domingo, 27 de mayo de 2012

La inmortalidad en Séneca




Di, más bien, cuán natural es ensanchar el pensamiento hacia el infinito. El alma humana es una realidad grande y noble, no admite que se le pongan otros límites que los que tiene de común con la divinidad. En primer lugar, no acepta una patria terrena, Éfeso o Alejandría, o cualquier otro suelo aún más populoso en habitantes o más abundante en edificios; su patria es todo el espacio que rodea con su perímetro al cielo y al universo entero, toda esta bóveda celeste bajo la cual se encuentran los mares y las tierras, bajo la cual el aire, aun delimitando las cosas divinas y las humanas, las une al propio tiempo, donde están distribuidos tantos dioses que vigilan su propio cometido. 

En segundo lugar, no permite que se le asigne a su vida una duración limitada: "Todos los años -dice- me pertenecen, ningún siglo queda cerrado para los grandes genios, ningún tiempo es inaccesible al pensamiento. Cuando llegue el día que disuelva esta mezcolanza de lo humano y lo divino, dejaré el cuerpo en esta tierra donde lo encontré y yo mismo me restituiré a los dioses. Tampoco ahora vivo separado de ellos, pero me veo retenido por esta envoltura pesada y terrena."

Por medio de estas dilaciones de la vida mortal nos ejercitamos para aquella vida mejor y más larga. Pues como el claustro materno nos retiene durante diez meses y nos prepara no para sí, sino para aquel lugar al que parece que somos lanzados cuando ya somos aptos para respirar y resistir al aire libre, así también a través del tiempo que se extiende de la infancia a la vejez, vamos madurando para un nuevo parto. Nos aguarda otro origen, una situación distinta.

Todavía no podemos soportar la visión del cielo sino a distancia. Por lo tanto contempla con valor aquella hora decisiva; no es la última para el alma sino para el cuerpo. Todas cuantas cosas te rodean considéralas como el mobiliario de un albergue, pues hemos de marchar a otro lugar. La naturaleza despoja al que sale de la vida, como al que entra en ella. 

No te está permitido sacar más de lo que has aportado, mas aun gran parte de cuanto has llevado a la vida tendrás que dejarlo: se te arrancará esta piel que te rodea como la más externa de las envolturas; se quitará la carne y la sangre que penetra y discurre por todo el cuerpo; se te quitarán los huesos y los músculos que son el apoyo de las partes muelles y débiles. 

Ese día que temes como el último es el del nacimiento para la eternidad. Deja el peso: ¿por qué te detienes como si no hubieras salido ya otra vez, después de abandonar el cuerpo donde estabas encerrado? Estás apegado a la vida, te resistes: también entonces fuiste empujado hacia afuera con gran esfuerzo de la madre. Gimes y lloras: también el llorar es propio de quien nace, pero entonces se te debía perdonar, pues habías venido a la vida ignorante e inexperto en todo. Salido del refugio, cálido y suave, de las entrañas maternas, te acogió un soplo de aire más libre; luego te hizo daño el tacto de una mano dura, y todavía delicado, sin experiencia de nada, te quedaste atónito en un mundo desconocido. 

Ahora no te resulta nuevo verte separado de aquel compuesto del que formabas parte. Renuncia con ecuanimidad a estos miembros ya inútiles, abandona este cuerpo en el que has habitado tanto tiempo: será desgarrado, sepultado, aniquilado. ¿Por qué te entristeces? Así suele suceder: se pierden siempre las membranas que envuelven a los que van a nacer. ¿Por qué te aferras a estas cosas como si te pertenecieran? Con ellas has sido cubierto: llegará el día que te arrancará de estos despojos y te sacará del contubernio inmundo y fétido del cuerpo. 

Tú, desde ahora, substráete ya a éste cuanto puedas, y, hostil a todo placer, a menos que esté estrechamente ligado a las necesidades naturales, ajeno a él medita desde este momento en algo más elevado y sublime. Un día se te revelarán los secretos de la naturaleza, se disipará esta oscuridad, y una luz deslumbrante te envolverá por todas partes. Imagínate cuán grande es el brillo de tantos astros que entremezclan su luz. Ninguna sombra perturbará esta serenidad; resplandecerán por igual todas las regiones del cielo: pues el día y la noche alternan sólo en las capas más bajas de la atmósfera. Reconocerás que has vivido en tinieblas cuando tú, pleno de vida, percibas la plenitud de la luz que ahora contemplas oscuramente a través de los conductos muy limitados de tus ojos y que, no obstante, admiras ya, aunque de lejos. ¿Qué impresión te producirá la luz divina cuando la contemples en su propia sede? 

Este pensamiento no permite que subsista en el ánimo nada sórdido, nada rastrero, nada cruel. Afirma que los dioses son los testigos de todos nuestros actos, nos ordena que nos sometamos a su aprobación, que nos aprestemos para ellos en vistas a la vida futura y que tengamos en consideración la eternidad. Quien medita en ella no se espanta ante ejército alguno, no le aterra el sonido de la trompeta, ni amenaza alguna le impulsa al temor.

