miércoles, 26 de enero de 2011

El fin de lo bueno




La felicidad es al alma lo que la salud al cuerpo; por tanto, el infeliz es un enfermo. Será crónico si no halla curación definitiva a su estado, y hereditario si de nadie más se contagia una vez ha nacido.

El hombre es homo infirmus. El pecado original hace que la razón y el deseo se disocien a medida que la primera se desarrolla. Así, en un niño predominan todavía las voliciones sobre las concepciones, por lo que la infelicidad es rara o circunstancial; en el adulto, en cambio, se da un estado de frustración permanente y es la felicidad la que deviene extraña.

Se debe esto a que, en lugar de adoptar fines externos (i.e., el trabajo) y de realizar nuestras potencias conforme a nuestra naturaleza, volvemos sobre nosotros y nos constituimos como fin, simulando que la potencia indeterminada pudiera ser causa final de sí misma. Reconocemos, sin embargo, que esto es falso. Por este motivo llamamos virtuoso a quien se olvida del interés pasajero para perseguir otro más estable y propio; y, semejantemente, tenemos por noble en grado sumo a quien llega a renunciar a las prerrogativas de su individualidad para la consecución de un ideal. Ahora bien, todas estas actitudes son acostumbradas en los animales y no les hacen violencia.

Hete aquí, entonces, la pregunta: ¿Por qué en los brutos toda actividad se dirige al exterior, según la naturaleza, mientras que en el hombre refracta hacia sí mismo y en sí mismo se detiene sin obtener fruto? Nadie anda hacia sí, y sin embargo solemos obrar hacia nosotros, esto es, según nuestras voliciones y al margen de la razón. ¿Cómo entender, pues, que seamos tanto más irracionales cuanto más racionales nos tornamos, ya sea respecto al animal, ya respecto al niño? ¿Acaso apelaremos al error? Con todo, es indudable que el hombre usa mal de su raciocinio no por defecto de atención, sino de intención.

El paganismo definió el vicio como un círculo en los mitos de Ixión, Sísifo y Tántalo: un incesante volver sobre sí para encontrar lo mismo que se había dejado. Adán y Eva, que procedían de la animalidad y cohabitaban con ella, cobran conciencia para descubrir que están desnudos y son animales. Vemos en el paraíso de unos el mismo miserable bucle que en el infierno de los otros.

De más está recurrir a revelaciones especiales: no hay ninguna gran verdad que haya escapado a la mayoría de los pueblos. Todos, excluyendo a los más embrutecidos, supieron de algún modo que la infinitud del mal no está en su grandeza, mas en su capciosa autorrecurrencia. La distinción que estipularon entre el espíritu y el alma del hombre obedece a la experiencia de la eterna disonancia entre el querer y el quererse, siendo este último signo de vanidad, que es amar lo que se muere.

¿Es el hombre el único ser que no obra espontáneamente para la eternidad? Aunque las bestias estén apegadas a lo terreno, lo están para siempre si desconocen que van a morir. Perecen, dado que no pueden elevarse a los principios por los que viven, pero son felices, ya que no hay paradoja ni tropiezo en su aplicación práctica. Por regla de semejanza, lo feliz se inmola en pro de la felicidad y lo sano por causa de la salud. El hombre sacrifica animales a los dioses por guardar aquéllos analogía con lo inmortal y lo puro, que sólo están muy imperfectamente en él. Quien compadece al animal ignora, presa de la melancolía, que es él quien debería ser compadecido, puesto que "no existe ser más desgraciado que el hombre entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra".

Sin coherencia no hay moral; ni música, sino ruido, sin armonía. Sin eternidad no hay coherencia, sino círculo; sin conocimiento no hay eternidad, sino engaño. Luego, será feliz quien sepa que es eterno, para la eternidad trabaje y persevere en tal disposición eternamente.

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