lunes, 26 de septiembre de 2011

Que la virtud es el máximo y el único bien




Tu epístola me deleitó y me estimuló en mi abatimiento; pero también activó mi memoria, que se vuelve perezosa y lenta. ¿Por qué tú, querido Lucilio, no juzgas que el instrumento más eficaz para la vida feliz se halla en la convicción de que el único bien es la honestidad? En verdad el que considera bienes otras cosas cae en poder de la fortuna, se somete a la voluntad ajena; quien reduce todo bien a lo honesto, halla la felicidad dentro de sí.

El uno anda afligido por la pérdida de sus hijos, el otro preocupado por tenerlos enfermos, un tercero entristecido por su mala conducta, por alguna infamia que les ha salpicado; descubrirás que a éste le tortura el amor a la esposa de otro, a aquel el amor a su propia esposa. No faltará quien se atormente por un fracaso electoral; habrá a quienes haga sufrir el propio cargo político.

Pero especialmente numerosa de entre toda la estirpe humana es la turba de los miserables a la que exaspera la angustia de la muerte que acecha por todos lados, pues no hay rincón del que no surja. Por ello, como quienes se encuentran en país enemigo, han de mirar atentamente acá y allá y volver la cabeza a cualquier ruido. Si un tal temor no se expulsa del pecho, uno vive con el pálpito en el corazón.

Te encontrarás con desterrados que han sido desposeídos de sus bienes; te encontrarás con la clase más deplorable de indigentes: con pobres en medio de las riquezas; te encontrarás con náufragos, o con quienes han pasado por un trance semejante al naufragio, a quienes ora la cólera del pueblo, ora la envidia -dardo éste en gran manera nocivo para los mejores- los derribó cuando estaban desprevenidos y tranquilos como una borrasca que suele presentarse precisamente cuando nos confiamos al buen tiempo, o como un súbito rayo cuya sacudida hace temblar hasta los alrededores. Pues, como en tal circunstancia todo el que está muy cerca de la descarga queda aturdido del mismo modo que la víctima del rayo, así en estos desastres que produce la violencia a uno le abate el infortunio, a los demás el miedo, y la posibilidad de sufrirlos provoca en ellos una aflicción semejante a la de quienes los sufrieron.

Los males ajenos, cuando son repentinos, impresionan el ánimo de todos. Del mismo modo que a los pájaros les aterra el zumbido de la honda aunque dispare al vacío, así nosotros nos angustiamos no sólo por el golpe, sino por el ruido que éste produce. De ahí que no pueda ser feliz nadie que se deje llevar por esta falsa opinión; ya que no puede haber felicidad si no hay intrepidez: en medio de sospechas se vive infelizmente.

Quien se entrega con exceso a los acontecimientos fortuitos, urde para sí una trama ingente e interminable de inquietudes. Esta es la única vía para el que se dirige a un lugar seguro: menospreciar los bienes externos y contentarse con la honestidad. Pues el que piensa que existe algo mejor que la virtud, o que es posible algún bien prescindiendo de ella, abre los pliegues de su toga a las dádivas que reparte la fortuna, e inquieto aguarda sus presentes.

Somete a tu consideración este símil: la fortuna organiza unos juegos. En tal asamblea de competidores ella va derramando honores, riquezas, favores. De estos dones unos se han hecho pedazos entre las manos de quienes los arrebatan, otros han sido apresados con gran perjuicio de aquellos a cuyo poder han llegado. Los hay que van a parar a manos de gente distraída, algunos se han perdido por codiciarlos demasiado y, al intentar con ansia darles alcance, se esfuman; de hecho a nadie, ni siquiera al ladrón que tuvo éxito, le dura hasta el día siguiente el gozo por su latrocinio. Por ello los más juiciosos tan pronto ven que se inicia el reparto de los regalillos huyen del teatro, pues saben que unos obsequios tan insignificantes los pagarán muy caros. Nadie arma pelea a uno que se retira, nadie sacude al que se va; es la recompensa la que motiva la pendencia.

Otro tanto acontece con los dones que la fortuna lanza desde lo alto: miserables de nosotros, nos enardecemos, nos preocupamos, desearíamos poseer múltiples manos, avizoramos ora en un sentido, ora en otro; nos parece que se nos dispensan demasiado tarde los favores que provocan nuestra codicia, que pocos han de alcanzar y todos esperan.

