viernes, 13 de noviembre de 2009

Neopaganos, involucionistas




¿Cuántas veces escucharemos contraponer la brillante, escéptica y expansiva cultura grecolatina, germen de la Ilustración, a la arcaica, provinciana y cruel literatura religiosa del pueblo hebreo, Hidra de todos los fanatismos? Existe, sin embargo, un sesgo fundamental en esta apreciación, consistente en tomar la parte por el todo y considerar a los filósofos y moralistas clásicos como índices de la sociedad en que vivían. Lejos de serlo, fueron sus críticos más feroces, semejantes a los profetas entre los judíos. Demócrito reía; Heráclito lloraba; Pitágoras se escondía; Empédocles se deificaba; Sócrates escarnecía; Epicuro despreciaba; Séneca condenaba. No eran los representantes del vulgo, ni siquiera las más de las veces se los tuvo por prohombres. Marginados, cuando no perseguidos, escribieron para un tiempo que no era el suyo.

La moral pagana no debe buscarse en Platón, sino en Homero. Su Ilíada y su Odisea fueron lo más parecido a un texto sagrado para los antiguos griegos. Ahí estaban codificados poéticamente sus valores patrióticos y sus nociones de heroísmo, de autoridad, de honor, de astucia, de piedad hacia los dioses y de compasión hacia el hombre. Los poetas eran para los helenos el equivalente a los teólogos para los cristianos. Así, los dioses homéricos no cuidan menos de los hombres que la divina providencia monoteísta:



Los dioses, semejantes a huéspedes extranjeros bajo toda clase de formas, recorren las ciudades y vigilan la soberbia de los hombres y su rectitud (Od. XVII, 485-487).


Ni se abstienen de juzgarlos:

Zeus, que en su irritación se enoja contra los hombres que por la fuerza en el ágora dan sentencias torcidas (Il. XVI, 386-387).


Con todo, el dios pagano es sobornable. La diferencia entre el sacrificio abrahámico y el de Agamenón de su hija Ifigenia es clara: en éste el hombre busca tentar a Dios para obtener una recompensa; en aquél Dios pretende tentar al hombre para honrarlo.

La caridad, además, es en Homero una excepción. Aquiles sólo muestra misericordia ante las conmovedoras súplicas de un anciano padre derrotado; magnanimidad consistente en permitir un sepelio. En las jornadas siguientes, Troya es asaltada y arde hasta los cimientos. Odiseo, a su vez, no profesa apego más que por compañeros y familiares, y concluye su itinerario vital en una venganza sangrienta y premeditada.

En cambio, la paciencia divina recorre la Biblia del uno al otro confín, culminando en el Evangelio, en que aquélla se torna pasión. Desde siempre, Dios detiene su ira ante los buenos: los aparta de la sociedad corrompida, o incluso promete salvar a ésta por ellos. Tuerce el destino para premiar el arrepentimiento, mientras que el hado inflexible predomina en las creencias de los idólatras. Envía Yahvéh a sus emisarios para transmitir amenazas y dar al pecador ocasión de convertirse, al tiempo que la divinidad pagana hiere de lejos y fulmina.

La Biblia es un estupendo fresco donde se aprecia cómo el mal opera a través del bien y el bien a través del mal. No es un discurso moralizante bien estructurado donde nada es áspero, donde lo correcto y lo incorrecto están nítidamente separados por una línea racional por todos visible. Es el campo de juego del destino, el sendero hacia la perfección desde la imperfección, y el rechazo frontal de la idea de progreso. En realidad, se nos dice, el hombre degenera y su moral envejece si no es continuamente renovada desde lo alto.

La religión pagana honró a Homero para acabar divinizando los vicios. Hizo a los dioses dichosos y a los hombres esclavos de mil supersticiones. El cristianismo sacrificó a Dios en la cruz para liberarlos.

Un criminal verá en la Biblia una enciclopedia de la delincuencia. Cristo vio en ella el Nuevo Testamento. No hay una sola forma de leerla. Por este motivo, entre otros, existen la Iglesia y su magisterio.

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