martes, 30 de diciembre de 2008

De príncipes y espadas


Los asiduos de esta bitácora saben que no suele ocuparse de política. Su editor no ve las noticias ni lee con regularidad prensa de ningún tipo desde los 18 años, lo que a algunos parecerá ridículo. He intentado evitar así esos pequeños actos de autodefensa que cotidianamente merman nuestra energía intelectual hasta extremos insospechados, según sintetiza Nietzsche en un ignoto pasaje que, como se ha visto, al menos a mí me impresionó.

Con todo, prescindiré del veto en esta ocasión, forzado por las circunstancias. Se trata de dilucidar no si hay una ética superior a la estatal, a lo que respondo que sí, sino si cualquier ética -incluso la mejor o más consensuada- es superior al principio de la autoridad terrenal suprema del ente soberano. A esto respondo que no, por las razones que siguen.

* * *



La soberanía es al Estado lo que la autotutela al individuo. Ahora bien, mientras que el individuo renuncia al estado de naturaleza para obtener comodidad y derechos, el Estado, garante de la seguridad del anterior, vive permanentemente inmerso en ese estado primario mientras nadie lo avasalle, en cuyo caso dejará de ser Estado, por la misma definición de soberanía.

Menciono también que el enemigo interno es en lo esencial distinto al enemigo externo. El primero está sometido a la ley: ésta se hizo contemplándolo como supuesto de hecho en los diversos delitos con el propósito de defender así al resto de ciudadanos. Por el contrario, el segundo no sólo escapa a la ley "ratio personae" (pues un Estado no puede enjuiciar a otro), sino que además atenta contra ella, es decir, aspira a dejarla potencialmente sin efectos atacando su raíz, que es de nuevo la soberanía como voluntad última y unilateral de una comunidad políticamente organizada. Por tanto, al enemigo externo no se lo combate con la ley, que de ordinario limita la fuerza, mas con toda la fuerza, con tal de que la ley pueda seguir siendo ley. Los terroristas nacionales serían un caso límite o intermedio entre los dos citados.

Por último, una jurisdicción supraestatal, si es preciso que la defina, es aquella que ha recibido poder delegado de los Estados para sujetarlos a ciertos principios comunes y decidir sobre el grado de su cumplimiento, lo que antaño era el derecho de gentes y hoy llamamos derecho internacional.

A partir de estas definiciones procedo a perfilar mi conclusión.

En los Estados existe la noción del orden público, esto es, la normalidad jurídica de las instituciones expresada mediante su continuidad sin interrupción en el tiempo, así como por el ejercicio efectivo del imperio de la ley sobre un conjunto homogéneo de ciudadanos. En el derecho internacional, en cambio, no existe tal "continuum" ni tal homogeneidad, o son factores meramente metafóricos. Aludirían a la convivencia "de facto" de las naciones soberanas, que se dotan de recursos jurídicos para reconocerse pacíficamente entre sí y cooperar cuando se aprecien intereses comunes. No obstante, el único interés de esta índole que puede tenerse por universal, y cuya coordinación y aseguramiento resulta por tanto de suma prioridad, es la conservación de las respectivas soberanías, el "statu quo" irrenunciable, auténtico centro de gravedad de la agrupación factual que integra la sociedad de las naciones.

Existen además -subrayo "además"- casos tasados, supuestos de emergencia, en los que la comunidad internacional decide "a priori" (lo que ni mucho menos implica que acabe haciendo en la práctica) que, dada una eventualidad lo suficientemente grave y contraria a los principios comunes más básicos, se actuará solidariamente hasta que el equilibrio sea restaurado. Doy los ejemplos del genocidio, la anarquía (que entiendo como ausencia indefinida de soberanía) y, en menor medida, el incumplimiento de tratados sobre seguridad o derechos humanos cuando no lo justifique un cambio en las circunstancias que dieron lugar al compromiso.

Este segundo orden de principios es mucho más débil que el anterior, que lo vertebra y hace posible. No puede pretenderse, entonces, que el respeto a formas contractuales de Derecho (los tratados, los acuerdos...) eclipse la supremacía absoluta y genérica, con las debidas excepciones puntuales, de las formas substanciales de Derecho, los Estados, que, pese a lo que Rousseau crea, no son contratos.

domingo, 28 de diciembre de 2008

La verdadera racionalidad falsa


Sería de desear que los ateos, siguiendo el magnánimo ejemplo de Bueno, se olvidaran por un momento de sus supuestas certezas metafísicas y defendieran a la Iglesia desde el pragmatismo, es decir, como el muro de contención que ha sido y es contra fanáticos y maquiavélicos (sin librarse por completo de ellos, desde luego). Pero no acabo de verlo claro, salvo que se vuelvan agnósticos a tales efectos.

Cuanto menos dogmática y exclusivista es una religión, más sujeta está a principios universales y más acorde resulta con la libertad. Ahora bien, habida cuenta de que dichos principios serían sólo convenciones útiles para el materialista, y de que no todos quieren ser libres, nada nos impide sustituirlos por otros. La libertad sin justificación trascendente, sin responsabilidad última, es un mero trasunto del estado de naturaleza.

Si Dios no existe por ser irracional, ni el alma al resultar un "fantasma en la máquina", ni el pecado cuando la moral es resultado del azar genético y la evolución cultural, ¿dónde está la racionalidad de los posicionamientos esenciales de la Iglesia católica? No se puede prescindir del fundamento y quedarse con la consecuencia tan alegremente. "Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos", escribió San Pablo. La teología católica no vale nada -y todavía menos su ética- si se ha construido sobre el vacío de una contradicción. Según Spinoza, "un error conduce a otro error", y la aparente racionalidad concatenada no subsana la falsedad de fondo.

Ramon Llull, el Ars y la Edad del Espíritu



Ramon Llull es el primer filósofo cristiano que utilizó la razón para convertir infieles desde presupuestos no estrictamente catequéticos. Es cierto que los Padres de la Iglesia se habían servido para la misma tarea de los grandes filósofos del paganismo. Especialmente de Platón, al que llamaban "el amigo de la verdad". Ahora bien, ¿qué sucedía si no se era platónico, o si no se asociaba necesariamente el platonismo con el dogma de fe cristiano? 

Los dogmas fundamentales del cristianismo son la Trinidad y la Encarnación. La apologética cristiana, pues, no puede conformarse con difundir sólo el monoteísmo, y los Padres, al combatir las creencias panteístas de los paganos, se centraron exclusivamente en ese propósito. Frente a los judíos, por contra, alegaban sus propias Escrituras, de las que resultaron ser sus mejores intérpretes. Ahora bien, una vez tuvieron que acometer la empresa de disputar con los musulmanes, que no admitían las Escrituras judías y que, por lo demás, ya eran monoteístas, se quedaron sin armas efectivas. Sólo podían atacar los presupuestos de esa religión, esto es, su dudoso carácter revelado y su novedad, pero no así defender la propia por contraste, de manera que todo solía terminar en tablas. 

