamente. En efecto, amarse a uno mismo es desear el propio bien, es temer el propio mal, es desear la propia felicidad. Con todo, admito que a menudo acontece que se desea demasiado, que se teme demasiado, y que se apalabran compromisos con el placer propio, o con aquello que con demasiado ardor es tenido por la felicidad propia; mas reparad en que el exceso radica en el defecto presente en el objeto de vuestras pasiones, y no de la desmesura del amor de vosotros mismos. Lo muestra el hecho de que podéis y debéis también desear sin límites la soberana dicha, temer sin límites la soberana miseria, y que habría igualmente desorden en poseer sólo deseos limitados hacia un bien infinito.

En efecto, si el hombre no debiera amarse más que en una medida limitada, el vacío de su corazón no sería infinito, y si el vacío de su corazón no fuera infinito, se concluiría que no habría sido hecho para la posesión de Dios, sino para la posesión de objetos finitos y limitados.

No obstante, la religión y la experiencia nos informan por igual de lo contrario. Nada es más legítimo ni más justo que esta insaciable avidez, que hace que tras la posesión de las ventajas mundanas busquemos todavía el soberano bien. De todos quienes lo han buscado en los objetos de esta vida, ninguno lo ha hallado. Bruto, que hizo una profesión particular de sabiduría, creyó no equivocarse buscándolo en la virtud; pero, puesto que amaba la virtud por sí misma, mientras que ésta nada tiene de amable ni de loable salvo en relación a Dios, culpable de una bella y espiritual idolatría, no fue por ello menos groseramente confundido, viéndose obligado a reconocer su error al morir, cuando exclamó: ¡Oh, Virtud! Reconozco que no eres más que un miserable fantasma, etc.

Esta insaciable avidez del corazón humano no es, pues, ningún mal. Se requería que existiera a fin de que los hombres se encontrasen por ella dispuestos a buscar a Dios.

Ahora bien, lo que en sentido figurado y metafórico llamamos un corazón que posee una capacidad infinita, un vacío que no puede ser llenado por las criaturas, significa en sentido propio y literal un alma que desea naturalmente un bien infinito, y que lo desea sin límites, la cual no puede contentarse más que tras haberlo obtenido. Así pues, si es necesario que el vacío de nuestro corazón no sea llenado por las criaturas, es necesario que deseemos infinitamente; es decir, que nos amemos sin medida a nosotros mismos. Pues amarse es desear la propia felicidad.

Ciertamente, así como puede decirse sin errar que no se ama la criatura cuando se la ama sin límites, puesto que entonces se la emplaza en el trono del Creador, lo que es idolatría del espíritu, la más peligrosa de todas, de igual modo puede decirse que no se ama a Dios como al propio bien soberano toda vez que sólo se conciben por él tibios deseos, ya que con ello se hace descender a Dios al estado de las criaturas a causa de la impiedad de corazón, no menos criminal que su idolatría.

Ya se contemple a Dios como el propio bien soberano, ya se lo represente como un ser infinitamente perfecto, es siempre cierto que el vínculo que une a él no ha de ser limitado; y es con tal de que el hombre fuera de algún modo capaz de la posesión de este bien infinito que el Creador ha puesto una especie de infinitud en sus conocimientos y en sus acciones.

Sé bien que siendo nuestra naturaleza limitada, no es capaz, propiamente hablando, de albergar deseos infinitos en vehemencia. Mas si estos deseos no son infinitos en este sentido, lo son en otro; pues es cierto que nuestra alma desea según toda la extensión de sus fuerzas, de manera que si el número de los espíritus necesarios al órgano pudiera crecer al infinito, la vehemencia de sus deseos crecería al infinito igualmente; y que, en fin, si la infinitud no está en el acto, lo está en la disposición del corazón naturalmente insaciable.

Admito que si nos amásemos a nosotros mismos según razón, podríamos concebir que el amor de nosotros mismos sería limitado en la medida de nuestro corazón, dado que no encontramos una infinidad de razones en nuestro espíritu para amarnos. Mas el Autor de la naturaleza, cuya sabiduría ha hallado que no era preciso pedir a los hombres ser filósofos para que fueran celosos de su conservación, ha querido que amásemos por sentimiento; lo cual es tan cierto, que no es siquiera concebible que podamos sentir algún placer o goce sin amar necesariamente este "sí mismo" que es su sujeto; de suerte que mientras que hay una infinita variedad y una infinidad de grados distintos en el goce que podemos experimentar, no hay medida alguna en el deseo de la felicidad, donde este goce se manifiesta en esencia, ni la hay por consiguiente en el amor de nosotros mismos, que es el principio de este deseo.

Insisto en que si el hombre hubiera sido hecho para ser el rival de la Divinidad, no debería amarse sin medida, puesto que entonces el amor de sí mismo entraría en competencia con el amor divino: mas el hombre se ama naturalmente con tanta vehemencia sólo para poder amar a Dios. La medida desmedida del amor de sí mismo, y estos deseos como infinitos son los únicos lazos que lo vinculan a Dios, dado que, como he dicho ya, los deseos tibios no pueden unir el corazón del hombre más que con las criaturas, y que no es a Dios a quien se ama, sino a un fantasma que se forma en lugar de Dios cuando se lo ama mediocremente.

También es un gran extravío oponer el amor de nosotros mismos al amor divino, cuando aquél ya es de por sí ordenado. Ya que amarse a uno mismo como conviene es amar a Dios, y que amar a Dios es amarse a uno mismo como conviene. El amor de Dios es el buen sentido del amor a nosotros mismos, es su espíritu y su perfección. Cuando el amor de nosotros mismos se vuelve hacia otros objetos, no merece llamarse amor, y es más peligroso que el más cruel de los odios. Pero cuando el amor de nosotros mismos se vuelve hacia Dios, se confunde con el amor divino.

A fe mía que no hay nada tan fácil como demostrar invenciblemente lo que nuestras investigaciones nos han enseñado a este respecto. Pues tomando por ejemplo a los bienaventurados, que sin duda no aman demasiado ni demasiado poco, ya que se encuentran en un estado de perfección, pregunto si pueden amar a Dios sin límites sin sentir el goce de su posesión; y pregunto a continuación si puede sentirse el goce sin amarse a uno mismo en proporción al sentimiento experimentado.

No nos detengamos, pues, en absoluto en tales cuestiones vanas y contradictorias. ¿Aman los santos más a Dios que a ellos mismos? Cuánto me gustaría que se preguntase si se aman a ellos mismos más de lo que se aman a ellos mismos. Pues ambas expresiones poseen en el fondo el mismo significado, puesto que hemos hecho ver que amar a Dios es amarse en el sentido correcto, y que no amar a Dios es odiarse a uno mismo bajo cierto punto de vista.


Jacques Abbadie

martes, 7 de diciembre de 2010

O amor qui semper ardes





Fines de la virtud



Ante Yves, hombre religioso, se presentó en el camino una mujer llevando fuego y agua; según dijo, iba a hacer arder el paraíso y a extinguir el infierno para que en adelante los hombres no sirvieran a Dios por temor del suplicio ni por la esperanza de la recompensa, sino por amor a Dios mismo. En efecto, hay que servir a Dios por Dios. Tal es la intención más recta, huir de los vicios no para escapar al infierno, seguir la virtud no para subir al cielo, sino en todo obedecer a Dios por Dios. Y aunque la virtud sea en sí misma la recompensa, no obstante al espíritu de intención tan recta no puede dejar de llegar la recompensa. Nadie trabaja para Dios de balde.


