lunes, 31 de agosto de 2015

Ápeiron




Percibir no equivale a comprender. Por un lado, la percepción es la captación de un fenómeno por la sensibilidad; por el otro, comprender es descomponer una unidad de sentido en elementos inteligibles. De ahí se sigue que percibimos infinidad de fenómenos que no comprendemos, y comprendemos un sinnúmero de principios que no percibimos.

Éste es también el argumento más poderoso a favor de las ideas innatas (argumento irrefutable, según creo): Dado que es imposible comprender algo sin poseer las nociones mínimas en que descomponerlo, es necesario que dichas nociones precedan a la experiencia, pues sin ellas no llegaríamos a comprender nunca nada en absoluto.

Dichas nociones mínimas o fundamentales no pueden ser percibidas ni comprendidas. No se perciben porque no se encuentran en la naturaleza ni pertenecen al orden de lo corpóreo. A su vez, nada puede comprenderlas, porque lo comprenden todo. Constituyen la inteligencia misma y son, por ello, impenetrablemente oscuras, en la medida en que no pueden ser objeto de definición o análisis.

Una marca en el cuerpo o una señal en el cerebro remiten a la sucesión de causas que las originan; se explican por ellas. Pero ¿quién explicará lo que explica? ¿Quién moverá al movimiento, quién elevará a la altura?

Si la verdad fuera una gota de agua que pudiera dividirse en otras infinitas gotas, los juicios del hombre se disolverían en el torrente de Heráclito, y todo sería ilusorio, excepto el torrente.

El pensamiento debe fluir sobre lo inmutable. Lo que comprende a la verdad es semejante a ella.

El alma mora en el hombre como Dios en el cosmos: omnipresente, inasible.