Y esto, que puede parecer trivial, se convirtió en un verdadero problema político a medida que el Islam fue tomando fuerza en el mediterráneo. Destaco que la teología era entonces lo que ahora es la ideología, con la misma capacidad de movilización política, ya sea para unir, ya para separar. Pues bien, en este contexto de choque de civilizaciones, cuya estampa más o menos distorsionada nos ha llegado con el relato de las cruzadas, surge Llull, un filósofo laico, converso de una vida disoluta (era trovador), el cual, como decía, fue también el primer filósofo cristiano que utilizó los principios universales de la razón para refutar el islam y demostrar los dogmas de la fe católica. Su propósito era que éstos se siguiesen necesariamente de aquéllos en forma demostrativa. 

Llull no era partidario de una fe sin examen, de una creencia insensata y carente de razones de peso, pues había ya demasiados credos y era necesario decantarse por el verdadero. Los tiempos apostólicos, la que ha venido llamándose "la edad del Hijo", que siguió a la del Padre (el judaísmo, de los patriarcas hasta los profetas), dejaba paso a una nueva etapa histórica, también de inspiración trinitaria, a saber, "la edad del Espíritu". Tal vez quepa apreciar la impronta de Joaquín de Fiore en Llull. El hecho de no asociar el reino a la Iglesia presente, sino a la que ha de venir, la Iglesia universal en la que todos los seres racionales creerán y todos los creyentes serán racionales confiere al pensamiento de Llull cierto aire milenarista, emparentándolo con el abad calabrés. 

 No sé si habías observado antes algún manuscrito joaquinita. Están llenos de árboles conceptuales, con sus enigmáticas ramificaciones, que evocan misterios aún por desplegarse.

 
Curiosamente, Llull también sentía predilección por los esquemas arbóreos a la hora de exponer su Ars, o lo que es lo mismo, el sistema lógico que debía articular toda su filosofía. 

Llull, que, como se ha dicho ya, fue el primero en asentar sus predicaciones sobre bases lógicas universales, es decir, auténticamente católicas, se desmarcó de la rígida sujeción del escolasticismo a Aristóteles y a la autoridad de la Biblia, a la que casi nunca cita. El filósofo mallorquín realiza una crítica a la dialéctica del momento, todavía hegemónica. No es una crítica tan destructiva como la que lanzará Descartes siglos más tarde, pero es un proyecto alternativo que da a aquélla por superada, aunque ello no implique su cancelación, como en el caso de Descartes, que parte de un nuevo fundamento: el "yo pienso". 

Platón era, hay que insistir en ello, un buen aliado contra los paganos y los ateos, pues él mismo era una gran autoridad pagana y parecía dar fundamento metafísico a las creencias de los cristianos. No sólo al monoteísmo, también -aunque más difusamente- a la Trinidad. Pero que no fue un arma suficiente para la catequesis trinitaria lo prueban la multitud de herejías que, sirviéndose del platonismo, pervirtieron la ortodoxia. Por ejemplo, los valentinianos, los más platónicos entre todos los herejes, quienes se oponían a la Encarnación, que es ciertamente un dogma poco platónico. La "carne" en Platón es algo más parecido al mal absoluto de los maniqueos que a la noción cristiana, aunque Platón no fuese para nada un dualista radical. Sin embargo, al situar muy por debajo de las inteligibles a las realidades sensibles, resultaba poco plausible, según su filosofía, que el primer principio intelectual descendiese a la materia crasa y aparente, a la realidad sublunar y caída, para adoptar un cuerpo. El proceso inverso sí es aceptable para un platónico, a saber, la ascensión de lo sensible a lo inteligible, que es lo que vemos en Plotino y en todo el neoplatonismo pagano, y no sólo en el cristiano: Porfirio y Jámblico dan testimonio al respecto. 

El dogma de la Encarnación, pues, era una crux de la apologética. Pero al ir en el mismo lote de la fe monoteísta y católica, se aceptaba sin análisis, por un acto de fe y de piedad hacia el sacrificio de Cristo. Entiéndase: se tomaba más como un relato al que se debía asentir por sus enormes consecuencias prácticas (la salvación de la Humanidad) y hermenéuticas (la interpretación de las profecías en cuanto a la alianza con Dios) que porque fuese claro y distinto en el entendimiento de cualquiera. De hecho Tertuliano dijo al respecto, o se le atribuye el haber dicho: "credo quia absurdum est". O sea, lo creo porque es increíble, ya que, si fuese creíble, ¿por qué se iba a necesitar que lo creyese? Y algo así era increíble tanto para un platónico que profesara una divinidad inmaterial e inmutable como para un estoico que creyera en una providencia impersonal. Era "escándalo para los judíos y necedad para los gentiles". 

Esa carencia se vio agravada, como decía, con la irrupción y posterior florecimiento del islam, heredero de la tradición clásica desde dogmas distintos, más simples que los del cristianismo, y, por ello, también en apariencia más racionales. 

Retomemos el hilo para terminar. Llull parte de nociones mucho menos metafísicas con respecto a la tradición cristiana anterior, es decir, desciende un peldaño en la abstracción, y se sitúa en un plano meramente lógico, en el plano de los universales. Según Llull, la tarea de la escolástica resultaba insuficiente por muchos motivos. El primero, quizá, era su deficiencia apologética, su incapacidad de proceder demostrativamente desde principios indudables para justificar todos y cada uno de los dogmas fundamentales del cristianismo, asentando al mismo tiempo las bases de las ciencias particulares. La metafísica de Aristóteles no es el tronco común de las demás ciencias antiguas, sino una especie de cantera de la que éstas extraen ciertos materiales útiles. Es más una cúpula, en resumen, que un sistema con fundamentos y pilares (raíces, ramas). Y, en fin, la lógica aristotélica no dejaba de ser un procedimiento para razonar desde premisas que se tenían por ciertas, pero que no siempre lo eran necesariamente, apriorísticamente.  

La lógica del Ars luliana se plantea como un sistema racionalista cerrado y, salvo constataciones obvias como que el universo existe, ajeno a toda ampliación por parte de la experiencia: una lógica sin a posteriori. En este sentido anticipa la distinción leibniziana de "verdades de razón" y "verdades de hecho", por la que las últimas eran siempre reducibles a las primeras. El Ars de Llull, y con este vocablo se refiere siempre a su sistema de lógica combinatoria, precursora de la moderna informática, tiene ciertas características. La primera es que es inventiva, esto es, que ayuda a encontrar. ¿A encontrar qué? La verdad. Esto implica que desde principios generales se procede hasta casos particulares y, viceversa, desde los casos particulares se asciende a los universales que muestran su conexión necesaria. Subrayo que lo posible y lo necesario son lo mismo en un plano ideal. La segunda es que es compendiosa o, en términos más actuales, resumida, lo cual viene a decir que desde un número finito de principios se cubre un número infinito de supuestos. La tercera es que es demostrativa, esto es, procede necesariamente, sin dejar resquicios a la duda o a la creencia. Queda una cuarta, y es que es universal. Llull creía que si memorizábamos los caracteres del Ars, que resultan universales, así como su proceder combinatorio, no tendríamos más remedio que aceptar los dogmas del cristianismo, so pena de incurrir en un contrasentido lógico. Fue, pues, un precedente de la característica universal de Leibniz, compartiendo con el de Leipzig una ambición epistemológica equivalente.


