sábado, 28 de agosto de 2021


La ira y la lujuria son vertientes de la misma pulsión: la que nos inclina a pretender saciar la sed de infinito con lo finito y a juzgar lo espiritual con categorías sensibles. En esto consiste el engaño del diablo.

La soberbia nos lleva a preferir lo aparente a lo verdadero; la avaricia, lo caduco a lo eterno; la pereza, lo pequeño a lo grande; la gula, lo agradable a lo conveniente; la envidia, lo malo a lo bueno.

Los pecados, antes de convertirse en desviaciones morales, nacen como extravíos metafísicos.

 

Los místicos, como los antiguos, creían que la naturaleza, y por tanto Dios, aborrece el vacío. Cuando un conato de vacío empieza a producirse, la naturaleza lo llena al punto para que no haya discontinuidad en el ser. Por ello estos místicos enseñan que el único modo de alcanzar el conocimiento supraintelectual de Dios es vaciarse de apegos terrenales, de todo amor propio, incluso del afán por nuestra salvación, deseando exclusivamente la gloria de Dios. En este instante obligamos a Dios a que entre en nosotros, moviéndolo a ocupar el fondo del alma, donde ya no se da la menor resistencia a Dios. Y dicen que se le obliga porque de lo contrario Dios permitiría que lo así purgado permaneciera en la imperfección y el anonadamiento, lo que repugna a la justicia de un buen dador.

En la mística cristiana se dan, pues, dos movimientos, el del vaciarse para hallar el fondo del alma y purgar toda deformidad de la semejanza original con Dios, y el del afecto o deseo, o amor hacia Dios, que buscando su semejanza lo atrae.


Nacimiento



 

"Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is. 9, 5).

En toda la Iglesia se celebra la fiesta de tres nacimientos del Señor. Los cristianos deberían hallar en esto tanto gozo que desbordasen de íntima alegría en amor y agradecimiento. Es de compadecer quien así no lo sienta de verdad.

El primero y más sublime es el nacimiento del Verbo eterno. El Padre celestial engendró a su único Hijo en unidad de esencia y distinción personal.

El segundo tuvo cumplimiento cuando nació de Madre Virgen, permaneciendo ella inmaculada.

El tercer nacimiento tiene lugar en cada alma santa, donde Dios está siempre naciendo espiritualmente por su amor y gracia. Estos son los tres nacimientos, simbolizados por las tres misas de hoy.

Se celebra la primera en la oscuridad de la noche y comienza "Él me ha dicho: Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy" (Sal. 2, 7), es decir, ab aeterno. Esta misa representa aquel misterioso nacimiento que tuvo lugar en el oculto e insondable abismo de la divinidad.

Empieza la segunda con estas palabras: "Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz" (Is. 9, 2), que significa el fulgor de la naturaleza humana divinizada. Se celebra al alba, como símbolo de un nacimiento medio conocido y todavía por ser manifestado en plenitud.

Se dice en pleno día la tercera, cuyo introito es "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is. 9, 5). Es figura del nacimiento que tiene lugar todos los días, a toda hora, en todo instante en el alma del justo. Ocurre siempre que tomamos conciencia amorosamente de la inhabitación de Dios en el alma, concentrándonos en Él de todo corazón. Dios viene a ser tan profundamente nuestro y con tal propiedad que no hay cosa tan nuestra como lo es Él por este nacimiento. Se colige del texto "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado". Nada hay tan nuestro como Él. Ojalá nazca en nosotros cada instante. Vamos a hablar de este nacimiento.

A fin de que este nacimiento se realice dignamente y con harto fruto dentro de nosotros, reflexionemos ante todo sobre la naturaleza de aquel primer nacimiento que se origina en el Padre, al engendrar a su Hijo en la eternidad. La bondad de Dios, compelida por la abundancia de riqueza sobre esencial, desborda en comunión, como dice San Agustín: "Dios, sumo bien, es difusivo por naturaleza". Del Padre nace el Hijo, segunda persona divina, y luego por su bondad se expande en creación de todo ser. Por lo cual, dice San Agustín: "Nosotros existimos porque Dios es bueno y cuanto haya de bondad en cualquier cosa procede de la bondad esencial del creador".

¿Qué es lo que debemos considerar más propio del Padre al engendrar al Hijo? En virtud de su divina paternidad se repliega sobre sí mismo por su propio entender, y al contemplarse en plenitud, escruta claramente el abismo esencial de su ser eterno. La exhaustiva y simple comprensión se expresa y proyecta en la Palabra, su Hijo, su Verbo. Precisamente en este conocimiento que el Padre tiene de sí mismo consiste la generación eterna del Hijo. Se identifica el padre con la esencia por repliegue en la unidad y distingue por despliegue personal. El Padre entra dentro de sí al intuirse plenamente y sale al expresar la propia imagen en distinción personal. La que Él ha concebido de su comprensión. De nuevo, en reflujo sobre sí mismo, por perfecta complacencia se desborda en amor inefable, cuyo nombre es Espíritu Santo. Decimos, pues, que Dios permanece en sí, sale y vuelve a sí mismo. Con razón suele decirse que Dios sale para entrar.