Quisiéramos atraparlos al caer, nos regocijamos de alcanzar alguno y de que a otros les haya burlado en su intento una falsa esperanza. Un botín despreciable lo pagamos con un grave perjuicio, o bien en seguida nos decepciona. Retirémonos, por tanto, de estos juegos y cedamos el puesto a aquellos raptores; ¡que contemplen tales bienes que cuelgan en el aire y que ellos mismos queden más colgados todavía!

Todo el que se proponga ser feliz debe convencerse de que el único bien es la honestidad. Porque, si considera que es otro distinto, antes que nada juzga mal de la Providencia, ya que son innumerables las molestias que acontecen al hombre justo y todos los bienes que nos ha concedido son efímeros y reducidos, si los comparamos con la duración del mundo entero.

Semejante queja nos lleva a hacernos intérpretes desagradecidos de los dones divinos. Nos quejamos de no conseguirlos siempre, o de conseguirlos en número escaso, inseguros y perecederos. De ahí surge que no queramos ni vivir, ni morir: nos domina el odio a la vida y el miedo a la muerte. Toda resolución nuestra fluctúa y no puede saciarnos felicidad alguna. Y el motivo está en que no hemos llegado a aquel bien inmenso e insuperable donde será preciso se asiente nuestra voluntad, ya que por encima de la altura suprema no existe ningún peldaño más.

¿Preguntas por qué la virtud no tiene necesidad alguna? Se goza con lo que tiene a mano y no codicia lo que le falta. Nada le parece pequeño, si le es suficiente. Pero deja de pensar que ni la piedad, ni la fidelidad tendrán consistencia; pues el que desea dar pruebas de una y otra virtud tendrá que sufrir muchas molestias, que denominamos males, y sacrificar muchos gustos, en los que nos complacemos como si fueran bienes.

Perece la fortaleza que debe ponerse a prueba a sí misma; perece la magnanimidad que no puede brillar si no menosprecia cual naderías los objetos que el vulgo codicia como valiosos; perece la gratitud y el testimonio del agradecimiento, si nos asusta el esfuerzo, si conocemos algo de mayor precio que la lealtad, si no nos orientamos hacia el bien perfecto.

Pero soslayemos la cuestión; o esos supuestos bienes no lo son, o el hombre es más feliz que Dios, porque, sin duda, de esos dones que nos son tan queridos Dios no hace uso; ni la sensualidad, ni el lujo en los festines, ni las riquezas, ni nada de cuanto cautiva al hombre y le seduce con vil deleite tiene que ver con Dios. Así, pues, o hemos de creer que Dios está falto de bienes, o la prueba de que tales cosas no son bienes está en el hecho mismo de que faltan en Dios.

Añade a esto que un buen número de las cosas que pretendemos pasen por bienes se hallan en los animales con más plenitud que en los hombres. Ellos se sirven del alimento con mayor voracidad, no se fatigan tanto en la unión sexual, poseen un vigor mayor y una fortaleza más constante: el resultado es que son mucho más felices que el hombre. Viven, en efecto, sin maldad, sin perfidia; gozan de los placeres que captan más intensamente y de manera fácil, sin aprensión alguna de vergüenza o pesar.

Reflexiona, pues, si debe llamarse un bien aquel disfrute material en el que Dios es superado por el hombre y el hombre por los animales. El bien supremo guardémoslo en el alma; pierde el lustre si de la parte más noble de nuestro ser se muda a la peor, y se le transfiere a los sentidos, que son más activos en los animales. No ubiquemos en la carne el culmen de nuestra felicidad: son auténticos aquellos bienes que la razón otorga, consistentes y perpetuos, que no pueden perderse, ni siquiera decrecer y reducirse.

Los demás son bienes en nuestra imaginación; tienen, es cierto, la misma denominación que los verdaderos, pero carecen del marchamo del bien; llámeseles, por tanto, comodidades y, para expresarlo en nuestra lengua, "cosas preferibles". Con todo, sepamos que son de nuestra propiedad, no partes de nuestro ser; que pueden estar junto a nosotros, pero sin que olvidemos que están fuera de nosotros. Aun cuando se hallen junto a nosotros, deben contarse entre las pertenencias accesorias, de baja calidad, de las que nadie deberá envanecerse. Pues, ¿qué mayor necedad que lisonjearse uno a sí mismo por aquello que él no ha hecho?