Pero, para ir anticipando algo que disipe un poco la oscuridad de la exposición, diré que los universales de Llull son tales como bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, virtud, verdad y gloria, cada uno representado por un tipo del alfabeto, que, al ser polisémico, también albergaba otros significados. Así, en el Arte breve, leemos: "B significa bondad, diferencia, ¿si?, Dios, justicia y avaricia", y otro tanto para el resto de letras hasta llegar a la K. Luego se forman distintas "figuras" en las que se ponen en relación las letras, todas con todas y según principios distintos cada vez más complejos, hasta formar tablas con cápsulas de tres y cuatro letras, del tipo: "la bondad es grande", o "el poder es eterno", "la sabiduría es buena", "la verdad es inteligible", "la eternidad es gloriosa", etc. Éstas serían las combinaciones más simples, pero sólo ofrecen un atisbo de la potencia demostrativa de dicho método. Método que, como adelantaba al principio, es capaz de probar casos particulares y tesis metafísicas, no sólo tautologías más o menos obvias.


miércoles, 24 de diciembre de 2008

martes, 23 de diciembre de 2008

Schütz, musicus perfectissimus




Reflexiones sobre la justicia de las penas eternas




1. Todo castigo es por su propia naturaleza infinito, ya que -mientras el mundo y su orden de causas permanezcan inalterados- resulta irreversible y extiende sus efectos a lo largo de la existencia de quien lo padece. Una derrota no es menor con el transcurso del tiempo, ni debería por ello humillarnos menos. Así pues, para que cese la actualidad del castigo tienen que cesar las demás facultades vitales y, en última instancia, la consciencia. La muerte es el mismo tiempo el cumplimiento y la liberación de la justicia.

2. Paradójicamente, la muerte sólo puede considerarse una pérdida desde la expectativa de la eternidad. Incluso siendo un final absoluto -lejos de quitarnos lo que teníamos, ya nuestro para siempre- sellaría la perfección de una vida, al modo clásico: "aprender a vivir es aprender a morir". Es también el castigo más benévolo desde el punto de vista de su duración, una breve agonía frente a la interminable lucha vital, y de ahí que Séneca la elogiara por proceder cuesta abajo o los budistas la tengan por un premio si supone la extinción definitiva.

3. La vida, a su vez, es sólo un bien cuando nos permite alcanzar el mejor fin, que es la vida buena. La vida desgraciada o malvada es en sí un castigo.

4. Sin embargo, los castigos eternos no castigan los actos punibles particulares (pues de ser así nadie se salvaría), sino la vida que no ha sido capaz de convertirse al bien, estando en su mano y sin que se dé eximente de ignorancia.

5. Es preciso fijar un límite temporal absoluto para dicha conversión al bien, salvo que se la quiera mantener como indefinidamente prorrogable, lo que equivaldría a legitimar la perpetuación del mal.

6. Por otro lado, la muerte es la recompensa por el pecado original, que no cometimos nosotros. Es un castigo temporal, ya que se refiere a una falta concreta incurrida por alguien distinto a mí, cuya consecuencia es la negación del merecimiento que graciosamente se me había atribuido, a saber, la vida. Dios es bueno por no aniquilarnos y es justo por no perdonarnos.

7. La condenación eterna, en cambio, retribuye nuestra vida pecaminosa, que es al acto pecaminoso ajeno lo que el todo a la parte y lo infinito a lo finito. Por tanto, guardando la debida proporción, esta segunda pena no ha de tener fin.

8. Además, una segunda muerte tras la muerte invalidaría a la primera, dejando sin sentido a la vida de la que trae causa. Lo cual convertiría a la primera punición en injusta -abrogándose el Juicio Final- y no iba a dejar a la última menos desprovista de base lógica.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Imitatio diaboli




Existe en la moral un axioma del que cabe dudar tan poco como de cualesquiera de entre los que contempla la geometría: Siempre hacemos lo que creemos más conveniente para nosotros. Así, nadie obra sin unos elementos de convicción mínimos, determinantes a la hora de decantarse por un curso de acontecimientos sujeto a la contingencia. Por imperfecta que sea nuestra información y el modo de procesarla, nada que emane de nuestra voluntad, desde la mayor empresa hasta el menor movimiento, se hace sin una reflexión previa en la que las alternativas son consciente o inconscientemente descartadas.

A esta conclusión se suele oponer cierto irracionalismo emergentista, que -destruyendo la diferencia entre acciones y pasiones- sostiene que primero actuamos y luego decidimos actuar, por lo que participaríamos en una ilusión decisoria "ex post" sin capacidad efectiva para influir en el primer eslabón causal. Si fuera de este modo, tan válido sería decir que obramos como que hemos sufrido una convulsión, y la psicología iba a quedar reducida a una difusa reflexología.

Afianzado el axioma frente a estas débiles objeciones, procede preguntarse por qué tan a menudo accedemos a realizar lo que a todas luces nos resulta perjudicial. Sólo hay dos respuestas posibles, a saber: porque creemos, a pesar de todo, que nos conviene, o por emulación inconsciente. Lo emulado, siendo voluntario, carece de razonamiento. Podemos hablar de nuestra voluntad cuando hay una conexión entre lo razonado y lo deseado. En caso contrario somos ejecutores de una voluntad ajena a la que ni siquiera hemos asentido, pero de la que se han contagiado nuestros actos por una especie de impregnación por solapamiento.

Ambas respuestas son muy poco satisfactorias si se aplican a seres reflexivos. Por lo que todavía cabe imaginar una tercera, resultado de combinar las anteriores: que se dé en nosotros una emulación inconsciente seguida de su aprobación moral. La aprobación vendría más por razón del sujeto que del objeto. El acto no sería bueno por lo que se hace, sino por quien lo hace. Aunque no lo hayamos hecho nosotros, y pese a creerlo así.

Esto es más plausible psicológicamente, al basarse en el amor natural a las propias acciones o a aquellas que pasan por tales, pero deja sin resolver el problema ontológico del origen del mal moral. ¿De quién aprende el mal el hombre? ¿Hay una cadena de hombres o de discursos malos a cuya imitación sucesiva se debe el mal perpetrado en el presente? ¿Dónde empieza a trenzarse? ¿Quién es el primer malvado y por qué?

Lo que no entendemos no lo poseemos




El lema de este blog -tomado de Goethe- se refiere a la moral, que no entendemos, puesto que su fundamento último es la obediencia, esto es, el ser poseídos o sometidos, según se mire. ¿Qué significa "no entender la moral"? Que ningún discurso es lo bastante persuasivo para obligarnos por sí mismo a hacer el bien, como parece que opinaba Sócrates erróneamente. Adán y Eva no pudieron discernir entre Dios y el Diablo porque ambos les hablaron de forma razonable.

