jueves, 28 de agosto de 2014

Dionisio o el deseo




Narran que Sémele, la concubina de Júpiter, después de haberlo obligado mediante un juramento inviolable a cumplir el voto que ella quisiera, le pidió que se acercara a abrazarla tal como acostumbraba a hacerlo con Juno. Y así fue que ella murió como consecuencia del incendio generado por el abrazo. Pero el niño que se gestaba en su seno fue extraído por su padre, quien lo introdujo en su fémur hasta que se cumplieran los meses necesarios para su nacimiento. A causa del peso, Júpiter renqueaba considerablemente. De tal manera, el niño recibió el nombre de Dionisio*, ya que había oprimido y punzado a Júpiter mientras éste lo llevaba en su fémur. Después  de nacer, el niño fue alimentado por Proserpina durante algunos años. Cuando llegó a la edad adulta, su rostro tenía un aspecto que parecía femenino, al punto que su sexo resultaba ambiguo. Una vez muerto y sepultado desde hacía un tiempo, revivió poco después. En su primera juventud fue el primero en descubrir y enseñar el cultivo de la vid, la elaboración y el uso del vino. Por ello, fue celebrado y glorificado, subyugó a toda la Tierra y llegó hasta los confines de India.

Era transportado en un carro tirado por tigres. A su alrededor saltaban unos demonios deformes llamados Cobalos, Acratos, y otros más. También las musas se sumaron a su comitiva. Tomó por esposa a Ariadna, que había sido dejada y abandonada por Teseo. Su planta sagrada era la hiedra. También se lo tenía por inventor y fundador de rituales y ceremonias, pero sólo de la clase de los que son fanáticos, están llenos de depravaciones y de los que, además, son crueles. También tenía el poder de incitar furores. Cuentan que en sus orgías, dos hombres ilustres, Penteo y Orfeo, fueron despedazados por ciertas mujeres excitadas por el furor: Penteo, cuando, montado en un árbol, quería observar lo que estaban haciendo; Orfeo, mientras estaba tocando su lira. Además, las acciones de este dios por lo general son confundidas con las de Júpiter.

La fábula parece referirse a las costumbres de una manera tal que no se encuentra nada mejor en la filosofía moral. A través del personaje de Baco se describe la naturaleza del deseo, o de la pasión y de la perturbación. Pues la madre de todo deseo, incluso del más nocivo, no es otra que el apetito y el anhelo de un bien aparente. El deseo, en efecto, siempre se concibe a través de un voto ilícito, consentido ciegamente antes de ser comprendido y juzgado. Una vez que la pasión ha comenzado a calentarse, su madre (es decir, la naturaleza del bien) se destruye y muere a causa del fuego excesivo. Mientras el deseo todavía es inmaduro, se nutre y se oculta en el alma humana (que es su progenitora y está representada por Júpiter), especialmente en la parte inferior del alma, como en su fémur. Punza el ánimo, lo presiona y lo reprime, al punto que las decisiones y las acciones del alma son impedidas y renquean por su causa. Y luego, cuando ya ha sido confirmado por el consenso y por el hábito, y prorrumpe en acciones, sin embargo, todavía durante un tiempo es educado por Proserpina. Esto quiere decir que busca subterfugios, es clandestino y como si fuera subterráneo, hasta que una vez que fueron removidos los frenos del pudor y del miedo y que su audacia ha sido fortalecida, o bien asume la apariencia de alguna virtud, o bien desprecia la infamia misma.

Y es muy verdadero que las pasiones más vehementes son como de un sexo ambiguo, pues tienen tanto el impulso viril como la impotencia femenina. También es brillante que Baco reviva. Porque a veces las pasiones parecen estar dormidas ye xtinguidas, pero no hay que creerles ni siquiera cuando están sepultadas, ya que resurgen cuando se presentan la ocasión y el objeto. La parábola también es sabia cuando trata sobre la invención de la vid. Pues toda pasión es ingeniosa y sagaz para buscar sus alimentos. De todas las cosas que los hombres conocen, el vino es la más potente y eficaz para encender y excitar perturbaciones de toda clase, y es como el alimento común de todos ellos. Con gran delicadeza se presenta a la pasión como algo que subyuga territorios y emprende expediciones infinitas, ya que nunca está satisfecha con su parte sino que, con un apetito infinito e insaciable, busca más allá y codicia algo nuevo. Además, los tigres residen junto a las pasiones y están atados a su carro, pues una vez que la pasión de alguien comienza a andar en carro y ya no se transporta a pie, como vencedora de la razón y triunfadora, es cruel, indómita y ruda con todo lo que se le enfrenta y se le opone. También es sutil que alrededor del carro salten aquellos demonios ridículos. En efecto, toda pasión produce movimientos indecorosos, desordenados, saltarines y deformes en los ojos, en la cara misma y en los gestos, a tal punto que quien es presa de alguna pasión como la ira, la arrogancia o el amor, se ve a sí mismo como magnífico y grande, pero para los demás es torpe y ridículo.