Lo significa el movimiento rotatorio de los cielos, el más noble de todos, porque constituye un perfecto retorno al origen y punto de partida. Asimismo el curso de la vida humana es noble y perfecto siempre que vuelve a Dios, que es su principio.

Quienes deseamos que el Verbo se haga carne de nuestras vidas debemos participar con espíritu materno en el flujo y reflujo característicos del Padre Celestial. Necesitamos ante todo adentrarnos plenamente en las propias moradas. Sólo entonces será fecunda la salida. Pero ¿cómo lograrlo?

Memoria, entendimiento y libre albedrío, las tres facultades más nobles del alma, son pura imagen de la Santísima Trinidad. Por ellas el alma tiene capacidad de asir a Dios y conseguir que Él sea enteramente su prisionero con todas sus riquezas y regalos. Con esto el alma se levanta en vida eterna mientras camina por los senderos del tiempo. Por las facultades superiores pertenece ya a la eternidad; por las inferiores, sensibles y animales, persevera aún en el tiempo. Con harta pena, sin embargo, unas y otras potencias vagan, se entretienen y enredan en las cosas temporales y caducas. Porque ambas, superiores e inferiores facultades, se hallan profundamente entrelazadas. Por eso, aun las más nobles se inclinan fácilmente a la dispersión y se apegan a los negocios vulgares con olvido o detrimento de realidades eternas.

Es de todo punto necesaria la vuelta al interior, entrar dentro de nosotros mismos, para que Dios nazca en el alma. Apremia lograr un fuerte impulso de recogimiento, recoger e introducir todas nuestras potencias, inferiores y superiores, y trocar la dispersión en concentración, pues, como dicen, la unión hace la fuerza.

 Cuando un tirador pretende golpe certero en el blanco cierra un ojo para fijarse mejor con el otro. Así el que quiera conocer algo a fondo necesita que todos sus sentidos concurran en un punto, dirigirlos al centro del alma de donde salieron. Las ramas del árbol proceden todas del tronco. Así los apetitos de concupiscencia e irascibles radican en las facultades superiores y fondo del alma. Llegar hasta aquí es lo que se entiende por entrar en nosotros mismos.

Así nos habremos dispuesto para salir al encuentro del Señor. Salgamos ahora fuera y avancemos por encima de nosotros mismos hasta Dios. Se necesita renunciar a todo querer, desear o actuar propio. Nada más que la intención pura y desnuda de buscar sólo a Dios, sin el mínimo deseo de buscarse a sí mismo ni cosa alguna que pueda redundar en su provecho. Con voluntad plena de ser exclusivamente para Dios, de concederle la morada más digna, la más íntima para que Él nazca allí y lleve a cabo su obra en nosotros, sin sufrir impedimento alguno.

En efecto, para que dos cosas se fusionen es necesario que una sea paciente y la otra se comporte como agente. Únicamente cuando está limpio el ojo podrá ver un cuadro colgado en la pared o cualquier otro objeto. Imposible si hubiera otra pintura grabada en la retina. Eso mismo ocurre con el oído: mientras que un ruido le ocupa está impedido para captar otro. En conclusión, el recipiente es tanto más útil cuanto más puro y vacío.

A esto se refiere San Agustín cuando dice. "Vacíate para llenarte, sal para entrar". Y en otro lugar: "Oh tú, alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera a quien está plena y manifiestamente dentro de ti? Eres partícipe de la naturaleza divina, ¿por qué, pues, esclavizarte a las criaturas? ¿qué tienes tú que ver con ellas?".

Si de tal modo el hombre preparase su morada, el fondo del alma, Dios lo llenaría sin duda alguna, lo colmaría. Romperíanse, si no, los cielos para llenar el vacío. La naturaleza tiene horror al vacío, dicen. ¡Cuánto más sería contrario al Creador y a su divina justicia abandonar un alma así dispuesta! Elige, pues, una de dos. Callar tú y hablará Dios o hablar tú para que Él calle. Debes hacer silencio. Entonces será pronunciada la palabra que tú podrás entender y nacerá Dios en el alma. En cambio, ten por cierto que si tú insistes en hablar nunca oirás su voz. Lograr nuestro silencio, aguardando la escucha del Verbo, es el mejor servicio que le podemos prestar. Si sales de ti completamente, Dios se te dará en plenitud, porque en la medida que tú sales Él entra. Ni más ni menos.

Un texto de Moisés nos ofrece el ejemplo de esta salida; aquel en que Dios manda a Abrahán dejar su patria y su familia. Y esto porque quería mostrarle un bien mayor: el divino nacimiento que supera todo bien. La tierra de donde Abrahán debía salir significa el cuerpo con sus concupiscencias y desorden. La familia es figura de los apetitos sensitivos e imaginación, propensos a la extroversión. Arrastran el cuerpo al desasosiego, turban incluso al alma con pasiones de placer y de dolor, de gozo y tristeza, de temor y deseo, de precipitación y cuidados.