Así, al estar el fundamento y el fin de la moral más allá del sujeto, no podemos obrar moralmente según lo que entendemos. Tampoco según lo que queremos, ya que sin inducción externa no deseamos nada que no entendamos. Podemos, como todo animal, evitar ser dañinos y abstenernos de conductas inmorales que la naturaleza y la razón rechazan, aunque eso no baste para ser hombre. Ser hombre es superar lo humano (Séneca), y lo humano es pecar. El albedrío y el deber son dos polos que se repelen en el hombre, que tiende a desear lo prohibido (aunque no lo entienda) y a desentenderse del bien (aunque lo quiera).

sábado, 20 de diciembre de 2008

Dixit Dominus


Fundamentar el fundamento


Wittgenstein escribe en "Sobre la certeza" que nuestras convicciones no tienen un fundamento último, y que no obstante se apoyan y compensan entre sí en edificios intelectuales más o menos sólidos. A pesar de todo, la moral cuenta con principios generalísimos inexplícitos, como que en igualdad de condiciones es mejor el ser que el no ser, la existencia que la inexistencia; o, derivado de éste, que el hombre ha de buscar la alegría y evitar la tristeza, salvo cuando la misma sea un medio para recuperar aquélla.

Ahora bien, todos los hombres poseen una tendencia innata al suicidio que aflora en algún momento de sus vidas de forma velada o manifiesta. Ya que a la vista de esto resulta dudoso que sea antinatural, ¿es inteligente ser homicida de uno mismo? Si nos atuviéramos a un cálculo utilitarista estricto de la cantidad de placer y dolor esperada a lo largo de nuestros días, habría casos en que sí lo fuera, en particular en las naturalezas depresivas. Pero no dejaría de ser un cálculo engañoso, dado que en ningún lugar está escrito que haya un quantum mínimo de felicidad por el que se justifique la vida, ni nadie que determine por qué ha de ser precisamente ése y no otro inferior. Por este motivo no puede haber vida feliz, ni moral, ni heroica sin esperanza en el más allá. Un más allá que rebasa cualquier horizonte presente desde el que se lo formule.

Rosenmüller




viernes, 19 de diciembre de 2008

Éticas inmorales




Hector ha publicado un texto que bien merece de por sí una lectura, aunque vaya a ocuparme sólo de una cita de E. O. Wilson incluida en él. Por ella se pretende que no hay mínimo denominador común en la justicia, y sí distintas estrategias evolutivas estables que se compaginan mejor o peor en determinados sistemas de cooperación. Sistemas, pues, mutuamente incompatibles, en tanto que las especies cuentan con naturalezas diferenciadas y de ordinario rivalizan entre sí en juegos de suma cero. En vistas a este fin apologético y relativista se hace hablar a una termita a la que, como en las fábulas de antaño, se dota de inteligencia y capacidad de expresión para poder formular su particular perspectiva.

Persuasivo, sin duda. No obstante, el discurso termítico es inmoral, y no en un sentido humano, sino absoluto. En especial cuando el cabecilla isóptero se pronuncia sobre el "profundo amor" que deberá inspirarles



el éxtasis del canibalismo y la cesión de nuestro propio cuerpo cuando estamos enfermos o heridos (es más dichoso ser comido que comer).


Pero no hay forma de demostrar que este supuesto deber sea tal. La caridad bien entendida empieza por uno mismo. Si la sociedad de termitas fuera realmente superior a la suma de sus individualidades, no dependería de sus sacrificios hasta ese punto, como no dependen los dioses de aquello que se les inmola. Y si no lo es, entonces no tiene un derecho natural sobre sus miembros, que deben mantener con ella una relación de reciprocidad equitativa, según lo enuncia la regla de oro (no hacer a los demás ni esperar de ellos lo que no queramos que nos hagan o no estemos dispuestos a hacer). Una relación así ha de ser en cualquier caso libremente rescindible cuando una de las partes se vea defraudada, al exigírsele en grado infinito más de lo que ha recibido o va a recibir.

Si se responde que la actitud moral en una sociedad de termitas se vería recompensada con su pronta extinción, contesto que no es la adecuación de las conductas al fin de la común supervivencia lo que se cuestiona al preguntarse sobre la moralidad de una acción. Queremos saber, en cambio, si en el impulso de nuestro actuar hay razones suficientes que lo justifiquen, al perseguir hacernos mejores o conservar nuestro conato.

Mi opinión sobre todo esto es que el verdadero bien y el verdadero mal no están sujetos en su origen a la inteligencia ni al instinto, sino a la voluntad como forma de obediencia a un criterio externo que sólo se puede conocer por sus efectos. En un lema: El mal por el mal es contranatural; el bien por el bien es sobrenatural.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Radix malorum


Tres años atrás escribí uno de mis textos más claros, por lo prístino, sobre el pecado original. Era el segundo que dedicaba al tema (ahora casi monotema), estando el primero enlazado al comienzo del mismo. Lo reproduzco.

* * *



Hace poco hablé de la mácula innata del hombre, cuyas causas y efectos no pudieron explicarse sin recurrir a entelequias. Hay que profundizar más.

El hombre es bueno por naturaleza, dice Rousseau; es malo, parece objetarle Hobbes. Ambos amparándose en sus versiones respectivas del derecho natural, abiertamente contradictorias. Pero el cristianismo opta por el término medio: el hombre es bueno por naturaleza íntegra, malo por naturaleza caída; jamás indiferente y jamás estable, sin otra esencia que su libertad errática mientras se rija por las leyes de este mundo.

En primer término, defino la culpa como el consentimiento al mal -que, por tanto, es acto voluntario- y el pecado como la tendencia al mal -es decir, como pasión involuntaria.

Así, un niño puede carecer de intelecciones, de voluntad y, por consiguiente, de culpa, pero no tiene porqué verse libre del pecado.

De aquí puedo extraer también una fórmula útil: Cuanto menor es el pecado antecedente, mayor es la culpa subsiguiente. Pues la voluntad condicionada en grado ínfimo por factores extraños toma más parte en la ofensa por su propia inercia y la transgresión se vuelve gratuita. O sea, no por librar a alguien de pecado lo excluimos de ser culpable en caso de que sucumba al mal objetivo. Al contrario, aumentamos su culpa.

Se entiende, entonces, que Adán tuviera menos méritos que el último hombre para ser redimido, porque su dolo era mucho mayor, similar al del diablo, aunque difícilmente comparable dada la sublime perfección de éste.

Procedo. La culpa no determina el pecado naturalmente, ya que lo presupone (la tendencia al mal conduce a su consentimiento espontáneo tarde o temprano). De manera análoga, el pecado -o más bien su raíz: la concupiscencia- no presupone la culpa. Esto lo vemos en los animales, algunos de ellos viciosos, como el lobo, pero no reos de ningún delito.

