Dios declaró suficientemente que el culto mosaico debía cesar, siendo reemplazado por otro más perfecto, y que debía ser fruto y complemento de las lecciones del Mesías.
Prueba I. La ley moral o el Decálogo fue dictado a los judíos por la boca misma de Dios, con el aparato estruendoso del Sinaí; la ley ceremonial fue dada sucesivamente y cuando la ocasión se presentaba. La primera al punto de la salida de Egipto; mas las ceremonias por la mayor parte después de la adoración del becerro. Moisés colocó en el arca de la alianza los preceptos morales o el Decálogo, pero no los mandatos concernientes al ceremonial del culto. He aquí ya una diferencia esencial, que anuncia la diversa importancia y duración de estas leyes.
Prueba II. Dios declara muchas veces por medio de sus profetas a los judíos que el culto exterior no tenía para él mérito ni eficacia para borrar los pecados; que lo desechaba porque no estaba acompañado de la inocencia y la virtud. Luego este culto había sido instituido no por su propia excelencia, sino por razones particulares, tomadas del carácter nacional de los judíos y de las circunstancias en que se hallaban al salir de Egipto. Luego era natural que aboliese este culto, cuando las circunstancias hubiesen variado, y las razones de su institución no subsistiesen. (...)
Prueba III. Tomada de las profecías mismas que anuncian al Mesías. En primer lugar, Dios en el Deuteronomio promete a los judíos un profeta semejante a Moisés, que les anunciará sus voluntades. Ningún profeta puede ser semejante a Moisés, si no es legislador como él. Luego esta promesa debe entenderse de un profeta que dará una ley nueva. Dios mismo declara que entre los antiguos profetas ninguno hay que sea semejante a Moisés, a quien Dios hable cara a cara, y no solamente en sueños y visiones. Luego cuando Moisés anuncia un profeta semejante a él, entiende un hombre que estará revestido del mismo carácter, que tendrá las mismas funciones y privilegios, y a quien Dios concederá los mismos favores. Ninguno de los profetas, enviados a los judíos para exhortarlos a la obediencia de la ley de Moisés tuvo todas estas cualidades; sólo pueden convenir al Mesías. En segundo lugar, Dios promete a los judíos una nueva alianza diferente de la primera (Jerem. 31:31). "He aquí la alianza, dice el Señor por su profeta, que yo haré con ellos: pondré mi ley en el fondo de su alma... seré su Dios y serán mi pueblo... todos me conocerán desde el más pequeño hasta el más grande". San Agustín alega este mismo pasaje contra los maniqueos, que sostenían la pretensión de los judíos, que se apropian los impíos. En vano pretenderían estos con aquellos aplicar el cumplimiento de estas profecías al tiempo de la cautividad de Babilonia, porque mientras duró ésta el pueblo fue fiel y no idólatra; y nada de lo que los profetas anuncian se verificó entonces; y sí después de establecida la ley de gracia. (...) En tecer lugar, Dios prometió un nuevo sacerdocio eterno, no según el orden de Aarón, sino de Melquisedec (Psal. 109). Éste no había de depender del nacimiento, sino de la elección de Dios. Isaías nos dice que Dios tomará sacerdotes y levitas de entre las naciones (Isaías 66:20-21). No ejercerán sus funciones como los antiguos en el templo solo de Jerusalén, sino en todo lugar, según la predicción de Malaquías (Malach. 1:5). Las víctimas no serán las mismas, pues que Dios según el mismo profeta desechará en adelante las oblaciones de los judíos; y, según Daniel, las víctimas, los sacrificios y el templo deben destruirse después de la muerte del Mesías (Dan. 9:26). San Pablo se detiene e insiste con razón en estas diferentes pruebas para demostrar a los judíos que después de la venida del Mesías no subsistía la ley. En cuarto lugar, según la profecía de Jacob, el Mesías debía reunir los pueblos; luego debe hacer cesar la distinción que ponía la ley ceremonial entre los judíos y los demás pueblos. Según las predicciones de Daniel, la alianza debe concluirse cuando cesen los sacrificios y víctimas; luego el Mesías no debía dejar subsistir el culto ceremonial.