Jeremías Drexel

* * *





"Ipsa sui pretium virtus sibi", que la virtud es su propia recompensa, no es sino un frío principio, e incapaz de mantener nuestras variables resoluciones en un modo constante y fijo de bondad. Yo he puesto en práctica el honesto artificio de Séneca, y en mis retiradas y solitarias fantasías, para apartarme de la inmundicia del vicio, he imaginado para mí mismo la presencia de mis queridos y dignísimos amigos, delante de los cuales antes perdería la cabeza que ser vicioso: sin embargo, aquí hallé que no había nada sino honestidad moral, y esto no era ser virtuoso por el hecho de serlo, que es lo que debe recompensarnos al final. He tratado de alcanzar su gran resolución, ser honesto sin pensar en el cielo ni en el infierno: y en efecto hallé, por inclinación natural e innata lealtad a la virtud, que podía servir a ésta sin librea, mas no de esa manera resuelta y venerable, sino de un modo en que la fragilidad de mi naturaleza, por una fácil tentación, podría verse inducida a olvidarla. La vida y el espíritu de todas nuestras acciones es la resurrección, y el permanente convencimiento de que nuestras cenizas gozarán del fruto de nuestros piadosos esfuerzos; sin esto, toda religión es una falacia, y las impiedades de Luciano, Eurípides y Juliano no son blasfemias sino sutiles verdades, y los ateos han sido los únicos filósofos.

(...)

Doy gracias a Dios, y lo digo con alegría, porque nunca tuve miedo del infierno, ni jamás palidecí al oír describir ese lugar. He puesto mis mediaciones en el cielo de tal manera que casi he olvidado la idea del infierno, y más temo perder las alegrías del uno que sufrir la desdicha del otro: verse privado de aquéllas es un infierno cabal y no es preciso, a mi juicio, añadir nada para completar nuestras aflicciones. Esa terrible palabra nunca me ha refrenado de pecar ni debo a su nombre ninguna buena acción. Temo a Dios, pero no tengo miedo de él: sus merecedes me hacen avergonzarme de mis pecados más que sus juicios atemorizarme por ellos. Dichos juicios son el obligado y secundario método de su sabiduría, del que se vale sólo como último remedio y por invocación: un proceder más para disuadir al malvado que para incitar al virtuoso a rendirle culto. Me cuesta imaginar que haya habido alguna vez algún miedoso en el cielo; siguen el camino más expedito al cielo aquellos que servirían a Dios sin un infierno; otros mercenarios que se arrastran ante él de miedo del infierno, aunque se llamen a sí mismos servidores del Todopoderoso, no son en realidad sino sus esclavos.


Thomas Browne

lunes, 6 de diciembre de 2010

Sobre la moralidad mínima del poder


Una monarquía o cualquier suerte de aristocracia no quedan adulteradas por la práctica del secreto político, ya que en ellas, "ex theoria", el poder no es ejercido por todos ni en nombre de todos. A partir de aquí se nos presentan dos consideraciones obvias. Por un lado, la más llana razón práctica nos enseña la necesidad de que el poder soberano disponga en su brazo ejecutor de toda la información, la cual integra y hace posible su derecho natural a la acción gubernativa. Por el otro, en estricta lógica jurídica, nace la obligación en cada súbdito de proporcionar siempre dicha información al soberano o a sus ministros, y a nadie más, so pena de ser juzgado como traidor. Ahora bien, si el pueblo fuese auténticamente soberano, como prescribe la democracia, y la comunidad internacional en bloque pudiera llamarse democrática de un modo irreprochable, objetivo al que sin duda aspira en términos generales, no habría ningún individuo en todo el orbe (con la exclusión de los menores de edad y los incapaces) que no ostentase a la vez la obligación de proporcionar información política a sus conciudadanos y el derecho a recibirla de ellos. La cuestión crucial, sin embargo, es si la precisaría para obrar frente al mundo, pues sólo la acción unívoca y determinante "ad extra" define al poder soberano, o por el contrario vendría a recabarla en función de un simple derecho epistémico, el derecho a la verdad, a fin de deliberar consigo mismo de infinitas maneras y con incierto resultado, lo cual es la esencia del parlamentarismo. Ahora bien, siendo este derecho a ser informado propio de todo sujeto de una comunidad global perfectamente democratizada, se trata en consecuencia de un derecho del mundo y no frente al mundo, por lo que no caracteriza en modo alguno la única soberanía que merece ser referida con este nombre. A un soberano deliberante y no obrante, que sólo es capaz de racionalizar lo que va a acontecer de una manera u otra, yo lo llamo soberano retórico. De este tipo es la soberanía popular, invocable y legislable, pero sólo como ficción y al margen del ejercicio cotidiano de la política, que no radica en ilustrar al amigo y permitir que nos ilustre, sino en identificar al enemigo y prevenirse de él, lo cual exige el cauto silencio y el acecho en las sombras.

Entendido esto, debería ser claro para todos que las filtraciones que han venido alborotando el panorama internacional en las últimas semanas, con la supuesta pérdida de credibilidad de las instituciones y partes implicadas, no alcanzan el meollo de la soberanía y versan sobre la facultad de conocer -con el ojo ubicuo del periodismo y la lengua ubicua de internet como metáforas de una suerte de espíritu de lo verdadero, superente moral- antes que sobre la de obrar, mucho más vital y sensible. Se da por hecho que el pueblo no es un soberano "de facto", aunque conserve a juicio de muchos la casta para serlo y se encuentre, bajo el particular criterio de este discurso hegemónico, permanentemente secuestrado por oligarcas. Cuál sea la más pura democracia y la más digna de estima, partiendo de lo democrático como lo originario-bueno, dependerá para estas cabezas de hasta qué punto se crea viable la sustitución del principio primario o activo de la soberanía por su principio secundario o reflexivo. Es decir, de en qué medida se confíe en disolver los presupuestos de la acción, a saber, los fines e intereses del Estado, cuyo mantenimiento justifica la existencia de un poder soberano, en el ácido de la deliberación y su ambiguo escepticismo, que al mismo tiempo que reclama que todo se discuta y se elucide, carece de una ética unitaria por su misma caracterización pluralizante y agonística. Luego sólo una democracia corrupta en sus principios, parcial y fundamentalmente hurtada al debate y al escrutinio, donde quepan a diario el silencio, la simulación y el engaño como precondiciones para el mantenimiento del poder, al que se subordinan cualesquiera otras expectativas racionales o humanistas, se salvará de ser una democracia utópica y una anarquía enmascarada. Una tal quimera ni se da hoy ni se puede dar en el futuro, pues dejaría de ser en el preciso instante en que empezase a ser, confundiéndose los fines con el instrumento y el todo con sus partes inorgánicas. Si lo que se pretende, en fin, es que, una vez rasgados todos los velos gracias a la mirada omniabarcante del cuarto poder, sea el pueblo el mandatario y portavoz de sí mismo según sus humores inmediatos, ya de forma directa o a través de una potestad de veto universal, se pretende la anarquía, es decir, que la propia noción de poder quede enervada y devenga impracticable. Así, todo derecho público se vería reducido a las relaciones de fuerza y coerción propias del estado de naturaleza: la primitiva y brutal ingenuidad por la que suspira el lunático Assange.