La responsabilidad es, en consecuencia, necesaria para ser culpable, no para ser malo. Un párvulo puede cometer un ilícito penal, algo reprensible, pero ser eximido de pena por la propia norma, dada su minoría de edad. Eso no convierte la mala acción en neutra para el ordenamiento, sino que restringe su imputabilidad a un sujeto particular. Pero, ¿acaso no son inocentes los niños? Sí, mas no inmaculados.

Luego puede haber pecado sin culpa (el ejemplo de los niños) y, por supuesto, vicio sin culpa (los animales). Ahora bien, no puede haber culpa sin pecado, que es como decir que no puede haber racionalidad sin libertad.

Castigar a un ser que carece de libertad pero no de vicios no es injusto, ya que en realidad se castiga el vicio. Sí lo es, en cambio, castigar al que pierde esa libertad o no puede usarla en un determinado momento por causa de fuerza mayor, porque se condena al sujeto sin que éste haya tomado parte activa con su intención.

Más. Aceptemos que el hombre desciende del animal. Los animales, hemos consensuado, no son libres y, por ende, no son capaces de pecar ni de representarse nada malo. Se deduce que el hombre tampoco debería serlo, salvo que en la esencia del ser libre se encuentre el pecado y no, como yo sostengo, su mera condición de posibilidad.

Ahora bien, los hombres pecan, pecaron y seguirán pecando hasta el fin de los tiempos y más allá, tras el juicio. Pecar parece inmanente a su condición, pero no se infiere de su origen. Una naturaleza viciosa no conduce con carácter irremisible al pecado, precisamente porque para pecar hay que ser libre, y ser libre significa no actuar de ordinario bajo la coacción ni estar necesitado a operar de cierta forma. Sin embargo, todos pecan, de pensamiento o de obra, como si la naturaleza les empujara a ello. No obstante, he demostrado que no es así.

La conclusión que se vislumbra apunta a que el pecado no es natural, pero está adherido a la naturaleza humana como una segunda piel. No, por cierto, como algo completamente extraño a nosotros, pues nuestra voluntad se implica de lleno en sus inclinaciones, haciéndolas suyas, pero sí como lo sobrevenido por un error o caída cuyo precedente, cabe imaginar, desconoceríamos si no nos hubiera sido revelado.

El pecado debe ir antes que la culpa, igual que el carro antes que los bueyes. La culpa (consentir al mal) no explica el pecado (tender al mal), pero el pecado tampoco lleva irremisiblemente a la culpa. Con todo, es previo a la culpa.

La culpa que trajo el pecado no puede ser sólo humana. Fue instigada desde fuera para permanecer como el lastre mortal de un alma incorpórea y simple, creada desde y para la eternidad.

Perspectivismo moral




Para el inmoralista no existen bienes y males absolutos, sino graduales, ya que a guisa de los epicúreos los mide en términos de sensibilidad y alteración del estado de ánimo. Así, todo aquello que turbe nuestra ataraxia es malo en la medida en que nos convierte en seres menos autónomos, más sujetos a pasiones. Mientras que todo lo que aumente nuestra capacidad de pensar y actuar será moralmente deseable, aunque conlleve un mal para los demás. Es una ética empírica, netamente egoísta, construida desde el sujeto y en la que se alcanza la mutua conveniencia a partir del método ensayo-error.

En este sentido la democracia podría verse como la búsqueda de una ataraxia colectiva en la que no prevalecen principios morales absolutos armonizados en un sistema coherente, mas donde se alcanza en su lugar un equilibrio más o menos razonable respecto a las apetencias de todos. Es decir, en donde se renuncia a la justicia en favor de la tranquilidad (cuando ambas no se acomodan entre sí) y en la que los "derechos fundamentales" y cualesquiera otros intangibles están de hecho fundamentados por la voluntad tácita de una masa anónima a la que no se exige que los comprenda.

martes, 16 de diciembre de 2008

Cuando "liberal" es insustancial




La posición de aquellos principios de la libertad pretende que dichos principios sean verdaderos, puesto que se encuentran en conexión con la autoconciencia íntima del hombre. Pero si es, de hecho, la razón la que descubre estos principios, ella sólo consigue la confirmación de los mismos en la medida en que son verdaderos y no pertenecen a un nivel formal, mediante el hecho de referirlos al conocimiento de la verdad absoluta, y éste es tan sólo el objeto de la filosofía. Pero este conocimiento debe ser completo y haber sido conducido hasta su último análisis; pues si el conocimiento no llega a ser algo consumado en sí, queda expuesto a un formalismo unilateral; pero si llega hasta el fundamento último, alcanza entonces lo que es considerado como supremo, como Dios. Por consiguiente, se puede decir ciertamente que la Constitución política debe permanecer a un lado y la religión al otro, pero ahí existe el peligro de que aquellos principios permanezcan en una perspectiva unilateral. Así vemos actualmente el mundo invadido por el principio de la libertad referido especialmente a la Constitución política: estos principios son justos, pero, afectados de formalismo, se convierten en prejuicios en la medida en que el pensamiento no ha penetrado hasta su fundamento último; sólo ahí existe la reconciliación con lo absolutamente sustancial.


Hegel

domingo, 14 de diciembre de 2008

Lo que no le debemos a Darwin


En general, y con la debida prudencia ante abstracciones tan tajantes, podríamos distinguir dos tradiciones teóricas para enfrentarse a la idea de "alma". Una esencialista y fijista (platónica) y otra gradualista o dialéctica (aristotélica-darwiniana). La teoría esencialista, especialmente en su versión fuerte (animación inmediata), es dominante en la teología cristiana. Una versión más suave (animación progresiva) puede encontrarse en Tomás de Aquino, que se inspira en Aristóteles. Para los esencialistas cristianos el alma es una esencia exterior a la materia, últimamente debida a Dios, más que un proceso de la materia (hoy diríamos: de la neurobiología del cerebro). Esta idea tiene una importancia especial en nuestra cultura, porque a juicio de muchos creyentes la "dignidad" y la moral humana no pueden salvaguardarse sin un fundamento espiritualista y trascendente al cuerpo.


Robredo tergiversa, pues voy a tener la delicadeza de no atribuir ignorancia a un doctorando en filosofía. Uno de los escasísimos distanciamientos de la patrología cristiana respecto a Platón (el Platón canónico, no el Platón fabulado de los gnósticos), que provocó grandes disputas con los por lo demás ortodoxos origenistas, es precisamente el que se refiere a la esencialidad de las almas y a su preexistencia y unión accidental al cuerpo. La Iglesia católica rechazó siempre la pretensión maniquea del alma "caída" y "atrapada", manteniendo en todo momento una antropología unitaria en la que a la salvación del alma se sigue "eo ipso" la del cuerpo.