Accedan todas ellas a nuestra compañía, pero no se peguen, de suerte que, al separarse, se alejen sin dejar ninguna herida en nosotros. Sirvámonos de ellas con moderación como de un depósito confiado a nosotros que un día abandonaremos. Todo el que las posee sin cordura no las retiene largo tiempo, ya que la propia felicidad, de no moderarse, ella misma se fatiga. Si se entrega a bienes muy efímeros, éstos presto la abandonan y, en cuanto la abandonan, queda abatida. A pocos les es posible renunciar con buen ánimo a la felicidad; los demás perecen junto con el séquito que les inundó de gloria, abrumándoles aquello mismo que les había exaltado.

Por consiguiente, haremos uso de una prudencia que imponga sobre tales bienes moderación y sobriedad, dado que una libertad sin freno empuja a la ruina y derrocha sus riquezas; pues jamás perdura nada desmesurado, de no haberlo contenido el gobierno de la razón. Esto te lo ratificará la suerte de muchas ciudades cuyo espléndido poderío sucumbió en medio de su apogeo, y así cuanto había logrado la virtud lo destruyó el desenfreno. Frente a tales eventualidades, hemos de fortalecernos. Ninguna muralla resulta inexpugnable contra la fortuna; equipémonos por dentro; si esta parte está asegurada, puede uno ser golpeado, pero no dominado.

¿Deseas conocer cuál es este medio de defensa? No indignarse ante ningún suceso y reconocer que aquello mismo que parece lastimarnos se ordena a la conservación del universo y es uno de los factores que llevan a término la marcha del mundo y su destino. Al hombre debe agradar cuanto a Dios agrada; la causa de admirar su propia persona y sus cosas esté en el hecho de ser invencible, de tener bajo su dominio los mismos males, de sojuzgar con la razón -fuerza la más poderosa de todas- el azar, el dolor y la injuria.

Ama la razón; su amor te equipará contra las situaciones más penosas. A las fieras el amor a sus cachorros las arroja contra los venablos del cazador: su ferocidad y ciego impulso las hace indomables; no pocas veces la ambición de la gloria impulsa a jóvenes animosos al menosprecio tanto de la espada como de la hoguera; a algunos una apariencia, una sombra de virtud les arrastra a la muerte voluntaria. Cuanto más fuerte y constante se muestre la razón que todos esos impulsos, tanto más impetuosa se abrirá paso a través de temores y peligros.

(...)

La suerte es distinta respecto a aquel bienestar que, una vez perdido, deja en su lugar alguna incomodidad: como la buena salud que, alterada, se transforma en mala; el vigor de la vista que, al extinguirse, provoca la ceguera; no sólo es la agilidad lo que se pierde con un corte en las corvas, sino que en su lugar sobreviene la invalidez. Tal peligro no existe en aquellos bienes a los que poco antes nos referimos. ¿Por qué? Si he perdido un buen amigo, en su lugar no tengo por qué sufrir la deslealtad; tampoco por haber dado sepultura a hijos piadosos, ocupará su lugar la impiedad de otros.

Aparte de que en esos casos se trata no de la pérdida de los amigos o de los hijos, sino de los cuerpos de ellos. Sin embargo el bien sólo se pierde cuando se transforma en mal, cambio que la naturaleza no permite porque toda virtud y todo acto de virtud permanecen incorruptibles. Además, aun cuando se hayan ido los amigos, se hayan ido hijos estimados que respondían a los deseos del padre, hay algo que ocupa su lugar. ¿Preguntas qué es eso? Lo que a ellos les había hecho precisamente hombres de bien, la virtud.

Ésta no permite que haya espacio desocupado, se adueña del alma entera, suprime todo deseo, ella sola basta, porque la fuerza y el origen de todo bien se encuentra en ella misma. ¿Qué importa que la corriente de agua quede obstruida y se pierda, si la fuente de la que había brotado está a salvo? No dirás que es más justa la vida de uno cuando ha conservado a los hijos que cuando los ha perdido; ni más ordenada, ni más prudente, ni más honesta; luego tampoco dirás que es mejor. A un hombre no le hace más sabio aumentar el número de amigos, ni más necio disminuirlo; luego tampoco le hace más feliz, ni más desgraciado. En tanto la virtud estuviere incólume, no experimentarás pérdida alguna.