En suma, el poder sólo exige una moralidad mínima para mantenerse, y es el respeto en la medida de lo posible a la ley y a los pactos con fuerza de ley. El soberano tiene un derecho natural a mentirnos por mor del orden, como vio Maquiavelo, no obstante este autor se equivocase al desvincular poder y moral. La moral y el poder proceden de fuentes diferentes, pero pueden y deben converger en una determinada praxis política. Platón distinguió en su República a los obreros de los príncipes guardianes y los filósofos, estableciendo así una separación entre la clase que obedece, la que ejecuta y la que aconseja. A quien ejecuta se le exige fidelidad, no veracidad (o no necesariamente); al que aconseja, fidelidad y veracidad; a quien obedece, fidelidad, veracidad y sumisión. De ahí que deba reputarse perverso todo intento de sustraer al poder de la influencia de la moral extralegal, esto es, de la religión, ya que por sí mismo no está obligado a ser moral más que de un modo muy limitado, mientras que los cultos y las ascesis se deben por su propia naturaleza a la verdad y al rigor.

Meridiano interior


La Tierra es un punto no sólo con respecto a los cielos por encima de nosotros, sino de la parte celestial y etérea dentro de nosotros; la masa de carne que me rodea no limita mi mente; la superficie que dice al cielo que tiene un fin no puede convencerme de que yo lo tenga; creo que mi círculo es superior a trescientos sesenta; aunque el número del arca mida mi cuerpo, no contiene mi alma; mientras estudio para hallar cómo soy un microcosmos, o pequeño mundo, hallo que soy algo más que el grande. Hay sin duda una parte divina en nosotros, algo que existía antes que los elementos y no debe homenaje alguno al sol.


Thomas Browne

martes, 23 de noviembre de 2010

IOM




Los antiguos llamaron a Júpiter el Óptimo Máximo. Estas dos palabras contienen el germen de una revelación y, en tanto que poseedoras de la esencia del Ser Supremo, pueden considerarse expresivas de su naturaleza íntima.

Así, Dios amabilísimo sería el único fundamento de lo amable. Llégase a esta verdad por la siguiente reducción al absurdo. El principio que colma todas las virtudes ha de ser necesariamente lo más grande concebible. Si aquello que es fuente y origen de lo mejor pudiera ser circunscrito por lo peor, el mismo orden universal se transtornaría. Pues aceptado que hay el sumo bien limitación, tanto es esto como decir que no hay tal bien sumo. Y si no hay sumo bien, dase el sumo mal, que predomina sobre aquél y lo domeña.

Quienes han imaginado bien y mal como dos círculos en intersección, rehuyendo la pregunta sobre cuál sea el mayor o continente y cuál el menor o contenido, han supuesto en ambos una autonomía e independencia recíprocas, a semejanza de lo que se predica del área no común de los círculos intersectos. Es éste un subterfugio dualista que, a fuerza de negar a Dios su condición, escinde y duplica al mundo, alienándolo de la suya.

Luego, salvo que atribuyamos a una alucinación el valor probatorio de los razonamientos sanos, concluiremos que si el bien no es absoluto en último extremo, no hay ningún modo de acotar el mal, quedando todo apresado en el caos primigenio o en la nada indiferente.

La fe en Dios ha sido en base a estas premisas la tesis necesaria, aunque incomprensible, derivada de la constatación de la bondad de la creación. Lo bueno, si no lo es sólo en apariencia, conduce a lo infinitamente mejor. E converso, sin la idea viva de lo óptimo nuestra alma no sabe instalarse en regiones templadas y se precipita en la sima de lo pésimo. En ausencia de la noción acuciante de lo máximo todo a nuestro alrededor decae y recula, viéndose el horizonte obligado a replegarse en los estrechos márgenes del yo.

Así, el sumo bien no puede pensarse, pero puede desearse; no puede afirmarse, pero debe suponerse. Nexo entre la realidad y la suprarrealidad, entre la moral y la supramoral, es síntesis y sustento de arquetipos sin los cuales el mundo no acierta a ser igual a sí.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Romanesca




Non cedere




Mientras otros se esmeran en la elección de un aire bueno y se preocupan singularmente por hallar una morada saludable, tú estudia el trato humano y sé juicioso en elegir tus compañías. Los aspectos, conjunciones y configuraciones de los astros, que mutuamente varían, intensifican o reducen sus influencias, no son sino las variedades de la conversación más cercana o más lejana de unos con otros, y son como la compañía de los hombres, por la cual éstos se hacen mejores o peores e incluso intercambian sus naturalezas. Dado que los hombres viven por ejemplos y de continuo están imitando alguna cosa, ordena tu imitación con arreglo a tu mejora, no a tu perdición. No busques rosas en el jardín de Atalo o flores sanas en una plantación ponzoñosa. Y como apenas hay nadie malo, sino que otros son peores para él, no tientes al contagio por proximidad ni te arriesgues a la sombra de la corrupción. Aquel que no haya sufrido tempranamente este naufragio, y en sus días juveniles escapara a esta Caribdis, puede tener un feliz viaje y no entrar en el puerto con velas negras. La conversación con uno mismo, o estar solo, es mejor que esa compañía. Algunos escolásticos nos dicen que está solo en estricto sentido aquel con quien no hay ningún otro de la misma especie en el mismo sitio. Nabucodonosor estuvo solo, aunque estaba entre las bestias del campo, y se puede decir aceptablemente que un hombre sabio está solo aunque esté rodeado de una turba de gente poco mejor que las bestias. Aquellos que no piensan, que no han aprendido a estar solos, se encuentran en una prisión para sí mismos si no están con otros, mientras que, por el contrario, aquellos cuyos pensamientos están en una feria prefieren en ocasiones retirarse en compañía, estar fuera de la multitud de sí mismos. El que necesita tener compañía tendrá necesariamente a veces mala compañía. Sé capaz de estar solo. No pierdas el beneficio de la soledad y la sociedad de ti mismo, ni te limites a conformarte, antes bien deléitate en ser solo y único con la Omnipresencia. Para el que está así dispuesto, el día no es inquieto ni la noche negra. La oscuridad podrá atar sus ojos, no su imaginación. Yacerá en su lecho como Pompeyo y sus hijos, en todos los puntos cardinales, especulará sobre el Universo y gozará del mundo entero en la ermita de sí mismo. Así, la antigua ascética cristiana encontró un paraíso en un desierto, y con poca conversación en la Tierra tenía una en el cielo; así, aquellos hombres hacían astronomía en cuevas y, aunque no contemplaban las estrellas, tuvieron la gloria del cielo delante de ellos.


Thomas Browne

lunes, 15 de noviembre de 2010

La moral absoluta




En nuestros genes, o en nuestros corazones, por hablar como Tomás de Aquino y los clásicos del iusnaturalismo, está el sentido racional que nos permite discernir lo justo y lo injusto. Pero, a diferencia de lo que divulgó el corruptor Rousseau, no está ahí la inclinación a la justicia. El hombre es educado y castigado desde su infancia para enderezar sus pasiones. La existencia misma de la ley en toda sociedad nos recuerda que ni siquiera esta educación basta para garantizar el orden, por lo que nadie en sus cabales confía la moral a la espontaneidad, ni reduce lo psicológico a lo fisiológico, lo cual sí hacemos con la mera salud. Así, la naturaleza cede ante el imperio de la voluntad, que en nuestro caso es voluntad corrompida, voluntad frustrada. Si nuestros genes, a la hora de conservar nuestro vigor o permitir nuestra reproducción, errasen tanto como nuestras voliciones en acertar lo que nos conviene, habríamos desaparecido de la tierra casi antes de empezar a ser. Luego no por disfrazar al buen salvaje de chimpancé son más creíbles los delirios de esta doctrina que, excediendo toda competencia científica, los neodarwinistas se han arrogado.