San Agustín explicitó esta doctrina mediante sus razones seminales, una protomonadología hilemorfista que armoniza los cambios en la materia del organismo con la perduración y conservación idéntica a sí misma de la forma orgánica o alma. Una autoridad como la de San Agustín no es marginal ni despreciable, y sin embargo Robredo no tiene empacho en sostener que el alma cristiana es, en general, "esencialista y fijista". Si bien no me corresponde a mí indicar en qué dirección apunta el vector de la influencia, el Midrash "Bereshith Rabbah" (desde el s. VI) también señala este compromiso y solidaridad del espíritu con la carne. Así, comenta Abravanel:

“Êtres vivants” signifie “possesseurs d’une âme vivante”. Et lorsque nos sages expliquent dans le Midrach Beréchit Rabbah (chap. 16): “Que la terre produise”, [c’est-à-dire] qu’elle faisse sortir una chose qui lui a été confiée en gage depuis le premier jour, cela ne signifie pas, comme je l’ai expliqué, que les choses avaient été créés alors dans leurs particularités, le premier jour, mais seulement qu’elles l’avaient été dans les principes de toute chose, et. D. leur donna leur puissance de produire leurs générations au moment opportun.

(...)

Quant à l’expression “assiah” (fabrication), elle est utilisée au sujet de la forme sensitive, et non “briah” comme pour les poissons, car, ainsi que je l’ai écrit plus haut, cela correspondait alors à la création des premiers êtres recevant la forme sensitive –il s’agissait d’une première création “ex nihilo” et d’une réalité complètement nouvelle. Mais lorsqu’elle est émanée une seconde fois, por les animaux qui sont sur terre, le terme “création” n’est plus employé puisque l’âme vitale n’est plus une réalité nouvelle. C’est pourquoi c’est le terme “assiah” qui est employé ici.


El aristotelismo queda todavía más patente en el fragmento que sigue, donde se pone en relación dicha doctrina con los primeros capítulos del Génesis:

L’homme a été créé en dernier fois pour deux raisons. La première est fonction de l’organisation des formes entre elles qui fait que la première forme s’associe à la seconde en tant que matière, puissance et préparation, alors que la seconde forme délimite et complète la première en tant que forme. Et il en va de même pour la deuxième forme vis-à-vis de la trosième. L’explication de ce phénomène est que les formes de la réalité –les corps- sont anterieurs à la forme végétale, laquelle n’existe qu’une fois l’autre forme posée dans son principe, et que, de même, la forme végétale précède la forme sensible qui devance à son tour la forme intellective. Car la forme antérieure prépare toujours la suivante qui à son tour délimite, complète et distingue celle qui l’a devancée. Et ce qui est délimité est de l’ordre du potentiel, tandis que ce qui limite est de l’ordre de l’agent et de la perfection. C’est pourquoi les êtres vivants sensibles sont dotés de l’âme végétative qui est, par rapport à l’âme sensitive, comme du potentiel et de la matière, et telle est aussi la position de l’âme sensitive par rapport à l’âme intellective. C’est ainsi que, dans la Genèse, les végétaux ont été créés en premier suivis par les animaux, car l’âme végétative prépare à l’âme sensitive, et la forme sensitive a été créé avant la forme intellective, puisque l’âme vitale et sensitive est comme la matière par rapport à l’âme intellective l’ayant précédée dans la création suivant l’ordre de la réalité. L’homme a donc été créé en dernier, étant la fin des existants, et sa forme a été l’ultime et la plus parfaite de toutes les formes. Ces dernières la devancent nécessairement comme la puissance précède l’acte, et la préparation précède la forme. Nos sages ont déjà rendu compte de cette explication en disant (Midrach Beréchit Rabbah, par. 19): “Tout ce qui a été créé en second règne sur le premier”.


El cristianismo tampoco ha confundido nunca la "animación" o automovimiento con la esencia misma del alma, que es la percepción. Un alma no deja de ser mientras percibe, clara o confusamente, no obstante esté desorganizada en sede física y no constituya un individuo según las apariencias.

Visto lo cual, se impone llegar a la conclusión contraria: si el pensamiento científico predarwiniano fue esencialista en alguna medida, lo fue a pesar del cristianismo y no inducido por él.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Condición humana


¿Conoces la Disputa del Asno, de Anselmo Turmeda? Estás haciendo una segunda versión de la misma, aunque desprovista del final edificante. Así que deja que te ayude: lo que distingue a los hombres de los demás animales no es ninguna cualidad superior, sino al contrario: es su capacidad de inclinarse, de embrutecerse y de renunciar (muestra, según Pascal, de su grandeza implícita). Cuando decimos "Dios se hizo hombre" no queremos decir "Dios adquirió tal y cual capacidad propia de la especie humana". Queremos decir simplemente que Dios se humilló.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Lo empático y lo maligno




Tal vez podamos ponernos más radicalmente aún en guardia contra este sentimiento de compasión, si en lugar de concebir esta necesidad de los desdichados, no como una estupidez y una falta de inteligencia, como una especie de perturbación espiritual que la desgracia lleva consigo (y así es como La Rouchefoucauld parece concebirla), viésemos en ella algo completamente distinto y más digno de reflexión. Obsérvese más bien a los niños que lloran y gritan a fin de ser objeto de compasión, y para ello acechan el momento más propicio; observemos a los que rodean a los enfermos y a las personas de espíritu deprimido, y preguntémosles si las quejas y las frases de lamentación, la exhibición de su infortunio, no persiguen en el fondo otro fin que hacer mal a los espectadores; la compasión que estos expresan entonces es un consuelo para los débiles y los que sufren en cuanto reconocen tener allí al menos un poder, a pesar de su debilidad: el poder de hacer mal. El desdichado tiene una especie de placer en este sentimiento de superioridad de que le da conciencia el testimonio de compasión; su imaginación se exalta, todavía es bastante poderoso para causar sufrimiento en el mundo. Así, la sed de compasión es una sed de goce de sí mismo, y esto a costa de nuestros semejantes; muestra al hombre en toda la brutalidad de su querido yo, pero no precisamente en su "estupidez", como piensa La Rouchefoucauld. En las reuniones de sociedad las tres cuartas partes de las preguntas se plantean y las tres cuartas partes de las preguntas se dan para causar un pequeño mal al interlocutor; por eso muchos hombres tienen sed de sociedad: les proporciona el sentimiento de su fuerza. A dosis infinitas en número, pero muy pequeñas, en que la malignidad se hace sentir, es un poderoso medio de excitación de la vida, así como la benevolencia, difundida en la sociedad humana en una forma análoga, es el medio de salvación siempre a mano. Pero ¿habrá muchas gentes honradas para confesar que existe placer en hacer mal, que no es raro que vivamos -y que vivamos bien- de causar disgustos a los demás, al menos en pensamiento, y acribillarles con esta metralla de menudas malignidades? La mayoría son poco honrados y algunos son demasiado buenos para saber algo de este pudendum; éstos negarán siempre que Prosper Mérimée tenga razón cuando dice: "Sabed, por último, que no hay nada más frecuente que hacer el mal por el placer de hacerlo".