"Pues ¿qué?, ¿no es más feliz el que está rodeado del cortejo de los amigos y de los hijos?". ¿Por qué habría de serlo? El bien supremo ni decrece ni aumenta; conserva su medida cualquiera que sea el comportamiento de la fortuna. Ora haya alcanzado el sabio una larga ancianidad, ora haya fallecido antes de alcanzarla, una misma es la dimensión del sumo bien, aunque haya diferencia en la edad.

Que sea mayor o menos el círculo que describes es cuestión que afecta al espacio que ocupa, no a la figura. Aunque uno lo conserves largo tiempo y el otro lo borres en seguida y disperses el polvo en que fue trazado, ambos tienen idéntica figura. La rectitud no se valora ni por la magnitud, ni por el número, ni por el tiempo: tan imposible resulta alargarla como acortarla. Acorta cuanto te plazca una vida honesta de cien años de duración y redúcela a un solo día: resulta honesta por igual.

Unas veces la virtud se expande en gran amplitud y gobierna reinos, ciudades, provincias, dicta las leyes, cultiva las amistades, distribuye los deberes entre los parientes y los hijos; otras veces se circunscribe a los estrechos límites de la pobreza, del destierro, de la orfandad; con todo, no queda empequeñecida si de una categoría más alta desciende a un nivel inferior, de la categoría real a la de simple ciudadano; si de una jurisdicción pública y extensa se encierra en el reducido espacio de una casa o de un rincón.

Es noble por igual aun cuando se retire dentro de sí, al ser rechazada en todas partes; pues, en cualquier caso, mantiene un espíritu grande y elevado, una prudencia consumada, una justicia inflexible. Por lo tanto es igualmente feliz, ya que la beatitud se encuentra en un solo lugar: en la propia alma, grandiosa, estable, tranquila, lo que no puede conseguirse sin la ciencia de lo divino y de lo humano.

(...)

Como en los cuerpos enfermizos hay síntomas que preceden al agotamiento, manifiestos en una desidia falta de toda reacción, en una fatiga no causada por trabajo alguno, bostezos, y en un temblor que se apodera de los miembros; así a un alma débil los males la sacuden mucho antes de abatirla; se anticipa a ellos y sucumbe antes del tiempo. Pero ¿qué mayor locura que angustiarse por el futuro, y, en lugar de reservarse para el trance del dolor, reclamar para sí las desgracias y acercarse a ellas? Pues lo mejor es retrasarlas si no se pueden evitar.

¿Quieres que te clarifique por qué nadie debe angustiarse por el futuro? Quienquiera que sepa que transcurridos cincuenta años ha de padecer algún suplicio, no se perturba, a no ser que, saltándose el período intermedio, se sumerja en aquella tribulación que no debía sufrir sino pasada una generación. Igualmente sucede que almas caprichosamente enfermas y a la caza de pretextos para su dolor, se aflijan por antiguos infortunios pasados ya al olvido. Tanto las cosas pretéritas como las venideras están alejadas de nosotros; ni de unas ni de otras experimentamos sensación alguna. Pues bien, sólo de lo que uno siente se experimenta dolor.


Séneca

viernes, 16 de septiembre de 2011

O absoluto, o vano




Ser moral es amar. Pero ¿qué es digno de amor? ¿Cuál es el fin de edificar lo que va a ser destruido? ¿Cuál el de recordar lo que va a olvidarse? ¿Cuál el de huir de lo que va a acontecer? Todo lo que es dejará de ser muy pronto. Amar al universo es amar una cosa y su contraria.

Cabe preguntar qué inclina al universo a ser como es; si es bueno por ser así, y por qué no lo sería, o lo sería menos, si fuera de otra manera muy distinta. Si amamos en él lo que es o lo que debió ser.

Hallaremos que la naturaleza es ajena a sí misma, que no se da un fin moral al que se oriente, y que si lo hay es externo y se identifica con Dios. Ahora bien, si no existe tal fin fuera de ella, tampoco puede existir dentro, puesto que ya se habría alcanzado y dejaría de ser un fin.

El ser es bueno, el no-ser es malo. He aquí una afirmación puramente metafísica, sin asidero en el mundo, respecto a la cual la vida humana es buena no es más que una aplicación particular. Ahora bien, el único ser sin asidero en el mundo es Dios. Por tanto, no hay fuera de Dios otro fundamento para cualquier moral objetiva.

