miércoles, 13 de octubre de 2010

Turing se equivocaba




Vuelvo a un viejo tema. Que las máquinas no piensan es tan claro como que los títeres no hablan más que por boca del ventrílocuo. Sin la existencia previa de una inteligencia biológica, de la que aquéllas resultan imitación y eco, jamás tendríamos ejemplo de la llamada inteligencia artificial, que es en realidad una pseudointeligencia que toma el nombre de su modelo por burda analogía. Muéstrese una sola máquina en cuya historia no quepa rastrear intervención humana de ninguna clase y reconoceremos que sólo a ellas deben imputarse sus acciones, de modo semejante a como admitiríamos que goza de autonomía una sombra a la que observásemos moverse sin cuerpo.

La máquina no hace nada de lo que falsamente le imputamos, porque la máquina no es nadie. Represéntate una cadena de montaje: ¿Dónde empieza y dónde termina el robot? ¿Hay verdaderos individuos robóticos o más bien cabe hablar de un individuo global? No tenemos una respuesta cierta: depende del observador. Luego no se da un auténtico sujeto, sino uno imaginario. Sin embargo, es de todo punto indubitable que esta máquina es instrumento del obrar racional del hombre, que en determinado momento inició el proceso de programación que ha desembocado en computaciones tan complejas como se quiera, pero que resultan humanas al cabo, como lo sería el obrar del títere accionado por una sucesión de títeres hasta llegar a la mano del titiritero.

Por el contrario, el cuerpo humano es una máquina cuyo fin primario es sobrevivir, para lo cual se esfuerza aun en contra de nuestra voluntad. A partir de este conato solidario observable en todas las partes de nuestro organismo, incluso en las microscópicas, definimos una estructura biológica y la diferenciamos de sus competidoras. Ahora bien, el fin primario de una máquina no suele ser sobrevivir, sino realizar tareas útiles. Y aunque lo fuera, lo sería por designio accidental de los hombres, no de manera inherente a su constitución. Por tanto, en la medida en que su fin y su individualidad dependen de nuestro capricho, no son verdaderos individuos, pues por lo expuesto sólo pueden serlo los individuos naturales.

De una planta se puede decir con propiedad que crece y no que se multiplica, ya que por más que se replique en sus partes la identificamos como unidad vital y no sólo como unidad funcional. Es decir, podemos trazar una línea de continuidad desde el último desarrollo de la misma hasta su primer brote de vida, en cuya virtud estuvo el fin propio de sobrevivir y reproducirse; propio, digo, en tanto que no le fue extrínsecamente impuesto. En cambio, en la máquina el impulso de perpetuar la vida no existe, porque no hay en ella vida, la cual implica un origen absoluto e indivisible, sino una reunión accidental de partes, lo que conlleva una subordinación absoluta al agente.

Hay muchísimas dificultades que oponer a la proposición “La materia piensa”, y ninguna prueba a su favor más que las triviales y obvias relaciones del cerebro y la actividad psíquica, sobradamente conocidas desde hace siglos. El cuerpo es condición necesaria y no suficiente del pensamiento, así como a cualquier acción finita se le presupone una pasión que la concrete y la circunscriba. Con todo, de la correlación no se sigue la identificación, salvo que se incurra en petición de principio o se apele arbitrariamente a la navaja de Ockham. Ésta sirve para eliminar hipótesis superfluas y no para resolver dilemas racionales. Ahora bien, lo inmaterial nada tiene de superfluo si nos ayuda a explicar un estado de hecho y a atajar la sucesión infinita de causas que explican el movimiento. Luego, si algún uso cabe hacer del principio de razón suficiente es en favor del teísmo (“entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem… ergo ita sunt multiplicanda propter necessitatem”).

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