¿Por qué deberá temer quien tiene la esperanza de morir? Incluso quien juzga que el alma subsiste sólo mientras está aprisionada en la cárcel del cuerpo y que, una vez liberada, al punto se desvanece, trata de poder ser útil aun después de la muerte. En efecto, aunque haya sido arrebatado a nuestra vista, sin embargo 

"se recuerda a menudo la gran virtud del héroe y el gran brillo de su estirpe." 

Considera cuánto nos aprovechan los buenos ejemplos: comprenderás que la presencia de los grandes hombres no es menos útil que su recuerdo.

Séneca

miércoles, 23 de mayo de 2012

Solipsistas


Si no hubiera inteligencia a escala suprahumana, el objeto más elevado al que podría aspirar la inteligencia del hombre sería ella misma. De hecho, ella constituiría su único objeto, puesto que un universo inteligible surgido de la no inteligencia carecería de valor cognoscitivo, como un poema absurdo o una melodía tocada al azar.

El solipsismo ateo consiste en asumir que no hay fines ni propósito en el universo, ni plan, ni diseño, ni orden, ni inteligencia a escala suprahumana, sólo porque no es capaz de imaginarlos.

Entonces, para el ateo lo único inteligible es la inteligencia, lo que equivale a decir que el pensamiento se piensa.

lunes, 14 de mayo de 2012

Nietzsche y Leibniz, sobre moral y ateísmo


El ateo está culturalmente imbuido de religión. Es decir, ha heredado o imitado los escrúpulos de sus padres y sus abuelos, que fueron religiosos. Con todo, halla un grato entretenimiento ganando batallas a la teoría para acto seguido rendirse en la práctica. Nietzsche vio eso: "Por cada paso que los ingleses hacen retroceder a la teología, obligan a la moral a avanzar otro", escribió. Se reía de ello, porque es verdaderamente inconsecuente. 

Leibniz, de sentir muy contrario al anterior, era en esto sin embargo del mismo parecer. Por ello rubricó las siguientes palabras, a propósito de los negadores de Dios y de la inmortalidad del alma, y del tópico del ateo virtuoso:

Sé que personas eminentes y bien intencionadas defienden que esas opiniones teóricas tienen una influencia en la práctica menor de lo que se cree, y sé también que hay personas de natural excelente, a las cuales las opiniones nunca podrán arrastrarles a hacer algo indigno; por otra parte, los que han llegado a tales errores por medio de la especulación, acostumbran a estar naturalmente más apartados de los vicios de lo que puede estarlo el común de los mortales, aparte de que tienen que tener cuidado con la dignidad de la secta de la cual son como jefes; se puede decir, por ejemplo, que Epicuro y Spinoza han llevado una vida absolutamente ejemplar. Pero esas razones dejan de ser válidas de ordinario en sus discípulos e imitadores, los cuales, al sentirse liberados del importuno temor a una providencia vigilante y a un futuro amenazador, dan rienda suelta a sus brutales pasiones, y orientan su espíritu a seducir y a corromper a los demás; y si resultan ser ambiciosos y de natural un tanto duro, pueden llegar a ser capaces, por su placer o medro, de pegar fuego a la tierra por los cuatro costados: yo he conocido algunos de este temperamento, a los cuales la muerte se los llevó. Pienso incluso que opiniones cercanas a éstas que vayan insinuándose poco a poco en el gran mundo, regido por otro tipo de gentes, de las cuales dependen los negocios, dispondrán todo para la revolución general que amenaza a Europa, y acabarán por aniquilar lo que todavía queda en el mundo de los sentimientos generosos de los antiguos griegos y romanos, los cuales preferían el amor a la patria y el bien público, y el interés por la posteridad, a la fortuna e incluso a la vida.

El filósofo previó con casi un siglo de antelación la Revolución francesa, que partió de la corrupción de las ideas de Rousseau, un deista, incubadas por su discípulo el Marqués de Sade, un ateo congruente para el cual la moral y la teología debían retroceder juntas.

martes, 8 de mayo de 2012

Fumus est







Tómese un guarismo y multiplíquese por cero. No importa lo grande que aquél sea, o el tiempo que haya permanecido: una vez se lo asocia a su nada, es nada.

Tómese a un hombre y póngase ante su muerte.

sábado, 5 de mayo de 2012

Virtud y escatología



En primer lugar, no soy de la opinión de que el infierno sea para aquellos que no han creído en el evangelio. Si se ha llevado a cabo una búsqueda diligente de Dios, aunque se haya errado en ella, y se ha obrado con recta intención, esto es, de forma sincera y constante, el no creer en la literalidad del dogma cristiano no me parece determinante para ser salvado o condenado. Pues el propio evangelio lo establece:

Entonces comenzaréis a decir: 'Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste'; Y os dirá: 'Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, obradores de iniquidad.' Allí será el llanto y el crujir de dientes. (Lucas 13:26-28).