Porque estamos tan estrechamente unidos a esta familia necesitamos mayor fuerza para librarnos y ver el comienzo de tanto bien como trae el nacimiento de Dios en el alma.

Dicen que el hijo criado en casa fuera de ella es un becerro. El proverbio tiene aquí perfecta aplicación. Quienes no han salido de sí mismos obedecen sólo a impulsos naturales, por lo que ven, lo que oyen, sentimientos y emociones. Son incapaces de comprender lo que no está a su alcance, viven el mundo de las impresiones. Esta gente carece de inteligencia para las cosas más altas, lo divino. Son en realidad como vacas y becerros. Tienen el fondo del alma como una mina de hierro en la montaña, ni un rayo de luz la alcanza. Su sensibilidad está embotada, carecen de imaginación, impermeables a todo, en realidad no saben nada. No han salido de su casa. El nacimiento de que venimos hablando no les dice nada. El Señor ha dicho: "Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, germanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna" (Mt. 19, 29).

Hasta aquí hemos hablado del primero y tercer nacimientos y cómo por aquél podamos entender las exigencias del último. Prosigamos ahora en la comprensión del tercero mediante el estudio del segundo, es decir, del que tuvo lugar la noche en que el Hijo de Dios nacido de la Virgen Madre vino a ser nuestro hermano. Aquel que en la eternidad fue engendrado sin madre y en el tiempo nació sin padre.

"Ciertamente -nos dice San Agustín- María ha sido más dichosa porque Dios nació en su alma que por haberle dado nacimiento corporal". Quien quiera, pues, ver cumplido tan noble y espiritual nacimiento en sí como tuvo lugar en el alma de María tendrá que disponerse, como la Madre de Dios, de dos maneras: por nacimiento en el alma y alumbramiento corporal. Ella en verdad era una virgen casta y pura, prometida, además, en matrimonio. En soledad y del todo liberada hasta la Anunciación. Así es preciso disponerse para que Dios nazca en el alma. Ésta habrá de ser virginal, casta y pura. Si alguna vez se pierde la pureza del alma habrá de recobrarse en total purificación.

Aparentemente una virgen es persona estéril, pero la más fecunda en su interior. De esta manera el alma virginal que de aquí hablamos habrá de cerrar el corazón a todas las cosas exteriores, sin esclavizarse a ninguna criatura, aunque, al parecer, los frutos fueren escasos. De este modo procedió siempre María, quien dio cabida en su corazón únicamente a la palabra del Señor.

Dentro, en cambio, el alma virginal lleva fruto inmenso, como dice el Profeta: "Toda espléndida la hija del rey va dentro" (Sal. 45, 14). Quien la imite vivirá en soledad. Sus habituales disposiciones, pensamientos y conducta convergen en el interior. Sólo así llevará mucho fruto, fruto exquisito, Dios mismo, el Hijo de Dios, el que contiene en sí todas las cosas.

María era joven esposa. Como ella el alma virginal vivirá desposada con Cristo, como enseña San Pablo: "Desposados con un solo esposo" (2 Cor. 11, 2). Arranca de raíz tu corazón cambiante y ofrécete en unión con la voluntad de Dios, que es inmutable. Tu debilidad se trocará en fortaleza. Como María, el discípulo del Señor debe recluirse en la clausura del corazón, si quiere experimentar el nacimiento de Dios. Evite cualquier dispersión no sólo de negocios temporales que obviamente causen daño, pero aun de gustos sensibles al practicar virtudes. Deberá también hacer silencio y paz frecuentemente en su interior. Enciérrese en la morada más oculta, donde no alcancen los clamores del sentido y allí viva en silencio y paz consigo.

A este sosiego del espíritu se refiere el cántico de la Misa que comienza: "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía" (Sb. 18, 14). En pleno silencio, toda la creación callaba en la más alta paz de media noche. Entonces, oh Señor, la palabra omnipotente dejó su trono por acampar en nuestra tienda. Serán entonces, en el cenit del silencio, cuando todas las cosas quedan sumergidas en la calma, sólo entonces se hará sentir la realidad de esta Palabra. Porque, si quieres que Dios hable, hace falta que tú calles. Para que Él entre todas las cosas deberán haber salido.

Cuando el Niño Jesús entró en Egipto, los ídolos se derrumbaron a su paso. Cualquier cosa, por buena y santa que parezca, si impide que Dios nazca interiormente en nuestras almas, eso será los ídolos de Egipto para ti. "Yo he venido -dice el Señor- a traer espada. He venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual" (Mt. 10, 34). Tus peores enemigos son en verdad los más íntimos a ti. Las múltiples imágenes con que aprisionas al Verbo le oscurecen e impiden nacer, aunque la paz de su presencia no se ausente por completo. Esta paz en plenitud, tan limitada por la culpa, viene a ser la madre del nacimiento de Dios en el alma.