La justicia sentida por el hombre no puede estar en él más que de un modo muy imperfecto, a la vista de sus extravíos. No está como la sangre en los vasos y los nervios en los tejidos, sino como la música en el oído o la tinta en el papel. Está impresa en nosotros como una naturaleza previa a la propia naturaleza. El deber, aun escrito con caracteres precisos, puede leerse mal y deformarse a través de mil retorcidos prismas. Puede ajarse la palabra inmortal en la materia caduca. Sin embargo, incluso el error que ocupe su lugar gozará de las prerrogativas del oráculo, pues toda moral, verdadera o falsa, es absoluta. El consenso, lo relativo, está determinado por la moral, lo categórico. Una asamblea no puede convencerme de que lo blanco es negro si no lo creo yo antes. El consenso no es logos, el consenso es nomos; la razón siempre precede al acuerdo. Ahora bien, ¿quién no estará de acuerdo consigo? Y aunque delibere antes en mi fuero interno, ¿de qué lograré convencerme que no supiese y aceptara ya? Dios irradia el universal en mi mente y permite que oscureciéndolo sea yo un extraño en mi propia morada.

domingo, 14 de noviembre de 2010

La moral atea




No se abomina del cristianismo ni por sus dogmas ni por su organización. Se protesta contra él porque humilla sentirse juzgado. Si la religión careciese de moral, o se acomodase a la de todos, el ateísmo no existiría.

Cuando un cristiano obra mal, o no obra cuando debe, o lo hace con intenciones aviesas lo primero que cabe llamarle es hipócrita. ¿Cuántas veces se nos ha acusado de serlo? Reconócese de esta manera que la religión, a diferencia del ateísmo, concierne a la humanidad y no sólo al individuo. Puesto que ser cristiano es también ofrecerse al prójimo, el cristiano que no se ofrezca será un falsario. Mas no llamaremos del mismo modo a un ateo egoísta, toda vez que no abandona la coherencia respecto a sus premisas.

Admito que puede haber ateos tan escrupulosos como el más recto de los creyentes, pero lo serán por tener buen natural, o tal vez por emulación y por costumbre. Todos nuestros razonamientos morales son confusas inferencias empáticas si no se contrastan con la noción de un deber objetivo, esto es, no derivado de la experiencia ni de los afectos de dolor o placer. Siendo independiente de la realidad, como premisa mayor o de derecho de todo silogismo moral, tal deber objetivo ha de considerarse superior a la naturaleza. Sin premisas inalterables es imposible llegar a una conclusión cierta.

Quizá el ateo tenga principios morales, pero no tiene ninguna obligación de obedecerlos: lo hará a placer o a conveniencia, y los cambiará cuando estime oportuno. El deber objetivo carece de efectividad sin un tercero superior que lo garantice, de modo que allí donde no alcance el poder de éste, todo está permitido. En suma, si no hay capricho ni coacción, sólo puede haber un mandato inmutable al que se sigue porque es verdadero; y a esta fidelidad la llamamos religión.

Por su parte, el primatólogo de Waal intenta reducir la moral a pulsiones instintivas, cosa que ya se intentó en tiempos de Nietzsche. Sin embargo, una moral basada en lo inmanente de la experiencia interna es en extremo falible, en la medida en que una pulsión puede ser sustituida por su contraria y tornar la simpatía en antipatía. Si la bondad depende del estado de ánimo, habrá infinidad de ocasiones en las que quepa ser pérfido.

La realidad en la que el ateo fundamenta su moral es el propio "yo", que más que realidad es fantasma y espejismo. En este sentido, todo le cuadra cuando de él se trata y carece de objetividad para censurarse; es juez y parte, y por tanto juez prevaricador. Aunque conozca y apruebe determinados deberes, podrá evitarlos con la misma soberanía con que se comprometió a cumplirlos. No necesitará una razón para eximirse, así como no la necesitó para obligarse. Ahora bien, negar algo con el entendimiento equivale a negarlo en la práctica. Así, se confiesa ingrato quien niega que siempre debamos ser agradecidos, es decir, quien rechaza que haya una razón inconmovible para estimar siempre y en todo momento la gratitud. Es difícil imaginar dónde reside esta razón en un mundo perpetuamente fluctuante y sin Dios.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Ahumanismo




Dawkins atina muy a pesar suyo al desvincular el ateísmo de la moral, sosteniendo que aunque Hitler o los mayores tiranos de la tierra no hubieran creído en Dios, tal no habría conllevado mácula alguna para la condición atea. Demos esto por cierto y reparemos en sus implicaciones lógicas. La primera y muy obvia es que la inversa ha de ser verdadera en idéntico grado. Así, cualquier hombre bueno, y con más razón cualquier héroe, lo es independientemente de su ateísmo. El ateísmo no toca al ser humano más de lo que toca al ser canino o al ser porcino, y por tanto no puede declararse nunca humanista sin mentir contra su propia conciencia. Ateo es quien cree en un determinado cosmos (ingénito) y en una determinada naturaleza (autosubsistente), no en un determinado hombre.

La segunda implicación es que nuestra especie carece de una bondad innata, grabada en sus genes fruto de la ventaja que la selección natural otorgaría a la perpetuación de las pulsiones empáticas. El buen salvaje ajeno a la religión y el ateo homicida están desconectados por igual de las premisas del creyente, siendo así que tienen móviles perfectamente naturales para actuar de modos por completo opuestos. Uno ayudará a su prójimo para satisfacer su instinto, y el otro lo aniquilará para dar gusto al suyo. No se apelará en ningún caso a realidades extraempíricas ni éstas tendrán influencia, siquiera imaginaria, en las mentes de quienes prescinden de unas tales nociones. Por ello, no a lo humano o a lo divino, sino sólo a lo natural cabrá atribuir tanto lo bueno como lo malo derivados de nuestro obrar.

Podría decirse, recordando a Laplace, que el ateísmo descarta al hombre, convertido en hipótesis innecesaria.

jueves, 4 de noviembre de 2010

La navaja contra Mill




No puede haber un discurso científico sobre el mal.

Hablar del bien o el mal del hombre, esto es, del bien o el mal relativos a la especie humana o a cualquier otro concepto universal, que suponga una multiplicidad de seres, conlleva pronunciarse sobre los fines comunes a todos los elementos implicados. Pues, si no hay comunidad de fines, bien y mal no son sino palabras vacías más allá de las singularidades subjetivas que denotan, como quiere el psicologismo. Bajo estas coordenadas, nos está vetado el juicio sobre lo bueno y lo malo en términos colectivos, ya que de una relación de semejanza no se deduce una de identidad. Así será mientras no sepamos discernir los deberes -idénticos para quienes están sujetos a ellos- de las meras pulsiones.

Con más razón, por cierto, nos abstendremos de calificar la bondad o maldad del universo, siendo éste la mayor colectividad existente y el conjunto más amplio de todas las cosas conocidas. Por tanto, queda Dios absuelto de responsabilidad y se torna inmune a las extravagantes críticas que, emulando a los maniqueos, los ateos formulan cuando pretenden ocuparse del problema del mal.

Mas, si se quisiera sobrepasar los propios límites metodológicos y establecer una definición del bien como general happiness o el máximo bienestar del mayor número de individuos, al modo de Stuart Mill, sería fácil mostrar que jamás se dan ni este máximo ni esta mayoría, salvo tal vez en la imaginación de utilitaristas y socialistas. En efecto, la felicidad así entendida -a la que con más finura cabría llamar simplemente alegría, como hicieron algunos estoicos- no tiene un objeto fijo, al carecer de fin estable, y por tanto tampoco una medida. De suerte que, mientras que la felicidad strictu sensu se realiza e incrementa cuando alcanza su meta, la alegría, que es sucedáneo de aquélla para las bestias y los estúpidos, se extingue y revierte en su opuesto tras la náusea que experimentamos al saciarnos.