Nietzsche escribe en este pasaje de "Humano, demasiado humano" a propósito de las causas naturales del pecado original, donde la causa eficiente sería la búsqueda de la compasión en los distintos miembros de la sociedad (en vistas a la propia supervivencia), la causa ocasional la pérdida de instinto (dado que ningún otro animal padece semejantes pulsiones), y la causa final el aumento de la voluntad de poder, que actuaría como motor oculto.

La tesis es seductora, pero no logra explicar la correlación entre el decrecimiento del instinto y el crecimiento de la voluntad. Si la voluntad de poder es instinto o inercia y nada más, puesto que según Nietzsche se encuentra en toda la naturaleza, ¿por qué iba a imponerse como un rasgo característico en la medida en que lo instintivo decae, esto es, cuando el hombre pasa a depender más de la aceptación del grupo que de sus propias fuerzas? Y si es una estrategia evolutiva particular, ¿por qué resulta tan perjudicial para una especie socialmente organizada, al obrar sólo en favor de la satisfacción del individuo y de su afán de dominio?

martes, 9 de diciembre de 2008

El oráculo interior




Las palabras afloran, afloran las imágenes. ¿Qué las une? En la vigilia, la costumbre, las pautas adquiridas por imitación y las reglas gramaticales con las que aprendemos nuestro idioma. Cuando la memoria es requerida por la voluntad, la mente enfrenta a la vida, que le sale al paso.

Pero el sueño no es la vida. La supresión de todas las interacciones reales convierte la existencia en un temporal solipsismo, en un mundo de creación propia hecho de memoria. La jurisdicción de la voluntad termina allí donde sólo se ve a sí misma reflejada. Cede al deseo indistinto, a la posesión, a la caída sin término. Por ello el fin del sueño no se sigue de su propia lógica: depende de que la voluntad vuelva a reclamar su derecho.

¿Qué une a las imágenes, a las palabras? En el sueño, la búsqueda inconsciente del sentido. No es la intención, desheredada de su objeto, lo real. No es la fantasía persiguiéndose, pues la memoria carece de tendencia, aversión o simpatía. Es lo esencial en el hombre y lo invisible en el cosmos.

Provenzale




jueves, 4 de diciembre de 2008

Venga la Santa Alianza


Se diría que la Iglesia merece al mundo moderno -o a quienes aspiran a representarlo- un repudio incondicional, ya se muestre intolerante, ya tolerante. Así, a aquellos que ven en las religiones dogmáticas una fuente de conflictos y un desorden moral indeseable tampoco les complace la solución ecuménica, pues aprecian en ella una alianza de teócratas, esto es, un orden moral indeseable. A decir verdad, en Occidente jamás ha habido teocracia, exceptuando tal vez la Ginebra de Calvino y cualquiera de sus secuelas puntuales. Nótese también que no se puede hablar de órdenes buenos "a priori" si se está abogando por el régimen democrático, carente de principios irrenunciables fuera de su propia definición abierta; tanto más cuanto más neutro se lo quiera.

Pienso por ello que, de llegarse a algún acuerdo sobre las confesiones y prácticas, resultaría muy beneficioso para el islam y para Europa. Nada ha de conducirnos a pensar que la Iglesia se radicalizará por entrar en contacto con unas doctrinas que conoce y combate desde hace más de 1.400 años, o que querrá reinstaurar los procedimientos de la Inquisición. Mientras que el caso inverso sí podría darse, y no sería ingenuo esperar tal cosa, puesto que el islam, más aislado y con menos fieles que el cristianismo, carece de una jerarquía universal y, por consiguiente, de exégesis y doctrinas uniformes.

En suma, ni el musulmán está condenado a ser un bárbaro, ni la imagen de incivilización que nos transmite radica sólo en su menor integración al Estado del bienestar, como alega sin pruebas fehacientes la izquierda sentimental y economicista. Por otro lado, el laicismo -un formalismo jurídico con un plus de adoctrinamiento jacobino- no nos garantiza en este siglo global, de grandes y súbitas migraciones, una resistencia segura contra cualquier moral iusnaturalista o revelada sostenida por millones de ciudadanos, y que quizá sean mayoría en un futuro.

Es mucho más probable que el islam acabe aceptando la libertad de consciencia del Evangelio y la racionalidad del Derecho occidental que un horizonte en el que sucumbamos a la sharia. Pero para ello debe haber un diálogo abierto donde no se recurra a falsas proyecciones en la historia, ni a legalismos sin más activo que la fuerza ocasional que los respalda. Si no confiamos en nuestra preeminencia moral, esto es, en la de nuestros antepasados, en lugar de contemplarla culpablemente como una mera superestructura de nuestro mayor desarrollo económico y técnico (o, desde una suerte de cinismo weberiano, como un medio para llegar a él), las barreras que interpongamos entre el fanatismo y el temor que nos provoca no harán más que demorar lo inevitable.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Atisbo del superhombre


Escribe Nietzsche:

La irresponsabilidad total del hombre respecto de sus actos y a su ser es la gota más amarga que ha de tragar el hombre del conocimiento, una vez habituado a considerar que la responsabilidad y el dolor son los títulos de nobleza de la humanidad. Todas sus valoraciones, atracciones y aversiones se convierten por ello en algo falso y carente de valor: su sentimiento más hondo, el que le acercaba al mártir y al héroe, ha adquirido a causa de eso el valor de un error; ya no tiene derecho alabar ni a censurar, pues no tiene sentido alabar ni censurar a la naturaleza y a la necesidad. Ante los actos propios y ajenos debe proceder como cuando le gusta una obra bella pero no la alaba, porque ésta no puede hacer nada por sí misma, o como cuando se encuentra delante de una planta. Puede admirar su fuerza, su belleza, su plenitud, pero no le es lícito atribuirles mérito: el fenómeno químico, la lucha de los elementos o los tormentos de quien ansia curarse tienen tanto mérito como esas luchas y angustias del alma en las que nos sentimos atenazados por diversos motivos y en diferentes sentidos, hasta que al final nos decidimos por el más poderoso (como suele decirse, aunque en realidad habría que decir: hasta que el más poderoso decide por nosotros). Pero por elevados que sean los nombres que demos a esos motivos, proceden de las mismas raíces en las que creemos que se encuentran los malignos venenos: entre los actos buenos y los actos malos no hay una diferencia de especie, sino a lo sumo de grado. Los actos buenos son la sublimación de actos malos; y los actos malos son actos buenos, pero realizados de una forma tosca y estúpida. Cualquiera que sea el modo como puede obrar el hombre, es decir, como debe hacerlo, éste no desea más que autocomplacerse (unido esto al miedo que tiene a la frustración), ya sea mediante actos de vanidad, venganza, concupiscencia, interés, maldad o perfidia; o mediante actos de sacrificio, de compasión, de entendimiento. (...) Si la voluptuosidad, el egoísmo y la vanidad son necesarios para la producción de los fenómenos morales y para que alcancen su más elevada floración, el sentido de la verdad y de la justicia del conocimiento: si el error, el extravío de la imaginación ha sido el único medio por el que ha podido ir elevándose paulatinamente la humanidad hasta este grado de claridad y de autoliberación, ¿quién iría a entristecerse al divisar la meta adonde llevan estos caminos? Es cierto que en el terreno de la moral todo se modifica y cambia, que es incierto y está en constante fluctuación, pero también es verdad que todo fluye y que se dirige a un único fin. Aunque siga actuando en nosotros el hábito hereditario de juzgar, amar y odiar erróneamente, cada vez se irá debitando más por el creciente influjo del conocimiento: en este mismo terreno nuestro se va implantando insensiblemente un nuevo hábito: el de comprender, el de no amar ni odiar, el de ver desde lo alto, y dentro de miles de años será tal vez lo bastante poderoso para dar a la humanidad la fuerza de producir al hombre sabio, inocente (consciente de su inocencia), de un modo tan regular como hoy produce al hombre necio, injusto, que se siente culpable, es decir, su antecedente necesario, no lo opuesto a aquél.