Debes, pues, conseguir pleno silencio con frecuencia, hasta vivirlo habitualmente. La repetición de actos llevará a pleno dominio, pues lo que resulta imposible a los bisoños, no implica la menor dificultad para el experto. La costumbre hace maestros.

Quiera el Señor darnos su gracia para que este nacimiento sea constante realidad en nuestras almas, como madres de Dios en el espíritu.

 

Juan Taulero


Contemplación

 


Dios es unidad indivisible. Podemos, sin embargo, distinguir en Él atributos y contemplar sucesivamente su realidad y bondad trascendente, la intimidad misteriosa de su naturaleza, su soledad y sus tinieblas.

Moisés dijo: "Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, sólo Yahveh". En Dios no hay pluralidad, pero podemos sacar provecho de los nombres especiales, particulares y distintivos que atribuimos a Dios y su Ser, al comparar con Él nuestra nada. Lo he dicho muchas veces: mientras que al principio el hombre debe dar a la meditación un contenido temporal enteramente, como el Nacimiento, las obras, la vida y ejemplos de Nuestro Señor, ahora tiene que levantar su espíritu y aprender a volar por encima del tiempo, en vida eterna.

El hombre puede reflejar en su alma eficazmente los atributos de Dios. Considerando que Él es el ser puro, ser de los seres sin identificarse con ninguno de ellos, Dios, lo que es en todo aquello que es ser y bondad. San Agustín dice: "Si ves a un hombre bueno, un ángel bueno, un cielo hermoso, prescinde del hombre, del ángel y del cielo. Lo que queda es la esencia del bien, es Dios. Él está en todas las cosas y muy por encima de todo. Las criaturas contienen, sin duda, un elemento de bondad y de amor, de todo lo que se puede llamar ser, que el hombre puede desear".

En Dios debe sumergirse el hombre con todas sus facultades plenamente por la contemplación de suerte que su nada sea toda entera recibida y renovada. Reciba el ser en el ser divino, único ser, vida y actividad de todas las cosas. Considere enseguida las propiedades de esta simple unidad de única esencia, ser y acción, su conocimiento, su recompensa, su amor, su dirección. Todo no hace más que una cosa: misericordia y justicia. Entra y lleva hasta Él el incomprensible infinito de tu multiplicidad para que Él la simplifique en la simplicidad de su esencia.

Que el hombre considere seguidamente el inexpresable misterio de un Dios del que ha dicho el Profeta: "Verdaderamente, tú eres un Dios escondido" (Is. 45, 15). Está en todas las cosas oculta, de manera más profunda que ninguna lo es a sí misma. Está en el fondo del alma, oculto a todos los sentidos y totalmente desconocido en lo más hondo. Adéntrate allí con todas tus potencias, lejos de pensamientos definidos; olvida tu inclinación a exteriorizarte. Él está más dentro, como extraño al alma y a toda intimidad de vida interior. Por supuesto allá no puede llegar el animal que no vive más que para los sentidos, ni tiene conocimiento ni sentimiento ni conciencia. Sumérgete, ocúltate en el misterio de Dios, bien lejos de toda criatura, de cuanto es extraño al ser y de él difiere.

Esto no se hace por vía de imaginación o de pensamiento determinado. De manera esencial únicamente, actuando las facultades y toda capacidad de deseo por encima de los sentidos, como el acto simple de tomar conciencia. Se considera seguidamente la soledad de Dios en su tranquilo aislamiento donde ni palabras ni obras actúan en la esencia divina. Allí nada turba. Todo es calma, secreto, Dios. Sólo Dios es quien habita allí. Nada extraño puede penetrar en su morada. Ni criatura, ni imagen ni modalidad alguna. De esta soledad habla Nuestro Señor cuando dice por el Profeta: "Conduciré a los míos al desierto y les hablaré al corazón" (Os 2, 14). Es la divinidad calma y solitaria. Allí introduce a todos los que son susceptibles de recibir el soplo de Dios ahora y en la eternidad. La divinidad solitaria, como inmensidades de arena, lleva el fondo de tu alma libre al desierto. Avanza, pues, hasta el desierto de Dios con el fondo tu alma, que ahora está invadido por mala vegetación, vacío de todo bien, lleno de animales salvajes, que son tus sentidos, las potencias abandonadas a su vida bruta y animal.

