sábado, 5 de noviembre de 2022


Si no hay nada después de la muerte tampoco hay nada de lo que avergonzarse en vida. Ningún mal en este mundo excede al de la propia destrucción. Las faltas del hombre, subsumidas en su finitud, se extinguirán con él. 

Alguien que creyera ser superior a sus culpas, a su tendencia al mal, y no estimara ser superior a su muerte, situaría a la muerte por encima del mal moral. Ahora bien, si la muerte es una magnitud mayor que cualquier mal, es preciso que se la conciba ya como la suma de todos ellos, ya como su opuesto. Siendo la muerte la suma de todos los males, quien la padezca saldará cualquier mal que haya causado en vida. De modo que el mortal tiene, por su propia condición, un derecho natural a hacer cuanto le plazca. Asimismo, si la muerte es el bien y el hombre tiende a ella más que a su contrario, será justo afirmar que el hombre, haga lo que haga, tiende al bien.

Sólo quien cree que el bien es superior a la muerte y que hay Dios inmortal puede aspirar al verdadero bien y tiene razón en avergonzarse si fracasa.


Enterrar a los muertos es una consecuencia de la vergüenza. El hombre quiere resarcirse de sus transgresiones porque considera que está por encima de ellas. La muerte es el compendio de todos los males terrenos y el epítome de lo vergonzoso.

Por tanto, lo que distingue al hombre de la bestia es la vergüenza, esto es, la certeza de estar por encima de nuestro propio mal y por encima de la misma muerte.

Quien no crea en la inmortalidad es un desvergonzado, más bestia que hombre, o un idiota inconsecuente. Hasta los niños y los paganos creen en ella.

El primer hombre no es sino el primer animal capaz de sentir vergüenza. La vergüenza es el reverso de la visión de Dios.