Y también:

No todo el que me dice: 'Señor, Señor', entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 7:21).

En segundo lugar, la acostumbrada objeción de que las recompensas y penas sobrenaturales son desproporcionadas a nuestros méritos y deméritos resulta inválida. Toda justicia humana ha de tener un término temporal. Supongamos que te hago un préstamo y me debes dinero; has de devolvérmelo en un año, pero transcurre el año y no lo haces. ¿Qué será necesario para que te conceda una prórroga? Que quieras pagarme y que puedas hacerlo algún día. Ese día ha de ser cierto para que la cláusula no sea vana. Si te concediese una prórroga sin condiciones, ¿no estaría permitiendo que te burlaras de mí? Por tanto, llegará el día en que, no habiéndome pagado, no puedas ya pagarme, porque esperé todo lo que razonablemente cabía esperar. Habrás incumplido tu obligación y no estará en tu mano enmendarlo; estará en la mía el forzarte a ello. Y aun si te permitiera que me dejaras a deber, acumulándote el interés, ¿qué ganaría si supiese que no puedo fijar el momento para exigirte el monto, dado que persistirás en tu morosidad?

Pues bien, otro tanto aplica en la existencia humana, que es vista por el cristianismo como un contrato con Dios por el que éste nos cede un bien en depósito (la vida) y nosotros nos obligamos a devolverlo sin menoscabo, es decir, sin haber sido indignos de ese don. El contrato carecería de causa si no contemplase plazo alguno; no habiendo fecha para la devolución, ni pudiéndose exigir, sería una donación encubierta. O lo que es lo mismo, el reconocimiento implícito de nuestra plena soberanía moral y del carácter absoluto de nuestra existencia, nociones contrarias no sólo a la religión, también a la sociedad. Así pues, Dios tiene fijado el día en que le entregaremos de vuelta la vida, momento tras el cual no cabrá que realicemos en ella mejora alguna, toda vez que habrá dejado de ser nuestra. 

Y caiga el árbol al sur o al norte, donde cae el árbol allí se queda. (Eclesiastés 11:3).

El pecado no es menos voluntario en esta vida que en la otra. Pero aquí puede corregirse, mientras que allí ha dejado atrás la posibilidad del perdón y del arrepentimiento. La gracia cesa de obrar, el hombre se curva sobre sí mismo y sólo puede aumentar su mal, al modo de quien se rasca padeciendo sarna. Como el hierro fundido, que es maleable mientras está al rojo y deja de serlo cuando se endurece, la vida del hombre sólo puede aspirar a la virtud ante la amenaza cierta del día en que habrá de rendir cuentas para siempre. La esperanza en un perdón infinito es corruptora, porque hace de la virtud no un fin voluntario, y como tal dependiente del propio esfuerzo, sino una fatal necesidad.





Los ateos virtuosos -amables hipócritas- objetan a los cristianos lo que Fénelon a Bossuet: que las buenas obras no se hagan por amor puro, gratuitamente y sin esperanza de una futura recompensa. Pero este reproche es en ellos fruto, si no de la mala fe, sí al menos de una confusión terminológica o de la ignorancia de los principios. Cuando Séneca escribe que debemos seguir a la virtud por la virtud misma, lo hace aduciendo que ésta es el bien más alto concebible y, por tanto, un fin final. Así, dicho bien para el cristianismo es Dios, el summum bonum, espiritual y eterno, lo que justifica que, por más que pueda pregustarse hoy, su perfecto disfrute se reserve para el futuro en otra vida. Puesto que, si circunscribiéramos la virtud sólo al presente y a las dudosas satisfacciones de esta breve existencia nuestra, como sintieron algunos paganos y están obligados a sentir todos los ateos, sería un bien finito, pasajero y comparable a otros quizá mayores, lo que refuta la vana presunción de ser ella lo más encumbrado. Por consiguiente, careciendo de esta cualidad que la hace preferible a todo lo demás, se seguiría a la virtud irreligiosamente, esto es, por interés, por costumbre o por capricho, y no por una razón insoslayable.


Hasta que el ateo no haya probado que la virtud es para todos el mayor de los bienes finitos no está en disposición de recomendársela a nadie más que a sí mismo. Dado que, incapaz de dotarla de un fundamento objetivo, la seguirá por fe ciega.


martes, 1 de mayo de 2012

Teoarquía




Iglesia y Estado deben permanecer separados: la Iglesia encima, el Estado debajo. La religión no debe descender a gobernar (teocracia) pero debe ser el fundamento último del sistema político (teoarquía). Si se concede, contra Maquiavelo, que hay fines políticos superiores a la conservación de la república y, contra Hobbes, que hay fines superiores a la paz social, se llega fácilmente a esta conclusión. Del mismo modo que admitimos que los derechos humanos preceden a los derechos nacionales, las matemáticas a la física y la lógica a la gramática, debemos conceder que el poder espiritual precede al temporal, porque se dirige a un fin más perfecto y más duradero que éste, que debe subordinársele. Tal fin es la felicidad del hombre.