Contempla luego las tinieblas divinas que, por su inefable fulgor, son oscuridad para las inteligencias humanas y angélicas. Como el resplandor del pleno sol es sombrío y deslumbramiento para los ojos. Toda inteligencia creada, por su naturaleza, frente a esta claridad de Dios es como el ojo de la golondrina mirando al sol deslumbrador. Divino fulgor que nos arroja en ceguera de ignorancia, porque somos criaturas. Hasta allí debes guiar el abismo de tus tinieblas, porque estando privado de toda luz verdadera están realmente en tinieblas. Invoca aquel abismo de las divinas tinieblas, que es conocido de Él solo a quien las cosas desconocen. Aquel abismo desconocido, innominado, beatificante, ejercita y levanta más amor y sed en el alma que cuantos conocimientos podamos alcanzar del ser divino en feliz eternidad.

 

Juan Taulero


martes, 24 de agosto de 2021


La teoría de las ideas platónicas explica cómo lo que es múltiple en esencia es único en substancia sin disgregarse ni confundirse.
 
Así, en todo cuerpo se da forma y cantidad sin que la forma materializada pueda ser sin cantidad o la cantidad materializada sin forma, y sin que forma y cantidad se confundan en el ser materializado.

Así, en el hombre se dan dos esencias, espiritual y corporal, y una única substancia humana.

Es propio de la esencia permanecer inmutable e idéntica a sí misma, mientras que es propio de la materia fluir, descomponerse infinitamente y no ser nunca nada unitario ni, por tanto, hallarse jamás igual a sí misma.

Lo material muta debido a que, careciendo de esencia propia, existe en concurso con lo que le es disímil. Se da, pues, en todo lo material un incesante comercio y una conversión recíproca de lo uno en lo otro.
 
Por el contrario, lo ideal mantiene relación con lo ideal sin alterar su esencia, de manera que, por ejemplo, la forma y la cantidad se vinculan mediante el número, al que ambas pueden reducirse, pero jamás la cantidad deviene forma ni la forma cantidad.

Lo esencial y lo material confluyen en lo real, lo que nos permite hablar de la realidad como aquello que es cambiante y unitario al mismo tiempo. Por ello, decimos que este cuerpo mutable tiene tal forma y tal cantidad, pero que es uno y el mismo en tanto, en determinado momento, tiene tal forma y tal cantidad. Incluso si se sostiene que todos los cuerpos son el mismo cuerpo, al no haber vacío entre ellos, se predicará por este motivo la unidad real -esto es, no aparente- del universo, que es igual a sí mismo, y no una mera ilusión o fantasma, aun cuando esté en perpetuo cambio.

Lo material asustancial, por cuanto carece de unidad, carece de acción. Ni siquiera puede cambiar, crecer o decrecer, porque todavía no ha llegado a ser. Luego tampoco puede elevarse a lo esencial, siguiéndose que lo esencial debe descender a lo inesencial por vía participativa, sustancializándolo.

La participación de lo sustancial en lo esencial, de lo real en lo ideal, es una causación sin materia. Pues es cierto que lo sustancial no existiría sin lo esencial, y lo es asimismo que lo esencial no depende de lo sustancial, semejantente a como lo atemporal no depende de lo temporal, ni se da entre ambas esferas una continuidad física por la que, mediante grados, de la una se pase a la otra.

Que lo real participe en lo ideal inmaterialmente significa que lo ideal es causa de lo real, si bien no causa material, sino formal y sobrenatural. Llegados a este punto es sencillo concluir la existencia de una deidad, toda vez que en las ideas no radica la inteligencia para concebir el mundo ni la voluntad para crearlo. Esto es así dado que pertenece a las ideas el ser inteligibles, no el inteligir, y el ser necesariamente en sí mismas, no el desear en otro aquello que es posible.

Luego Dios, en cuyo intelecto se contienen las ideas eternas y cuya voluntad desea propagar máximamente el ser, crea el mundo como un todo armónico y sustancial, donde se da un orden reflejado en cada fenómeno, de modo que las apariencias están fundadas en sus respectivas sustancias y éstas en sus correspondientes esencias.

sábado, 21 de agosto de 2021

La operación extrínseca de Dios

 

Lo pensable, lo móvil y lo extenso son entia ab alio, seres por otro, al exigir como correlativo lo que piensa, lo que mueve y lo que extiende. Con todo, lo que piensa no es ideal ni pensable, lo que mueve no es móvil y lo que extiende no es extenso.

Podemos articular esta aseveración mediante razonamientos silogísticos.


Silogismo 1

(1) La condición de posibilidad o causa de las ideas es ser pensables. 

(2) Las ideas no pueden pensarse a sí mismas.

(3) Por tanto, la condición de posibilidad o causa de las ideas presupone un ser distinto de las mismas ideas.

(4) Las ideas existen.

(5) La causa de las ideas no es una idea, sino lo que puede pensar las ideas. Luego es una mente.

(6) Por tanto, la causa de las ideas existe y es una mente.

La segunda premisa no requiere demostración.


Silogismo 2

(1) La condición de posibilidad o causa de lo móvil es ser movible.

(2) Lo móvil no puede moverse a sí mismo.

(3) Por tanto, la condición de posibilidad o causa de lo móvil presupone un ser distinto del mismo móvil.

(4) Lo móvil existe.