La antropología del superhombre no sería posible sin la convicción de que el individuo carece de substancia, no siendo más que voluntad de poder. De ahí nace un ideal darwinista diáfanamente expresado por Nietzsche con la famosa metáfora de la "cuerda tendida", en la que la ateleología radical de su pensamiento se permite una excepción lírica muy significativa. La voluntad toma control de sí misma, pues, y se promete confiar en el instinto como fuente segura de una felicidad y una justicia inmanentes. Todo fracaso particular es ignorado en atención a la marcha general de la especie, en la que los mejores no pueden más que acabar imponiéndose.

Ahora bien, contra el apostolado del progresismo bastaría constatar que no sólo el hombre no encuentra siempre su satisfacción, sino que no la busca casi nunca de un modo coherente. Y que, en lugar de una voluntad de poder, poseemos una voluntad de frustración que es la antítesis de la inocencia nietzscheana, según él mismo reconoce. Es curioso que Nietzsche se olvide de su propio dictum, en base al cual "si la humanidad tuviese un fin, ya lo habría alcanzado" (El ocaso de los ídolos). O que confiera a la cultura un doble papel de engañadora y salvadora de la especie, de envilecedora y purificadora de su inercia hacia la emancipación. O que ceda -¡él!- a un intelectualismo socrático en el que sólo quepa "comprender", "no amar ni odiar".

Este exceso de atribuciones a lo artificial parte de una sobrevaloración de lo natural y lo objetivo, en detrimento de lo subjetivo e irrepetible: es su consecuencia lógica.

* * *

Coda:

Pretendemos impulsar eventos, presentaciones, conferencias y publicaciones atractivos para el entorno social que comparte los valores del pensamiento crítico y el naturalismo positivo, con el fin de poder combatir conjuntamente el pensamiento fláccido y las malas prácticas que erosionan nuestro potencial evolutivo como sociedad.

Tercera Cultura.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Inteligencia e individuación




Observo por fin que alguien trae a colación la inteligencia de los animales para algo más que la manida crítica a Descartes o al esencialismo:


La inteligencia consiste en: i) especificar un conjunto de fines; ii) evaluar la situación presente y estimar cómo se desvía de los fines propuestos; y iii) aplicar un conjunto de operaciones destinadas a disminuir esta diferencia. Una consecuencia que se deduce de esta definición es que el mero concepto de inteligencia carece de sentido sin una especificación precisa de los fines. Por lo tanto, para evaluar la inteligencia de otras especies, sería necesario conocer cuáles son éstos. Esto puede parecer una postura antropomórfica, pero no lo es. Es imposible entender la conducta de un animal sin asumir que éste tiene ‘objetivos’.


Traté este tema hace tres años, y escribí lo siguiente:

Llamamos azar a todo lo que no depende de nosotros, y eso no es exclusivo de las mutaciones. De hecho la mayoría de acontecimientos que nos suceden son, en base a la definición anterior, azarosos. Entonces, ¿es sensato valorar la adaptación de un organismo o especie a partir de elementos puramente fisiológicos y ambientales, obviando, en cambio, cualidades activas como la racionalidad o la inteligencia?

Califico como inteligente a lo que no entra en las categorías de lo mecánico o de lo azaroso. Es azaroso, pues, lo irracional, aquello de lo que no se puede dar razón; y es mecánico todo fenómeno que no contenga en sí su propia razón. Ahora bien, el actuar de los animales es razonable y depende de sus facultades intelectivas, más o menos primarias. Se sigue, en consecuencia, que no es azaroso.


Y en otra parte:

Darwin no se preocupa del origen de la inteligencia ni de su papel en la evolución como sujeto de cambios, sino como objeto de los mismos. He ahí el error, el sesgo que denuncio.


Todavía en otra:

Luego, o azar o hado, mas nada se deja a la cualidad individual, a la oportunidad particularizada. No es posible hallar lucha, sino teatro de títeres en este escenario de cartón-piedra. El darwinismo estrictamente materialista, que los "neos" intentaron salvar "in extremis", ha perdido su elegancia explicativa para convertirse en un anodino juego estadístico.

Sabemos que Darwin coloca a la especie en función del individuo, al perpetuarse aquélla a través de sus tipos superiores, y al individuo en función del entorno, siendo individuos superiores los más capaces de adaptarse al mismo. Ahora bien, al darse gran cantidad de factores cruciales que escapan a la percepción del individuo (el desarrollo inconsciente de sus cualidades físicas, el mecanismo de los procesos volitivos, etc.) y, por consiguiente, a la aptitud de éste en vistas a su conservación, se deduce lo que el sistema darwinista omite, a saber: una teleología infinitamente superior a la dialéctica entre individuo y especie. La cual no puede atribuirse a la Naturaleza misma, cuyas meras constantes o leyes carecerían de finalidad, ni a un “espíritu” inmanente a ella, si la tomamos como un agregado inarmónico de materia y energía. Sólo Dios puede resolver el enigma.

Lo amorfo y lo incausado




La definición filosófica del alma es sólo una variante de la de substancia. La crítica a la asubstancialidad del materialismo, el cual sólo podría ser substancial volviéndose atomista y demostrando la existencia de partículas de infinita dureza, ya fue efectuada por Leibniz en el siglo XVII (cfr. Monadología). Así, si el fenómeno es algo más que un compuesto imaginativo (Hume) y la materia resulta divisible hasta el infinito (como se sigue de la definición de lo extenso), entonces hay algo en el cuerpo que no es corporal y que lo distingue del resto de cuerpos con los que está en contacto o se interrelaciona.

Ahora bien, si en realidad, como quería Spinoza, todo fluye y pertenece a un solo cuerpo, el del universo, nos veremos en la dificultad de justificar de qué manera un ente así podría moverse en direcciones opuestas al mismo tiempo, o qué sentido iban a tener para el caso nociones científicamente consensuadas como la de inercia. Spinoza requirió de la teoría metafísica de los modos para articular algo tan contraintuitivo como su monismo panpsiquista. Hasta la fecha el ateísmo no ha alcanzado tal grado de sofisticación, conformándose con meras hipótesis de trabajo.