lunes, 19 de julio de 2010

Condenables




¿Has olvidado acaso lo que te respondí cuando me preguntaste la razón de la condenación de Judas? Merece la pena resumir estas palabras porque serán más precisas. Tú me preguntabas cuál era la razón de su condenación. Yo respondí: la disposición en la que murió, a saber, el odio contra Dios, en el que ardía al morir. En efecto, puesto que, desde el momento de la muerte, mientras abandona el cuerpo, el alma no está ya abierta a nuevas sensaciones externas, se apoya tan sólo en sus últimos pensamientos, en los que no cambia nada, sino que agrava la disposición en que se hallaba en el momento de morir.

(...)

Odia, pues, a Dios quien quiere distintas la naturaleza, las cosas, el mundo, el presente: éste tal desea un Dios distinto de lo que Él es. El que muere descontento, muere odiador de Dios; y, al momento, como arrastrado hacia el abismo, al no retenerlo más los objetos externos, sigue por el camino en que ha entrado; cerrado el acceso de los sentidos, apacienta su alma, reducida a sí misma, del odio iniciado contra las cosas, de esta misma miseria de que hemos hablado, de disgusto, indignación, desagrado, y todo ello creciendo más y más. Una vez reunido el cuerpo, recuperados de nuevo los sentidos, encuentra, sin romper la continuidad, una materia de menosprecio, de desaprobación, de arrebatos de cólera, y es tanto más atormentado cuanto menos puede cambiar y sostener el torrente de cosas que le desagradan. Pero el dolor se transforma de alguna manera en placer, y los condenados se deleitan encontrando con qué ser torturados. De igual manera, también entre los hombres, los desventurados, al mismo tiempo que hacen objeto de su envidia a los que son afortunados, no pretenden sacar otro beneficio con ello que el indignarse, con un dolor menos contenido, más libre, orientado hacia una cierta armonía o apariencia de razón, de que tantos necios, en su opinión, sean dueños de las cosas. Pues en los envidiosos, en los indignados, en los descontentos de esta clase, el placer va mezclado al dolor en una proporción admirable: porque, igual que se complacen y se deleitan en la opinión que tienen de su sabiduría, así también sufren tanto más furiosamente cuanto que el poder que, en su opinión, se les debe les falta o pertenece a otros a quienes consideran indignos de él. Ahí quedan, pues, explicadas estas paradojas tan sorprendentes: nadie, a no ser que quiera, no diré solamente que no está condenado, sino que nadie sigue condenado si no se condena a sí mismo; los condenados no están nunca absolutamente condenados, sino que siguen siempre condenables; están condenados por esta obstinación, por esta perversión del instinto, esta aversión a Dios, de forma que nada les deleita más que el tener de qué quejarse, que nada buscan tanto como el tener motivos para irritarse; ¡he aquí el grado supremo, voluntario, incorregible, desesperado y eterno de la rabia de la razón! Condenados, pues, por estas quejas y reclamaciones que les atribuíamos más arriba, por estos reproches contra la naturaleza, contra la armonía universal, contra Dios, como si Él fuera el autor de su miseria impidiéndoles nunca poder ni querer.


Leibniz

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