(5) La causa de lo móvil es inmóvil.

(6) Por tanto, la causa de lo móvil existe y es inmóvil.

Demostración de la segunda premisa: Si lo móvil puede moverse a sí mismo, o bien se moverán todas sus partes al mismo tiempo, o bien tendrá partes que mueven a las demás y otras que son movidas por aquéllas, o bien carecerá de partes, siendo inextenso. 

Si todas partes se mueven a sí mismas al mismo tiempo, cada átomo en la naturaleza es un dios, un ente incognoscible incapaz de ser reducido por el conocimiento de los demás entes. No hay razón para presuponer tal cosa, por lo que esta posibilidad debe rechazarse en virtud del principio de razón suficiente (entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem).

Si hay partes que mueven a las demás y otras que son movidas por aquéllas, la automoción no es una propiedad de la materia, sino de cierto tipo de materia. Dado que toda materia es compuesta, o bien las partes capaces de automoción estarán compuestas de otras partes dotadas de automoción ad infinitum, lo que se niega esgrimiendo de nuevo el principio de razón suficiente, o bien serán el resultado de la unión de partes que no poseen la automoción. Sin embargo, puesto que es imposible dar lo que no se tiene, se niega que del agregado de partes sin automoción resulte un cuerpo capaz de moverse a sí mismo.

Si lo móvil puede moverse a sí mismo y es inextenso, se sigue que lo inextenso no puede mover a lo extenso, al no haber contacto posible entre ambos. Por tanto, lo extenso deberá permanecer inmóvil, ya que no se mueve por sí mismo ni puede ser movido por otro. Lo cual es evidentemente falso, con lo que, siendo correcta la inferencia, debe reputarse falsa la asunción inicial.

Por consiguiente, lo móvil no puede moverse a sí mismo.


Silogismo 3

(1) La condición de posibilidad o causa de lo extenso es ser extensible.

(2) Lo extenso no puede extenderse a sí mismo.

(3) Por tanto, la condición o posibilidad o causa de lo extenso presupone un ser distinto del mismo ser extenso.

(4) Lo extenso existe.

(5) La causa de lo extenso es inextensa.

(6) Por tanto, la causa de lo extenso existe y es inextensa.

Demostración de la segunda premisa: Si lo extenso puede extenderse a sí mismo, o bien empezó a extenderse a partir de lo extenso, o bien fue siempre extenso.

Si lo extenso empezó a extenderse a partir de lo extenso, se procederá ad infinitum, lo que equivale a sostener que lo inextenso nunca empezó a extenderse, esto es, que fue siempre extenso.

Si lo extenso fue siempre de este modo, síguese que permaneció siempre inmóvil, toda vez que la extensión, al igual que el movimiento, es una traslación de lugar. Ahora bien, el movimiento o su ausencia en las partes debe atribuirse también al todo. Puesto que es innegable que las partes de la naturaleza son móviles, lo es en en el mismo grado el que la naturaleza en su conjunto es móvil. De donde se infiere ser falso que lo extenso fue siempre extenso, en parte o en todo, ya que no sólo no permaneció siempre inmóvil, sino que estuvo y está en movimiento continuo.

Por consiguiente, lo extenso no puede extenderse a sí mismo.


A partir de las conclusiones de los anteriores silogismos obtenemos que la causa de las ideas es una mente, mientras que la causa de la materia es inmóvil e inextensa. Si tal mente ha de reputarse ajena a la generación y a la corrupción, como creo haber demostrado en otra parte, será inmóvil, inextensa y extramundana. No siendo posible predicar más de un ser en lo inextenso atemporal, pues no cabe la pluralidad donde no hay espacio ni tiempo, es forzoso concluir que la causa de las ideas y de la materia es una y la misma.


La operación intrínseca de Dios


El ser puede concebirse como lo que es en otro y por otro en tanto pasivamente recibe el ser de él (es pensado, es extenso, es movido, etc.) o como lo que es por sí mismo y en sí mismo en tanto que obra (el acto puro). 

De tal modo, la realidad y perfección del ser en sí estriba en obrar. Un ser incapaz de obrar siempre es inferior a un ser capaz de obrar siempre y, por consiguiente, no es máximamente bueno.

La única obra del dios que sólo actúa extrínsecamente es la creación o conservación del mundo. Si el mundo existe sin comienzo, tal dios no lo crea, al no haber creación sin inicio. Por el contrario, si el mundo tiene un comienzo, dicho dios permanece ocioso hasta que acontece la creación.

Considérese que la acción tiene tres vertientes: el que obra, el obrar y lo obrado. Una acción sin hacedor carece de causa, y sin lo obrado por ella carece de fin, siendo en ambos casos imposible.

Sentado lo anterior, en cualquier acto reflexivo de Dios han de reproducirse las tres vertientes de la acción.