Por otro lado, tampoco procede hablar de una sola mayoría de bienaventurados a la que dirigir lo bueno, sea lo que sea esto. Hay, por el contrario, infinitas combinaciones concebibles en las que el mayor número de hombres esté satisfecho en detrimento de la menor parte de ellos. Sin embargo, sólo unas pocas resultan compatibles entre sí. Verbigracia, casi todos aprecian los honores recibidos, muy particularmente cuando se consideran dignos de los mismos. Sin embargo, también la mayoría suele ceder, si se sabe impune, a placeres poco honorables y peligrosos para su reputación. ¿Cuál es, pues, la mayoría universal de hombres felices a la que se refiere Mill: la primera o la segunda? Ambas son posibles y se excluyen mutuamente.

No cabe, entonces, que haya moral sin una idea de deber válida objetivamente considerada. Ésta no dependerá ni de nuestro placer ni, en ocasiones, de nuestra conveniencia o conservación; por tanto, tampoco de nuestro cerebro ni del azar genético. Lo bueno y lo malo se establecerán en función de los fines asignados a determinadas colectividades, puesto que, haciendo abstracción del mundo, es tan imposible cometer una inmoralidad contra uno mismo como robarse la cartera. Estos fines se valorarán a su vez en atención a fines supremos, estimados buenos por su propia virtud, a saber: ser benéfico, evitar la ingratitud, no perjudicar a nadie y dar a cada cual lo suyo.

viernes, 29 de octubre de 2010

Verdad y autoridad: El caso Galileo


No hay que ocultar que hubo razones de orden moral y político en la condena del heliocentrismo. Toda sociedad tiene un límite de tolerancia para las doctrinas que la cuestionan, y la convulsa Europa a caballo entre los siglos XVI y XVII no fue distinta en esto. Hoy muchos no admitirían que un científico intentase demostrar la inferioridad de una raza, ni es en general tolerada la menor disensión que cuestione la igualdad moral de hombres y mujeres -tanto menos la jurídica. ¿Es por amor a la verdad que se toma partido de esta manera, o es por amor al orden?

Sin embargo, hoy no entendemos fácilmente que la Iglesia se inmiscuyera en un ámbito que debería haberle resultado ajeno, o arriesgado al menos, a juzgar por su propia naturaleza. Se comprende mejor si se considera que por aquel entonces la ciencia no contaba con un aparato institucional que la resguardase, garantizando su independencia. En este sentido fue hasta cierto punto obligado, dado el vacío de poder académico, que Roma tomara cartas en el asunto.

Además, la teología conlleva una visión integral del mundo, sin constreñirse en consecuencia al ámbito espiritual. El teísmo no es necesariamente refractario a las doctrinas materialistas. Campanella, teísta y defensor de Galileo, fue discípulo de Telesio, un sensualista (ver a este respecto la "Philosophia sensibus demonstrata" del primero). El teólogo y el naturalista -aunados en ocasiones en una sola persona- podían confrontar sus pareceres en busca de una razón común, o refutarse el uno al otro. La escisión dramática de estas dos figuras es sólo un capítulo histórico que, pese a sus múltiples pormenores, muchos quieren elevar a paradigma.




El cardenal Bellarmino sostuvo equivocadamente que, aunque una teoría salve las apariencias en física, debe desestimarse hasta que no esté probada en todos sus extremos, si es que en su enunciación pone en peligro algo de lo contenido en la verdad revelada. No es ésta una actitud anticientífica, sino premoderna. El filósofo renacentista creía que había tanto logos divino en la Biblia, la Palabra de Dios hecha lenguaje humano, como en el llamado Libro de la Naturaleza, el mundo experimentable, esto es, su Palabra hecha realidad fenoménica. Sin embargo, se creía también -y con buen fundamento en base a estas premisas- que, siendo la Palabra revelada más accesible a nuestra débil razón que la Palabra cosificada, aquélla debía tener preferencia en caso de duda. Se trataba de una cuestión de jerarquía gnoseológica y no, pues, de simple y cerril fanatismo y negación de la realidad misma.

En el caso de Bellarmino, que por lo demás nunca fue un literalista, se empleó la autoridad de la Biblia para defender la de Aristóteles, pues Aristóteles significaba también el Aquinate y varios siglos de escolástica. Despojarlo de su prestigio conllevaba admitir que la Iglesia se había fiado de un mal guía, capaz de equivocarse en lo pequeño (la realidad física) y, por ende, también en lo grande (su fundamento metafísico). No era sólo salvar un versículo bíblico, cosa sencilla apelando a la forma de hablar según las apariencias, o al lenguaje condescendiente empleado por Dios para con su pueblo. Ante todo, se trataba de salvar una doctrina y la seguridad moral que derivaba de un tal magisterio. A raíz de la consolidación del copernicanismo, el teísmo católico fue abandonando de forma progresiva su sumisión a Aristóteles. Sin embargo, obligarlo a que lo hiciera de un día para otro era una pretensión que se estimó imprudente e incompatible con la dignidad de la Iglesia, que ya afrontaba grandes turbulencias y profundas reformas a causa del cisma protestante. Podemos conjeturar que en una situación menos comprometida las reacciones habrían estado mejor dispuestas a la moderación, llegándose a alguna solución de compromiso. De ahí que sea injusto universalizar las relaciones entre ciencia y religión a partir de estos sucesos.

Bellarmino mantuvo la actitud de un literalista durante el proceso contra Galileo (no así, insisto, en sus obras espirituales), pero entendiendo este término en la acepción matizada que he dado y que no es en absoluto invención mía, sino que constituye un lugar común en la hermenéutica del Renacimiento. Concedo por igual que el inquisidor esgrimió dogmáticamente la autoridad de los Padres, cuando éstos jamás discutieron de forma extensa y adecuada cuestiones astronómicas, cosa que reprochó con razón Galileo. Con todo, podemos sentar que, al menos formulariamente, estuvo dispuesto a replantearse su opinión si se le ofrecían pruebas incontronvertibles, hecho éste que lo excluye del fideísmo que suele atribuírsele. Fue, por consiguiente, un conservador que se equivocó en cuestiones que no eran de su plena competencia, y con él todo el Santo Oficio, la plana mayor del aristotelismo y buena parte de los eclesiásticos. Ahora bien, un error tan amplia y transversalmente compartido no puede tener una sola causa.

Vuelvo, pues, a Campanella, que en su defensa de Galileo aduce pasajes bíblicos, y a quien cabe llamar no obstante materialista o sensualista, aunque en un grado menor que el doctor paduano Cesare Cremonini, adalid del sistema geocéntrico, el cual tuvo justificada reputación de ateo y de libertino. La Biblia, en general, se contemplaba como autoridad tanto por copernicanos como por anticopernicanos. Salvo que dudemos de la sinceridad de sus palabras, Galileo nunca creyó contradecirla, si bien sí contradijo la comentada hermenéutica por la que se prefería lo directamente inteligible -el texto sagrado- a lo experimentable y conjeturable. No se trata, entonces, de una imposición de Roma en aras de la ortodoxia, sino de una convención aceptada a lo largo y ancho de toda la Cristiandad por razones filosóficas, la cual es armónica en el catolicismo (fe y razón no se oponen) y conflictiva en el averroísmo (teoría de la doble verdad). Fue necesaria la fundación de una ciencia nueva, cuyos cimientos están en Galileo, para alejar de la Biblia toda especulación naturalista, ni siquiera como piedra de toque, declarándosela desde entonces inhábil a estos efectos.