También se observa la compañía de las Musas alrededor de la pasión, puesto que no se encuentra en general ninguna pasión que no sea alentada por ninguna teoría. En ello la indulgencia de los ingenios rebaja la majestad de las Musas al presentarlas como lacayas de las pasiones, cuando en verdad deberían ser las guías de la vida. Más noble que ninguna es la alegoría según la cual Baco entregó su amor a quien había sido abandonada por otro, pues es muy cierto que la pasión busca y corteja lo que fue repudiado por la experiencia. Todos los que, por servir y condescender a sus pasiones, están dispuestos a pagar un altísimo precio para poseer lo que apetecen (sea fortuna, amor, gloria, conocimiento o cualquier otra cosa) han de saber que buscan para ellos cosas abandonadas que, después de haber sido probadas, fueron desdeñadas y rechazadas por muchos hombres durante casi todas las épocas.

El hecho de que la hiedra fuera consagrada a Baco no está exento de misterio, pues esto le corresponde en dos sentidos. Primero, dado que la hiedra reverdece en invierno. Luego, porque se desliza, se extiende y se eleva alrededor de todo: árboles, paredes y edificios. En lo que respecta a lo primero, toda pasión adquiere vigor y reverdece a causa de la resistencia y la prohibición, como por antiperístasis (al igual que la hiedra lo hace a causa del frío invernal). Con respecto a lo segundo, la pasión, al predominar por sobre todas las acciones y las decisiones humanas, se esparce del mismo modo que la hiedra, y se aplica, se adhiere y se mezcla con ellas. No es sorprendente que se atribuyan ritos supersticiosos a Baco, ya que por lo general todas las pasiones malsanas prosperan en las religiones depravadas. Tampoco sorprende que se diga que incitaba furores, dado que toda pasión es ella misma un furor breve, que si se precipita y asedia con más vehemencia termina en la locura. El episodio de la laceración de Penteo y Orfeo contiene una parábola evidente: que la pasión muy intensa es completamente hostil y dura con respecto a la investigación curiosa y el consejo saludable y franco. Finalmente, aquella confusión de los personajes de Júpiter y Baco puede traducirse correctamente en una parábola, ya que las acciones nobles y famosas y los méritos ilustres y gloriosos, en ocasiones provienen de la virtud, de la recta razón y de la magnanimidad, pero a veces provienen de una pasión latente y de un deseo oculto (que de cualquier manera se exasperan por la fama y por la celebridad de la gloria), de modo que no resulta fácil distinguir entre los actos de Baco y los de Júpiter.

Francis Bacon


* Διόνυσος, del griego Διος (dios, Zeus) y νύσσειν (punzar), según la etimología que traza Bacon.

sábado, 23 de agosto de 2014

Ser libre, ser uno


Platón sostenía algo que es de puro sentido común: una misma cosa no puede operar dos acciones opuestas al mismo tiempo, pues ello viola el principio de no contradicción. No cabe decir que algo está en reposo y en movimiento a la vez y bajo el mismo punto de vista, ni tampoco que alguien desea A y no A. De lo que cabría inferir que el hombre no tiene una sola alma, sino al menos dos, o tantas como deseos simultáneos y mutuamente excluyentes pueda albergar.

Así, cuando se dice que un hombre tiene el corazón dividido respecto a un asunto, no ha de entenderse metafóricamente, sino de modo literal. O bien nuestra mente se escinde al desear, o bien está siempre escindida en una pluralidad de voliciones, aunque la inclinación final que pone término a esta especie de pleito interior corresponda a la que llamamos nuestra alma. Tal proceso de escisión y determinación no se da en las máquinas artificiales, que no pueden contradecirse y, por tanto, tampoco pueden determinarse. Por lo que resulta lícito afirmar que la autodeterminación humana es índice de su libertad.

sábado, 16 de agosto de 2014

Guerra justa y guerra santa




Diego de Covarrubias resume en cinco las causas para emprender una guerra justa: 1) la defensa de la propia nación, 2) la venganza de una injuria muy grave que no ha sido debidamente perseguida ni castigada, 3) la represión de la rebeldía injusta frente a la autoridad, 4) la restitución de bienes sustraídos mediante violencia y 5) el ejercicio de un derecho que sin razón se niega (como el derecho de paso).

La primera causa es la más evidente y no necesita comentario ("vim vi repellere licet").

La segunda causa debe limitarse a las injurias infligidas a miembros del país que declara la guerra (por ejemplo, a sus legados) o, por extensión, a las violaciones del derecho común, en virtud del cual se establece qué está permitido a los hombres y qué debe ser tenido por injusto en todo tiempo y lugar (i.e., el asesinato de inocentes).