Dios, al ser máximamente bueno, obra infinitamente una obra infinita. El hacedor de la obra infinita es el Padre, que reproduce su ser en la eternidad. La obra infinita es el Hijo, que es engendrado eternamente como idéntico al Padre, pues no es creado bajo determinado modo o en determinado tiempo. Por último, el obrar infinitamente es el Espíritu Santo, mediante el que Padre e Hijo permanecen unidos.

Así, aunque el obrar no pertenezca originariamente al Hijo por razón de su relación con el Padre, sin embargo le pertenece finalmente por razón de su identidad sustancial con el Padre. Por lo que es justo decir que el Padre no es superior al Hijo ni el Hijo inferior al Padre.

Asimismo, aunque obrar originariamente corresponda al Padre y finalmente al Hijo, el que obra y el obrar deben ser necesariamente distintos, ya que el que obra, cuando hace del obrar el objeto de su intelecto y de su voluntad, lo distingue de su propio ser, pues carece de sentido decir que el obrar obra o que el que obra se obra. Con todo, dado que el Padre y el Hijo sólo son obrando y son sólo en tanto que obran, es justo decir que el Padre y el Hijo no son superiores al Espíritu Santo ni éste inferior al Padre y al Hijo.

La mente de Dios


La idea sólo es si es ideable en acto. Esto se sigue de dos consideraciones. La primera es una consideración "a priori", pues aunque quepa hablar de una idea no ideada, sin embargo una idea no ideable entraña un absurdo, por lo que debe haber quien, estando dotado de entendimiento, la conciba o al menos pueda concebirla. La segunda es una consideración "a posteriori", ya que una idea que se pretenda ideable en potencia carecerá de ideabilidad en la medida que su condición de posibilidad, que es quien ha de concebirla, sea a su vez una mera posibilidad lógica no actualizada. Semejantemente, el móvil carecerá de movilidad si su motor es sólo posible, puesto que nunca llegará a moverse ni habrá siquiera potencia de movimiento hasta que el motor exista en acto.

Además, una idea, en tanto participa de la naturaleza atemporal de la verdad, no puede empezar a ser ni dejar de ser. Por esta misma razón toda idea deberá ser siempre ideable en acto. Por tanto, dado que una idea es siempre, debe siempre existir quien pueda concebirla.

De precisarse demostración sobre la premisa de este silogismo, sería como sigue: si la verdad depende de las ideas y éstas de quienes las conciben, que son sólo hombres tornadizos, entonces la verdad depende de seres inconsistentes y es ella misma inconsistente. Por lo que será verdad que no hay verdad si no existen los hombres. Ahora bien, tal proposición -"es verdad que no hay verdad"- es un sinsentido. Por consiguiente, debemos tener por cierta la tesis opuesta, afirmando que la verdad es aunque los hombres no existan.

Luego, si las ideas tienen una realidad imperecedera en tanto que eternas e inmutables, debemos presuponer una mente universal que las comprenda eterna e inmutablemente. Si, por el contrario, la realidad de las ideas fuera caduca, bastaría con que quien las concibiera fuese de la misma condición. Pero es evidente que las ideas son eternas e inmutables, ya que si bien su esencia depende de su ideabilidad en acto, su existencia o ser ideado se manifiesta de modo invariable en toda circunstancia.

Una mente de la que no se predica inicio ni fin, que no está sujeta a las vicisitudes de la generación o la corrupción, es la mente de un dios.

viernes, 20 de agosto de 2021

Prosilogismo


La realidad es el grado en que un ser es.

El ser necesario es en grado máximo, al darse siempre y en todo lugar, e incluso sin tiempo ni lugar, omnímodamente.

El ser contingente es en cierto momento o lugar, existiendo bajo determinado modo. Por ello es tanto más real cuanto menos condicionado resulta, y tanto menos real cuanto más causas requiere.

La causa es condición de existencia del efecto. Luego la causa, en cuanto tal, está menos condicionada que el efecto.

Por tanto, la causa es por su propia naturaleza más real que el efecto.

Además, las ideas son necesarias, pues se dan siempre y en todo lugar, e incluso sin tiempo ni lugar, omnímodamente. De donde se infiere que las ideas poseen realidad en grado máximo.

Por el contrario, lo existente precisa de un "dónde" y un "cuándo". Es decir, se da sólo de un modo finito y limitado.

Entre las ideas y lo existente hay o no hay relación causal.
 
Si no hay relación causal, las ideas no pueden ser causa ni efecto de nuestros pensamientos ni de nada cuanto acaece en el espacio y en el tiempo. Ahora bien, las ideas son causa o efecto de nuestros pensamientos o de cuanto acaece en el espacio y en el tiempo. Por consiguiente, hay relación causal entre las ideas y lo existente.

Además, nada de cuanto existe en el tiempo es causa de sí mismo, ya que para ello debería ser anterior a sí mismo, o ser y no ser al mismo tiempo, lo que es absurdo.