Visto así, se trata más de una evolución coherente, aunque lenta, que de una confrontación radical con vencedores y vencidos, racionales e irracionales. La Iglesia pasa de argumentar principalmente con la Biblia (patrística) a hacerlo principalmente con la razón (escolástica); y de observar la concordancia de ambos "Libros" -natural y sobrenatural- a reservar a cada uno de ellos un propósito distinto, y no obstante complementario. Hoy la Iglesia sostiene que la Biblia es, bajo el magisterio, cierta e inerrante en su doctrina moral, en su teología y en su metafísica, pero no en otras cuestiones excusables por nuestra ignorancia -que podría no entenderlas aunque le fueran reveladas- y por su nula transcendencia pastoral. Se afirma al mismo tiempo que nada de lo que la física o cualquier otra disciplina científica postulen puede entrar verdaderamente en contradicción con los presupuestos filosóficos de la Biblia definidos por el catolicismo. En breve: se mantiene la dualidad y se respeta la especialidad. Este equilibrio no se lo debemos ni al ateísmo ni al secularismo reduccionistas. Tampoco al gran florentino que el ateísmo ha pretendido interesadamente convertir en mártir.

Galileo fue a Roma, a pesar del peligro que asumía, porque los científicos del Colegio Romano eran tenidos por los mejores de su tiempo y las máximas autoridades en el campo que Galileo aspiraba a revolucionar. No fue a rendir pleitesía al Papa, ni a humillarse ante oscurantistas de caricatura, sino a departir sobre sus nuevos descubrimientos con los príncipes de la Iglesia, que lo recibieron con toda pompa y entre los vítores del pueblo.




Respecto a Cremonini, es cierto que era amigo de Galileo, como lo era el Papa, que no obstante lo condenó a retractarse. No es inverosímil, pues, que coadyuvase con su gran influencia académica al éxito de la primera interdicción. Le iba en ello la cátedra, ya que si Aristóteles erró, Cremonini devenía maestro de falsedades. Años antes había escrito en una obrita manifiestamente antigalileana que "los matemáticos" no estaban en situación de afirmar con certeza nada sobre aquello que sus sentidos no podían asegurar. Esto es exactamente lo que Bellarmino no se cansó de repetir en la instrucción del caso que desembocó en la censura de las tesis copernicanas (no en la condena de Galileo, que fue posterior a la muerte del cardenal y del peripatético). Así, tenemos una total coincidencia de pareceres entre un reputado filósofo materialista, ferviente partidario de la separación de la filosofía y la teología, y un inquisidor aquejado de excesivo celo literalista y supuestamente ignorante, lo que no ha de dejar de asombrar a quienes ven en la religión el origen de todas las calamidades morales e intelectuales del género humano.

Con gran aplomo, Cremonini prosigue: "Si estuviéramos cercanos a la estrella, no habría dificultad, pero puesto que el entendimiento queda perplejo ante semejantes distancias, sabed, matemáticos, que no partís de los sentidos más de lo que los filósofos lo hacemos". En fin, la famosa anécdota según la cual se negó a mirar por el telescopio es una de las varias leyendas que ha forjado el caso Galileo, en las que indefectiblemente éste aparece como un héroe impertérrito rodeado de siniestros zotes. Cremonini sí observó la superficie lunar por el telescopio, tras lo cual afirmó sentirse abrumado y no poder llegar a conclusión alguna por no saber cómo interpretar aquellos datos ("quel mirare per quegli occhiali m'imbalordiscon la testa: basta, non ne voglio saper altro."), lo que no equivale a rechazarlos y sí a suspender el juicio. Muy probablemente otro tanto sucedió con Giulio Libri, pese a los sarcasmos de Galileo tras su muerte ("ya que nunca quiso verlo desde la tierra, quizá lo vea de camino al cielo").

Cremonini, no menos que Bellarmino, defendía el statu quo de la ciencia vigente y que, pese a sus carencias explicativas bajo el sistema de Brahe, se tenía por suficientemente sólida. Ambos eran muy inferiores en conocimientos matemáticos al especialista Galileo, pero ¿acaso no fue tras la aceptación paulatina de las conclusiones del Diálogo, y no antes, cuando la intelectualidad europea, con Descartes y Leibniz a la cabeza, aceptó que el mundo pudiera estar regido por una "mathesis universalis"? Ergo, Cremonini y Bellarmino, hombres de su tiempo, debieron apreciar en esa cosmovisión matematizante, de platónicos resabios, la hipótesis "ad hoc" que Galileo debía demostrar más allá de las propias matemáticas. Que los guiaran propósitos distintos -la defensa de Aristóteles y la salvaguarda de la Biblia, respectivamente- no convierte al último en más fanático u obstinado que el primero. Y, en suma, no hay que olvidar que Bellarmino actuaba en buena medida como político (aunque se trate de la policía del alma) y no sólo como sabio. Habiendo sido instructor del proceso de Bruno, conocía el potencial herético de la tesis heliocéntrica, sin duda más de lo que la Iglesia podía tolerar en un tiempo de cismas y rebeliones. Este atenuante no sirve para Cremonini, que obró en todo momento como filósofo materialista y por la sola autoridad de Aristóteles, sin importarle lo más mínimo las consideraciones de orden público.

Supongamos que Bellarmino hubiera defendido la verdad y Galileo estuviese equivocado. ¿Tendría entonces derecho a censurarlo públicamente, obligándolo a retractarse? Toda persona cabal debe responder de un modo afirmativo, a no ser que se quiera trasladar el relativismo al ámbito científico. Por tanto, la cuestión no es si Bellarmino usó o no medios coactivos para su propósito, sino si tuvo razón en ello. Puesto que no la tuvo, hay que examinar a su vez si tenía derecho a equivocarse o si, por el contrario, erró a sabiendas y con mala fe. Creo haber demostrado que la opinión de Bellarmino respecto a la autoridad de la Biblia y de la física aristotélica estaba lo bastante extendida como para no hacerse acreedor al deshonroso título de fanático o fundamentalista. Pues, al cabo, cuanto más irracional sea Bellarmino, más trivial es Galileo. La grandeza de este último consiste en haber descubierto lo que la mayoría no podía entender ni asimilar, en parte por los nuevos datos desconocidos hasta la fecha (el más importante: la enorme distancia que nos separa de las estrellas fijas), y en parte porque con el descubrimiento iba parejo un nuevo método de investigación. Resulta irónico que quienes menos creen en la infalibilidad de la Iglesia, siquiera en materia de fe, se la exijan precisamente en la tesitura de una revolución científica.

Así, la Iglesia, que ya antes había patrocinado el heliocentrismo, supo rectificar a medida que las pruebas en favor de esta teoría devinieron incontestables, aunque tuviera que pasar cerca de un siglo hasta que el Papa Benedicto XIV excluyó la obra galileana del Index. Galileo sufrió, mutatis mutandi, algo parecido a Pedro Abelardo: fue condenado al ostracismo por la novedad que representaba, y en parte por su gran arrogancia defendiéndola, aun cuando la Iglesia adoptó sus posicionamientos en el siglo siguiente, a saber, el heliocentrismo y la no cientificidad de la Biblia tocante a Galileo; respecto a Abelardo, la confrontación sistemática de la autoridad con la razón.

jueves, 28 de octubre de 2010

Exotismos


En la apologética atea no sólo hay una urgencia en matar al padre, sino que ante todo la hay en encontrarlo. Robredo ha creído hallarlo en una semidesconocida secta india de modo similar a cómo Bayle, en el artículo "Spinoza" de su Diccionario histórico y crítico, lo divisaba en una no menos pintoresca escuela china, la de los adoradores del vacío discípulos de Xe Kia. Sin duda hay que ir a buscar lejos lo que difícilmente se encuentra en casa.