La tercera es ejecución de la jurisdicción más que guerra y no da derecho a esclavizar a los prisioneros.
 
La cuarta y la quinta se asimilan a la segunda.

Covarrubias indica asimismo cuatro causas justas para declarar la guerra a los infieles:

1) La apropiación de tierras que pertenecieron a la jurisdicción de los príncipes cristianos.

2) La persecución de los cristianos en tierras de infieles.
 
3) La rebelión de los infieles en tierras cristianas.
 
4) El impedimento de la libre predicación en tierras de infieles.

Divide estas guerras en defensivas, vindicativas y punitivas. Las defensivas exigen ofensa previa y suficiente, que solicite la acción armada como respuesta proporcional. Las vindicativas requieren una injuria muy grave contra la nación o contra el derecho de gentes (si se consiente con carácter general el derramamiento de sangre inocente). Las punitivas precisan de jurisdicción sobre los súbditos.

En cualquier caso, la doctrina escolástica excluye la llamada guerra santa, es decir, la guerra para la conversión del infiel, que no es ni defensiva (porque no hay ofensa suficiente), ni vindicativa (porque no es injurioso para la religión cristiana el que no se la profese, siempre que se la permita), ni punitiva (porque el Emperador cristiano no tiene jurisdicción sobre todo el orbe, ni el Papa puede de ordinario ejercer la potestad temporal, sino sólo extraordinariamente y de modo auxiliar). Lo anterior se abrevia en la máxima de San Pablo, tomada de 1Cor, 5:13:
 
"Dios juzgará a los de fuera; vosotros extirpad el mal de entre vosotros mismos". 
  

martes, 12 de agosto de 2014

Massa dubiorum




"¡Oh, qué cosa tan vil y abyecta es el hombre, si no se eleva por encima de la humanidad!"

He aquí una buena frase y un útil deseo, mas igualmente absurdos. Pues es imposible y monstruoso hacer el puñado mayor que el puño, el abrazo mayor que el brazo, o esperar dar una zancada mayor que la longitud de nuestras piernas. Y que el hombre se eleve por encima de sí mismo y de la humanidad: pues no puede ver más que con sus ojos, ni agarrar más que con sus dedos. Se elevará si Dios milagrosamente le tiende su mano; se elevará abandonando y renunciando a sus propios medios y dejándose alzar y levantar por los medios puramente celestiales.

Montaigne cita al Séneca de las Cuestiones naturales para refutarlo. Aquí "la humanidad" no significa el estado presente del conocimiento o de las costumbres, mas lo que caracteriza al hombre como especie y, al cabo, como animal: conocer por su experiencia y amar según su interés. Lo sobrehumano es precisamente lo contrario, a saber, conocer por la razón allí donde la percepción no alcanza y amar la justicia incluso cuando le es desfavorable. Esto es, pues, lo que Séneca estima ser superior a la esfera de lo meramente humano: lo que nuestro instinto ignora o rechaza, lo que la mayoría desprecia, aquello a lo que debe llegarse por la doctrina y la ascesis, haciéndonos violencia.

Montaigne sugiere que esta elevación no es posible, habida cuenta de que en el hombre todo es humano, sin que le quepa participar en realidades superiores. Lo que añade acto seguido, me temo que de forma hipócrita, es que sólo Dios es capaz de obrar tal cosa "por los medios puramente celestiales", es decir, por vía de la gracia. Ello es un remedo de la tesis agustiniana contra Pelagio, que Lutero radicalizó y Montaigne seculariza en sus Ensayos, aplicándola a todo el conocimiento y no únicamente al salvífico. 

De modo que el hombre ya no es massa peccatorum, sino massa dubiorum; un ser desprovisto de una guía segura, renqueante, que sólo puede deambular en los márgenes de lo probable y lo provisional. Éste es también el talante escéptico de la ciencia moderna, inorgánica y antiplatónica, que hace las veces de un luteranismo cognoscitivo. Los pedantes hoy hablan de "la virtud de dudar" con el mismo énfasis postizo que Montaigne empleaba para alabar la virtud de creer en lo incomprensible y seguir las erráticas inclinaciones de nuestro espíritu. No hay virtud que valga: ambas nacen de la impotencia racional del hombre y de su desconfianza de que el universo esté dotado de algún sentido.

Ciertamente que ello no implica renunciar a la mejora de la condición humana. Pero que el hombre se supere en su desarrollo no conlleva necesariamente que se eleve por encima de la humanidad. Como otros ya han observado, mientras que el progreso de la Antigüedad fue vertical, atribuible al individuo, el de la Modernidad es horizontal y se predica de la muchedumbre indistinta. Un progreso amorfo, autorreferente y sin otro fin que extenderse, como se extienden las plagas, las ramas de hiedra o las ondas de un guijarro arrojado al lago.