domingo, 23 de noviembre de 2014

Soberanía popular




El derecho a legislar en una república democrática es el poder que ejerce el pueblo en su conjunto sobre cada uno de sus individuos. No emana, entonces, del individuo, sino del pueblo constituido como tal bajo el soberano.

Se demuestra: Ningún individuo tiene poder en la república para, actuando en su propio nombre, forzar a otro o limitar sus derechos. Carece también de este poder cualquier grupo de individuos, por extenso que sea, salvo que se trate del mismo pueblo. Ahora bien, el efecto pleno nunca es superior a su causa plena. En consecuencia, el pueblo no obtiene su poder de los individuos que lo componen, sino que, por el contrario, cifra su poder y su obediencia en un individuo al que reconoce como a su líder.

De este modo, la idea de mandato para definir la relación entre el pueblo y su representante es completamente equivocada. Sin una cabeza visible que lo encarne legítimamente el pueblo está desprovisto de todo poder y de cualquier supremacía política, como se ha probado. Por tanto, no puede mandar nada con carácter vinculante. Es dicha cabeza la que podrá dar órdenes y erigirse en autoridad, ello según su misma índole y prescindiendo de toda sujeción a un mandato. No obedece al pueblo, puesto que es el pueblo, mientras que lo que vulgarmente se entiende como pueblo no es más que una muchedumbre sujeta a un territorio, una autoridad y una ley.

En una palabra, el pueblo sólo es tal en sentido jurídico-político al dotarse de un representante o líder; hasta entonces es una horda o una turba. El líder, auténtico soberano, ostenta el poder del que el pueblo-muchedumbre carece, si bien lo debe a que dicha multitud existe y ha proyectado su potestad fuera de sí.

Por otro lado, la facultad de juzgar las causas y dirigir los ejércitos nunca ha correspondido al pueblo ni a meras personas privadas, siendo en cambio una prerrogativa originaria de los reyes delegada en hombres de su confianza.

Luego no es posible constituir una democracia, dado que el pueblo no es verdadero poder constituyente. Por el mero hecho de formar una sociedad todo el pueblo admite que puede ser juzgado y castigado si traspasa los límites morales que la cimientan. Esos límites son en sí mismos la soberanía (el mantenimiento de la ley y el orden) y el soberano no es otro que el encargado de salvaguardarlos contra el enemigo interior y exterior. No el pueblo, sino aquel que puede juzgar y castigar al pueblo.

De donde se concluye que ninguno de los atributos de la soberanía (legislar, juzgar y defender la patria) corresponde al pueblo, entendiendo por tal a la suma de los individuos que lo forman.

Así pues, sólo puede concebirse la soberanía popular en términos negativos y excepcionales: como la defensa violenta que ejerce el pueblo, a través de sus notables, contra los tiranos manifiestos que violan la ley y corrompen lo público.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Armonías disonantes




El axioma según el cual una verdad no puede contradecir a otra verdad sólo tiene sentido si lo verdadero se concibe en términos de no contradicción lógica. Pues, si adoptásemos parámetros más amplios, igualando verdad y realidad percibida, habría que admitir que todos los hechos ciertos difieren entre sí y se excluyen recíprocamente. De lo que se concluiría un principio opuesto al antecitado, a saber, que es necesario que las verdades se contradigan unas a otras, lo que es absurdo. Por tanto, lo verdadero ha de asimilarse a lo no contradictorio antes que a lo fáctico.

Si se acepta la conclusión anterior, en modo alguno cabe atribuir a la ciencia empírica el descubrimiento de la verdad. O no más que en el siguiente sentido: que algo se repute falso en tanto es refutado por hechos que se tienen por indudables, como el movimiento de los cuerpos o la mortalidad natural de los animales. Entonces, estos hechos o bien son verdades absolutamente seguras y susceptibles de demostración "a priori", o bien producen al menos certeza moral en cuanto a sus efectos, aunque se desconozca su fundamentación, y deben por ello preferirse a nuestros débiles razonamientos sobre cuestiones poco claras.

Dos proposiciones contrarias entre sí no pueden ser ciertas al mismo tiempo. Pero nada obsta a que ambas sean verdaderas, esto es, inteligibles sin consideración temporal. Tal se sigue de la naturaleza de la verdad, que es siempre eterna, porque nada verdadero puede dejar de serlo.

No hay comunicación posible entre lo verdadero y lo falso. Sin embargo, se da una unión continua e indisoluble entre lo inexistente y lo existente, ya que lo que engendra deja de existir o muda su ser para dar lugar a lo engendrado. La conexión entre lo verdadero y lo real es, así, puramente metafísica: se remonta a la causa primera.