Dado que:

(1) La causa es más real que el efecto;
(2) Las ideas son más reales que lo existente;
(3) Hay relación causal entre las ideas y lo existente; y
(4) Lo existente no es causa de sí mismo;

Concluimos que:

(5) Las ideas (lo inmaterial, inmutable e imperecedero) son causa de lo existente (lo material, mutable y perecedero).

domingo, 15 de agosto de 2021

Dios es espíritu


I.

Las ideas son imperecederas e inmutables, mientras que lo existente está sometido a un continuo cambio.

Pruébase: Todas las verdades "a priori" son independientes del devenir.

Lo imperecedero e inmutable es más real que lo perecedero y mutable.

Pruébase: Lo que conserva su esencia tiene más realidad que lo que no la conserva. Por ello, las ideas son virtualmente inagotables (de la idea de forma se derivan infinitas formas), mientras que lo que existe en el espacio y en el tiempo está constreñido, al existir de un cierto modo.

La causa es más real que el efecto.

Pruébase: La causa total antecede al efecto total, por lo que requiere menos antecedentes para existir y es, por este motivo, más real que aquello que requiere más antecedentes para existir (i.e., en la serie "N1 → N2 → N3", N2 requiere menos antecedentes que N3, y N1 menos que N2 y N3, por lo que N1 es más real que N2, y N2 es más real que N3).

Por tanto, lo imperecedero e inmutable es causa de lo perecedero y mutable.

Por tanto, las ideas son causa de lo existente.

La relación de causalidad entre las ideas y lo existente puede ser atemporal o temporal. Si es atemporal, causante y causado serán coeternos; si es temporal, el causante precederá al causado, el cual obtendrá su ser a partir de cierto momento.

Si la relación de causalidad entre las ideas y lo existente fuera atemporal, todo lo posible sería real siempre y en todo momento. Esto no sólo es evidentemente falso según nuestra experiencia, sino que lo contrario repugna a la lógica, ya que algo sería una cosa y su opuesto al mismo tiempo (móvil e inmóvil, extenso e inextenso, presente y pasado, etc.), lo que es absurdo. Debe, pues, concluirse que dicha relación de causalidad es temporal.

La relación de causalidad en virtud de la cual lo inexistente deviene existente a partir de cierto momento es lo que entendemos por creación.

Que cualquier realidad pueda existir se debe a las ideas. Ahora bien, que algo exista en lugar de nada, o esto en lugar de lo otro, es un acto del intelecto y la voluntad, por el cual ciertas ideas son preferidas a otras y cierto orden se impone a los demás órdenes posibles.

Ahora bien, las ideas son objetos del intelecto y la voluntad, lo que conlleva que, como tales, carecen de voluntad e intelecto. Puesto que la creación de lo existente es un acto de la voluntad y el intelecto, se sigue que el creador debe ser distinto de las meras ideas, aunque se valga de ellas. También ha de distinguirse de lo creado, ya que nada puede crearse a sí mismo. Es decir, el creador debe ser Dios increado, cuya mente alberga las esencias de la creación, cuyo entendimiento juzga ser mejor un orden de cosas que otro, y cuya voluntad decide hacerlo efectivo en un instante particular.


II.


La mutación indica que el ser en el que se da el cambio era menesteroso de algo que no estaba en él. El deseo es la causa del movimiento del ser fuera de sí, mientras que la causa del deseo es la incompletud. Por tanto, el ser perfecto debe ser inmutable.

De lo anterior se desprende que lo mutable desea aquello que remedia su incompletud. Luego, dado que hay seres mutables, es evidente que desean lo inmutable. De no ser así, desearían su propia destrucción sin anhelo de perfeccionarse, lo que es absurdo, pues conllevaría que la causa del deseo es la completud o su apariencia. Y si bien es cierto que aquel anhelo no puede culminar, ni en virtud del mismo lo finito convertirse en infinito, no lo es menos que cuanto muta lo hace siguiendo el principio de lo mejor (sólo pueden desearse perfecciones), sin el cual no habría razón suficiente para mutar.

Por tanto, toda vez que lo mutable no puede desear lo inexistente y tender a lo inexistente, existe un ser perfecto e inmutable.

Del ser perfecto se predica la unidad absoluta, dado que no es capaz de desear nada fuera de sí. Contiene todo lo existente y es deseado por todo lo existente, de manera que el todo deseado y las partes deseantes no se confunden.

Además, un ser perfecto y absolutamente uno puede albergar la actualización de dos ideas contrarias sin detrimento de su perfección y unidad, ya que es propio de las mentes contener los dos polos lógicos de todas las proposiciones, es decir, la afirmativa y la negativa, y es propio del fin final concordar los opuestos.

Sin embargo, el universo amental y afinalista del materialismo no puede albergar la actualización de dos ideas contrarias sin detrimento de su perfección y unidad, habida cuenta de que o bien desearía ser y no ser, por lo que entraría en contradicción, fluctuaría y no sería perfecto, o bien se escindiría y no sería absolutamente uno.