Pruébase. La moral no puede regirse por algo que no tenga el ser en sí mismo. De El ser es bueno, si yo soy parte del ser, se sigue que yo debo ser bueno. Este salto del ser al deber ser sólo puede darse cuando dicho ser debe ser el que es, a saber, un ser necesario, perfectamente igual a sí mismo, simplicísimo e inteligible; es decir, cuando es metafísico. Y Dios es el ser metafísico por excelencia.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Dios como causa moral




Dios ha de ser algo muy extraño. Según dicen, a unos los hace mejores, a otros peores. La virtud, en cambio, hace a todos mejores, y el vicio peores a todos. Luego, Dios no es una causa virtuosa ni viciosa, sino indiferente. Por tanto, Dios no nos hace ni buenos ni malos, lo que se contradice con el primer aserto, al que tendremos por falso.

Si un cuerpo emite calor, calentará a lo que esté más frío y enfriará a lo que esté más caliente. Pero la virtud no es una especie de calor al que quepa superar, porque no hay nada más virtuoso que la virtud. Así, toda idea virtuosa participa de la virtud y es imposible que al mismo tiempo participe en el vicio. Por ello, la idea de Dios, si no es indiferente, o nos hace más buenos o nos hace más malos.

Esto nos plantea un dilema muy agudo: Si Dios es moralmente indiferente, no hay motivo para combatirlo; si es moralmente bueno, no hay excusa para no amarlo; si es moralmente malo, no hay razón para tolerarlo.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Un estoicismo espurio




Los ateos, que tanto deben a Spinoza, han heredado de él su concepción moral, si es que puede atribuírseles alguna en particular. El filósofo de Amsterdam entendió la autocracia del sabio no sólo como una liberación de las convenciones humanas, sino también de las divinas, a las que en su Tratado teológico-político califica despectivamente de historias y ceremonias con las que se persuade al vulgo de aquello que el iluminado puede constatar gracias al entendimiento puro. Semejantemente, el ateo que aspire a la felicidad sabrá prescindir de la religión positiva y de Dios mismo para erigir y sostener su virtud en función de su cabal comprensión del mundo.

Los estoicos clásicos, sin embargo, no eran ateos ni panteístas: creían en el sumo bien. La definición que da Spinoza de lo bueno y lo malo, según aumente o disminuya mi capacidad de obrar y de pensar, no guarda el menor parecido con la definición estoica, que estima bueno todo lo que se opera con rectitud de juicio en vistas a un fin noble, acorde con la sociabilidad, y malo aquello que se le opone. Spinoza, por su parte, niega los fines, pues todo lo deriva de una necesidad geométrica en la que incluye indistintamente las acciones heroicas y las villanas.

Para estoicos como Séneca o Marco Aurelio lo que está sujeto a la fortuna y no se corresponde con la naturaleza humana no es ni bueno ni malo, y no puede dañarnos mientras nosotros no se lo consintamos con nuestra opinión. Para Spinoza, el pensamiento conducente a la beatitud es el amor intelectual hacia Dios-Naturaleza, el cual se alcanza mediante la purificación del entendimiento y la conversión de las pasiones en acciones. Es decir, el amor hacia lo que para Séneca y Marco Aurelio es despreciable e indiferente.

Vemos, pues, que la estima de la virtud por sí misma es en los genuinos estoicos un fin en sí sólo y en tanto que depende del bien supremo. Tal virtud está reservada a los buenos, que la buscan con su razón y con sus obras, ya que es justo que lo bueno, el sabio, se una a lo óptimo, Dios. Con todo, los bienes de la fortuna, al estar distribuidos entre los buenos y los malos por igual, no dependen del bien supremo -que distribuye siempre con justicia- y, por tanto, no son un verdadero bien.

El bien o es absoluto o es relativo. Si es relativo, lo es en función de un valor absoluto; y puesto que nada que no sea el bien puede sustentar al bien, el bien es absoluto. Mas ¿dónde se encuentra este bien absoluto? ¿En qué hombre, en qué pensamiento o en qué rincón del universo? Si la moral reside en la intención, ¿a dónde hemos de dirigirla? Es falso que en la virtud radica la felicidad, dado que hay hombres perversos que son felices y otros excelentes que son desdichados. Procede decir, más bien, que el hombre bueno, si quiere ser perfecto, debe ser feliz por mor de su bondad. Pero este deber ¿de dónde mana?