Por otro lado, afirmar que el "sofocado racionalismo del siglo XIII podría considerarse nada menos que un anticipo de la crítica de los dogmas religiosos típica del siglo XVIII francés" equivale a identificar teología y racionalismo, muy a pesar del propósito denigratorio del recuento de "perseguidos" que hace Robredo. No obstante, es arbitrario tomar el siglo XIII como referente, cuando con mucha más razón están el XI de Pedro Abelardo y San Anselmo o el XII de Santo Tomás.

En fin, no podía faltar en el convite historicista el eterno mártir:

Que Galileo no es una "anécdota" (ni su ciencia ni su proceso lo son) lo prueba claramente no sólo la fantástica trascendencia que ha tenido el caso desde entonces, sino la cantidad de atención que ha atraído dentro de la propia iglesia, y de los propios apologista, incluyendo algún "homenaje" (que no rehabilitación) recientes.

En realidad la anécdota no es Galileo, gran figura a la que mal puede reivindicar el ateísmo en su favor, y a la que atacaron eclesiásticos y materialistas por igual, aristotélicos todos. Lo son Charvaca, los ignotos seguidores de Epicuro y los académicos del siglo V, puras potencialidades frente a la actualidad evaluable de dos milenios de civilización cristiana.

domingo, 24 de octubre de 2010

Sobre el fideísmo


La mayoría de cristianos no cree en Cristo de manera distinta a cómo los turcos creen en Mahoma (...) Quien confía la salud al médico de su ciudad, porque es el médico de su ciudad, y no porque lo tenga por buen médico, tanto mejor si esto le resulta, pero es a la suerte y no a la sabiduría a quien deberá dar gracias. Si hubiera sido un mal médico, nuestro enfermo habría perecido por la misma credulidad que lo curó.


Castellion

sábado, 23 de octubre de 2010

Epicurus confutatus




El ateísmo ha contemplado desde Epicuro el problema del mal como la más formidable objeción a la fe en un Dios providente y benevolente en función de nuestros estándares morales. Así, se arguye que la sola muerte de inocentes, que no es excepcional sino estadísticamente constante, prueba mejor la providencia de un mal Dios, o su desinterés, que el cuidado y protección que un Dios bueno debería prestar a la especie humana.

Ahora bien, lo primero que habría de desacreditar a Dios, según este razonamiento, no es que el hombre muera de uno u otro modo, sino el hecho mismo de que sea mortal, ya que indefectiblemente hay entre todos los hombres un gran número de inocentes. Luego, el ateo está obligado a postular a contrario que sólo un Dios creador de criaturas inmortales es moralmente irreprochable, avalando con ello que no hay moral perfecta salvo que presupongamos la inmortalidad. Llegado a este punto viene el ateo a respaldar, por confesión propia, la necesidad ética de la creencia en la inmortalidad del alma.

Por lo demás se contesta a la objeción como sigue. Puede entenderse el mal en dos sentidos: como el acto perfectamente dirigido a un fin imperfecto, o como el acto imperfectamente dirigido a un fin perfecto. En el primer sentido decimos que el criminal es malo porque obra mal, aunque lo haga perfectamente bien según las reglas del crimen, esto es, según la pericia que se espera de sus artífices. En el segundo sentido decimos que el santo es bueno a pesar de sus debilidades y tentaciones, que siendo un demérito en sí mismas constituyen no obstante la condición necesaria para alcanzar merecimiento. Pues bien, el mundo sólo es malo en el segundo de los sentidos, es decir, por el hecho de perseguir fines perfectos por medios muy defectuosos, pero que son por lo demás los únicos que pueden coadyuvar a una tan gran perfección final.

Un universo en el que no cupiera el mal debería ser ajeno al cambio y al movimiento, ya que toda alteración de los cuerpos delata una carencia en ellos. Sería también extraño a la multiplicidad, y no pudiendo dar lugar a fenómenos (ya que no se da lo fenoménico sin lo plural), resultaría un puro noúmeno accesible sólo al pensamiento puro. En suma, sería un universo inmaterial e indivisible, semejante a su hacedor, en el que Dios gozaría contemplándose, aunque sin posteridad ni fruto; un universo, pues, muy superior en perfección al que conocemos, pero incomparablemente inferior en lo que se refiere a sus fines.

Hasta aquí lo relativo al mal metafísico. Paralelamente, el mal moral surge, como es sabido, gracias a la libertad. Pero no es la libertad la que inclina a la mala elección, sino la que la permite. El sentirse atraído por lo malo antes que por lo bueno es un error del entendimiento en primer lugar (culpa), y una delectación en el error en segundo lugar (dolo).

Edipo, por desconocer la verdadera identidad de su madre, se deshonra desposándola. Sin embargo, Ixión insulta a los dioses a sabiendas. El crimen del primero es la ceguera, y el del segundo la obstinación. De uno puede decirse que es enemigo de sí mismo, al tiempo que del otro se sostiene que es enemigo de todos; uno no conoce y el otro no ama; uno se aproxima a las bestias, el otro a los demonios. En el hombre se mezclan ambas desviaciones, pues nace débil e ignorante primero, y crece vicioso y rebelde después. El origen del mal es la lejanía respecto a Dios, causada por el excesivo amor propio.

Ser libre conlleva poder elegir entre un sí y un no, y entre un más y un menos. Así, cuanto más interesado está nuestro deseo en un objeto, menos repara nuestro espíritu en sí mismo y en lo que lo rodea, de modo que el interés deviene la medida del olvido y la ingratitud. Sin embargo, un hombre por completo desinteresado sería igualmente incapaz del bien y hasta de la propia autoconservación. Por tanto, la libertad no puede por sí sola encontrar el justo medio entre extraviarse en el mundo y abandonarse a la nada. Ha de conocer y desear el único bien que lo es por su propia naturaleza y de manera plena, a saber, Dios.

Por otro lado, un mundo en el que las almas sólo pudieran obrar bien privaría a éstas de todo interés y las sujetaría a Dios únicamente, lo que desposeería al mundo de sentido moral. Más aun: la propia existencia de unas tales almas sería superflua, ya que carecerían de fines propios y, por consiguiente, de auténtica individualidad.

Puede que estas razones hubieran confundido a Epicuro.

viernes, 22 de octubre de 2010

Agricultura de las almas




Si conviene vivir según la naturaleza, ¿entonces qué fin tiene enseñar la doctrina? En efecto, la propia doctrina nos informa de que la naturaleza es un maestro muy adecuado para nuestra guía, y de que los brutos, sin recibir enseñanza alguna, conocen naturalmente su deber, tal y como vemos a las golondrinas, las grullas, las abejas y las hormigas cumplir con su deber siguiendo la naturaleza, formar entre ellas una sociedad, reunirse como para deliberar y ostentar una suerte de república.

(...)

