martes, 29 de diciembre de 2009

Theatrum mundi




Los escolásticos diferenciaron, en base a Aristóteles, entre la entelequia o forma primitiva, que es idéntica a sí misma e invariable, y los fines que ésta alcanza en su devenir, que pasan de la potencia al acto. La primera es una substancia o naturaleza a la que se llega "per subitum", por creación, si se rechaza su eternidad; los segundos son atributos, sometidos a una generación o corrupción por grados. Por ello el desarrollo temporal es un des-envolverse de lo que previamente existe, razón por la que el ser crece de un modo distinto a como crecen las aguas o el número de los días: crece en torno a sí, no en torno a la idea que tengamos de un agregado o especie.

Estas consideraciones condujeron a muchos a pensar que puesto que no hay un crecimiento último del ser, tampoco puede haber un decrecimiento absoluto del mismo, y tan imposible es que éste realice todas las potencias y abandone su finitud como que decrezca hasta el punto de extinguirse por completo. No me parece, pues, que algo gradual como el envejecimiento, la enfermedad o cualquier afección semejante acabe con la naturaleza humana individual, como si su existencia pudiera laminarse o erosionarse.

Bien mirado, tanto en Platón como en Aristóteles, es una tesis central la de que todo lo que va a ser ya ha sido; y si ya ha sido no puede dejar de ser, habida cuenta que el pasado es ajeno a todo cambio. Pero mientras que en Platón dicha tesis opera en el mundo de las ideas a través de la reminiscencia, en Aristóteles se refiere al mundo material fundamentado por las entelequias, a las que Leibniz llamará mónadas. Luego, antes de pensar en el triángulo, ya lo conozco, aunque no lo sepa. Y antes de cruzar el Rubicón, es cierto que César no se determinará de otra manera, por más que en algún momento lo rechace o lo ignore. Surja hoy o mañana todo está escrito, pese a que pueda adecuarse a nuestra voluntad ejecutora, a semejanza de los papeles en una comedia.

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