El absurdo de una virtud buena en sí misma sin un bien supremo y objetivo que la avale es tan ajena al pensamiento estoico que se diría que es su opuesto. No soy bueno por hacer un bien a mi prójimo, sino que hago un bien a mi prójimo porque soy bueno. Mi bondad radica en desear el bien antes de hacerlo y con independencia de que obrar así me sea favorable; un bien, por consiguiente, inmaterial, intemporal e infinitamente superior a mí mismo.


"Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hemos tratado, así nos trata a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios." - Séneca

domingo, 11 de septiembre de 2011

Sobre el bien objetivo




La inteligencia yerra cuando se distrae por influjo de la voluntad, y la voluntad se extravía cuando se sustrae a la inteligencia. Luego, la voluntad vicia a la inteligencia. Pero ¿qué vicia a la voluntad? O bien está viciada, o bien aprende a ser viciosa. Si lo aprende, es la inteligencia la que vicia a la voluntad, lo que deja nuevamente sin respuesta la duda sobre el origen del error en aquélla. Por tanto, la voluntad no deviene viciosa, sino que lo es.

Kant sostuvo que nada en el mundo es absolutamente bueno, excepto la buena voluntad. Por el razonamiento anterior sabemos que ni siquiera la voluntad humana es buena por su propia virtud, al hallarse en un estado de caída. A resultas de esto, nada en el mundo es absolutamente bueno; si hay bien, ha de encontrarse fuera del mundo en primer lugar, y en el mundo sólo por participación de éste.

Es terriblemente inconsecuente en lo que afecta a los ateos (y creo comprender bajo esta denominación a todos ellos) el negar que la fe en Dios pueda hacernos buenos y afirmar al mismo tiempo que nos hace malos. Si la moral humana fuera verdaderamente autónoma e independiente de la teología, tanto lo uno como lo otro sería imposible.

sábado, 10 de septiembre de 2011

La virtud en el mundo


No veo otro modo de explicar el pecado original -esto es, el mal moral consentido- más que suponiendo que la inteligencia puede verse dominada por la voluntad, en un estado similar al que provoca la hipnosis. En efecto, es un tópico el que el hombre gusta de engañarse. Pero ¿cómo va a engañarse la razón a sí misma? Por tanto, es la voluntad la que la engaña; no con razones, sino distrayéndola.

Según creo, la diferencia entre la razón y la voluntad es que, aunque ambas posean causa y puedan explicarse por sus antecedentes, sólo la razón persigue un fin natural con el que se identifica, mientras que la voluntad tiene por única referencia su propio impulso y es, por ello, irrestricta y proteica.

Así, aunque la validez formal de la ley provenga de la voluntad del legislador, su mínima razón de ser es la igualdad, que a su vez se corresponde con el fin de la república de conservarse igual a sí. Quien aspira a que cada cual reciba lo suyo odia tanto el desacato del precepto como la disparidad de las sentencias, pues ambos implican división y asimetría. No estima la justicia quien se complace en juicios cambiantes.

Ahora bien, el ateísmo no sólo se distingue por negar que el primer principio del universo sea inteligente. Al privar a éste de razón, se ve en la misma medida obligado a despojarlo de fines objetivos, y no por cierto como mero conjunto, sino incluyendo forzosamente a todas sus partes.

Luego, siendo el universo una especie de república y la razón una suerte de ley, no hay que esperar ni equidad ni prudencia ni, en suma, cualidad alguna que un varón sabio deba elogiar de una naturaleza que no se rija por la inteligencia y, en su lugar, produzca espontáneamente todos los fenómenos sin más cometido que el producirlos.

Por tanto, o bien el hombre justo, formando parte de la naturaleza, es superior o contrario a la naturaleza, o bien es imposible ser hombre y ser justo. Si lo primero, el ateísmo es falso, pues niega que haya nada sobrenatural. Si lo segundo, no puede haber ateos virtuosos, ya que según sus propias convicciones a nadie alcanza esta cualidad y, por ende, tampoco a ellos. En consecuencia, cualquier toma de partido atea es inconsistente o inmoral.