Dios y la naturaleza no hacen nada en vano. Ahora bien, si todo estuviera de natural a disposición del hombre, sin ningún recurso a su razón, no habría entonces ocasión alguna de emplear su razón ni su mano, y por tanto una y otra le habrían sido dadas vanamente por la naturaleza. Mas como la naturaleza dio con sabiduría al hombre esta razón y esta mano, quiso que hubiera circunstancias en las que tales dones pudieran mostrarse y ejercerse; y que si quizá alguna vez extendía sus dádivas sin que el hombre fuera requerido, en otras compartiera el trabajo con él y se hiciese su compañera y su ayuda, dejando a su razón y a sus manos ciertas partes a corregir o a mejorar, y ello tanto en las cosas del cuerpo como en las del alma. De donde se sigue esta diferencia entre lo que es necesario para el hombre y lo que lo es para los brutos: al primero la naturaleza no ha dado el pan y el vino, los vestidos y las casas, sino más bien el trigo y las uvas, la lana, la madera y la piedra, a fin de que produzca para su uso pan, vino, vestidos y casas, por la razón y por su mano. Además, estas mismas materias no las ha querido dar siempre al hombre sin trabajo de su parte: ni el trigo, ni la viña, ni los rebaños prosperan sin la obra y la cultura humanas; los manzanos, los perales y otros árboles no dan en verdad buenos frutos sin injertos, que es cosa del arte y no de la naturaleza. Mientras que a los animales la naturaleza los ha dotado para la subsistencia y el abrigo con inmediatez; ha concedido por adelantado y espontáneamente a la mayor parte de ellos sus moradas; y si precisaran de algo, ha dado a cada animal la habilidad que necesita para procurarse él mismo aquello de lo que carece. Si, pues, en lo tocante al cuerpo humano, no dejamos de ver cómo a la naturaleza se une la ayuda de la razón y de la mano del hombre, no es ni sorprendente ni absurdo que suceda lo mismo con el alma humana. La naturaleza ha querido, en efecto, que, así como en la tierra y en los árboles, haya también algo en el alma del hombre que deba ser cultivado con celo y corregido por la razón. Si se admite que la naturaleza es sabia en el primer caso, fuerza es reconocer que lo es también en el segundo, donde no se comporta de manera distinta. Ya que, si se dijera que el hombre debe vivir según su naturaleza, debería entenderse en el mismo sentido que si se dijera que el campesino debe cultivar su terreno según la naturaleza; ello no significaría que el campesino no debe ayudar o corregir en nada a la naturaleza (pues el acto mismo de cultivar su terreno consiste en ayudar o corregir la naturaleza), sino que debe, en todas las cosas, tener a la naturaleza por guía y por aliada. Todo lo hace, en efecto, por la fuerza de la razón, que es natural, y si por ventura hace algo contra la naturaleza (como los injertos en los árboles, que la propia naturaleza no sabría injertar), esto mismo díctaselo la razón natural, y la naturaleza enseguida se ocupa de su obra y la remata, no menos que si fuera la suya propia. Así, el árbol injertado contrariamente a la naturaleza crece acto seguido y da fruto según la naturaleza, y surge entre el injerto, que pertenece al arte, y el crecimiento, que pertenece a la naturaleza, una suerte de unión intimísima y, por decirlo así, de matrimonio. Ahora bien, afirmo que lo mismo sucede en las cosas del alma y, por tanto, sostengo que la doctrina de la justicia es una suerte de agricultura de las almas.


Sebastián Castellion

sábado, 16 de octubre de 2010

Perplejidades democráticas




La única norma esencial en una democracia es aquella que establece que el pueblo es soberano. Esto no puede entenderse en un sentido meramente jurídico -es soberano según la norma-, sino que ha de tomarse en un sentido ideológico, por el cual el pueblo es soberano según él mismo. A partir de este último sentido, toda constitución que no reconozca dicha prerrogativa viola el derecho natural, que es de carácter originario y, en cuanto tal, eterno. No siendo, pues, la soberanía derivada o graciable, se es soberano por naturaleza o por voluntad.

Si el pueblo es soberano por naturaleza, debería existir un pueblo natural y, como tal, no dependiente de unas fronteras ni de un censo establecido, esto es, de un Estado previo que lo declare como pueblo. Ahora bien, no existe ningún pueblo de esta índole, ya que todos son agregados de poblaciones en torno a un poder preexistente. Así, no dándose sociedad humana alguna en la que no sea observada sumisión frente a los que ostentan la suprema potestad, la soberanía natural sólo puede identificarse con la autoridad directa de los gobernantes, o con la de aquellos por la que los mismos obtuvieron el poder.

Si, por otro lado, el pueblo es soberano por voluntad, no lo es por naturaleza, sino por fuerza, en la medida en que la voluntad se ejerce siempre sobre algo distinto a ella. Y en tanto que la voluntad del pueblo difícilmente será unánime, la soberanía procede de la fuerza que, autodeterminándose, una parte del pueblo ejerce sobre la otra, que debe claudicar. Pero, incluso si dicha voluntad fuera unánime en virtud de un contrato, lo sería por un tiempo y no por siempre, pasado el cual debería ejercerse la fuerza para mantenerlo en vigor. Es decir, habría desde ese momento una parte del pueblo que sería soberana sin serlo por naturaleza ni por voluntad, lo que es imposible. Con todo, si se da una sola parte del pueblo a la que no pueda atribuirse la condición de soberano, no puede afirmarse que la totalidad lo es. Por tanto, el pueblo no es soberano.

viernes, 15 de octubre de 2010

Habe deine Lust an dem Herren






Habe deine Lust an dem Herren,
der wird dir geben, was dein Herz wünschet,
befiehl dem Herren deine Wege und hoffe auf ihn,
er wirds wohl machen.
Erzürne dich nicht über die Bösen,
sei nicht neidisch über die Übelthäter,
denn wie das Gras werden sie bald abgehauen,
und wie das grüne Kraut werden sie verwelken.
Hoffe auf den Herren und tue Guts,
bleib im Lande und nähre dich redlich.
Habe deine Lust an dem Herren,
der wird dir geben, was dein Herz wünschet.
Befiehl dem Herren deine Wege und hoffe auf ihn,
er wirds wohl machen.
Alleluja.

* * *

Que el Señor sea tu único deleite,
y Él colmará los deseos de tu corazón.
Confía en el Señor tus caminos y cree en Él,
y Él hará su obra.
No te exasperes a causa de los malos,
ni envidies a los que cometen injusticias,
porque pronto se secarán como el pasto
y se marchitarán como la hierba verde.
Cree en el Señor y obra bien.
Habita en la tierra y vive tranquilo.
Aleluya.

jueves, 14 de octubre de 2010

Distopías




La necesidad orwelliana de reeducar al vulgo sólo es sentida por los ideólogos de la democracia. Los talantes más conservadores se conforman con contenerlo en los límites de la sensatez y el orden, lo cual pasa por negar su soberanía y, por ende, su sabiduría y autotutela intelectual.

El demócrata cree que el pueblo ha de estar a la altura de su propio arquetipo, por lo que confiere al poder público una facultad omnímoda para reformarlo y amoldarlo según determinadas expectativas. Paradójicamente, el Estado democrático acaba descubriendo en la instrucción de los ciudadanos una facultad de control mucho mayor que la que el déspota obtenía de la ignorancia de los súbditos. Y así, el gobierno que menos debía injerirse en la vida de sus administrados es el más insolente celador de su conciencia; al tiempo que la república que más debía estar sujeta al constante escrutinio de sus miembros pende del ligero azar de cómo sea concebido el ideal de la educación por parte de la elite dirigente.

Lo que sostenía de los gobernantes el sofista Trasímaco, a saber, que sólo procuran por su interés, es más cierto en democracia que en cualquier otro régimen, ya que incluso los ideales están sujetos a definición por la potestad política, en lugar de ser ésta el medio para realizarlos. Es distópico, pues, que lo racional, que es perseguir un fin fijo con medios variables, se invierta para justificar un sistema de gobierno en el que fines variables son perseguidos con medios fijos.