Prueba IV. Tomada de la naturaleza y fin mismo de la ley. Es evidente que la ley de Moisés tenía por único fin distinguir los judíos de las demás naciones hasta la llegada del Mesías. La circuncisión estaba ordenada como un signo distintivo de la posteridad de Abraham, y como un monumento de las promesas que el Señor había hecho. Con el mismo designio, había prescrito Moisés a los judíos tantos ritos y usos contrarios a los de las demás naciones, y que los hacían odiosos a sus vecinos. Dios había declarado que, en viniendo el Mesías, todas las naciones serían llamadas a conocerle y se agregarían a su pueblo. Lo hemos visto en muchos pasajes de los profetas, y los judíos no lo niegan. Era pues imposible que, bajo el Mesías, hubiese querido conservar observancias destinadas a separarlos de otras naciones. El ejercicio del culto mosaico estaba afecto y limitado a un lugar particular, al templo de Jerusalén. Dios había prohibido severamente oferecer en otra parte primicias, víctimas, inciensos y sacrificios. Pues que bajo el Mesías quiere extender su culto a todas las naciones, es absurdo creer hubiesen de venir de las extremidades del mundo a ofrecer sacrificios y celebrar tres veces al año las fiestas que arreglaba su calendario, en estaciones que no podían corresponder a las de las regiones distantes del Norte y del Mediodía. La ley de Moisés arreglaba el culto, las costumbres, usos civiles, políticos y militares. ¿Podían convenir a todos los pueblos?
Prueba V. La Providencia general de Dios. El Evangelio debía ilustrar todas las naciones, haciéndolas conocer el verdadero culto y la moral perfecta. "No es por vosotros, dice el Señor a los judíos por Ezequiel, por quien yo haré todas estas maravillas, sino por mi santo nombre, que vosotros habéis manchado en todas las naciones entre quienes habéis habitado. Yo glorificaré mi nombre a fin de que todas las naciones sepan que yo soy el Señor". Esto no podía cumplirse ni era conciliable con la existencia de la ley mosaica; luego el Mesías, destinado a hacer conocer por medio de sus discípulos el verdadero Dios, y el culto que quería se le diese en todo el universo, debía terminar y terminó la ley de Moisés.
Prueba VI. Tomada del mismo hecho, que es el mejor intérprete de las profecías y designios de Dios. Hace dieciocho siglos que Dios desterró a los judíos de la tierra prometida, hizo arrasar el templo, sin que ningún poder humano, a pesar del empeño de un emperador apóstata haya podido reedificarlo; ha hecho su religión impracticable, las leyes y constitución de su república imposibles de restablecer para siempre. Esta constitución dependía esencialmente de la distinción de las tribus y conservación de las genealogías. La distribución de la Palestina tenía relación con ella; los sacerdotes debían ser de la sangre de Aarón y de Leví, el rey de la raza de David, y el Mesías había de nacer de esta misma familia.
Mas, después de la dispersión de los judíos y la ruina de su república, sus genealogías se confundieron, la distinción de las tribus y razas quedó abolida. Es imposible a cualquier judío probar que es de la tribu de Judá y no de la de Leví o Benjamín, mucho más mostrar que desciende de David. Luego es un absurdo negar que la ley quedó abolida, siendo todo el fundamento y objeto de ésta la venida de un Mesías libertador que había de nacer de la familia de David.
La prueba más evidente de que no existe tal ley, por consiguiente de que el Mesías la abolió, es que el mismo Dios no ejecuta la sanción que le había dado. ¿Cuál era la sanción de la ley de Moisés? Dios había prometido que en tanto que los judíos se conservaran fieles en su observancia, los protejería, los colmaría de bienes y libraría de las manos de sus enemigos. Es así que desde la venida del Mesías esta promesa, cumplida hasta entonces, ha quedado sin efecto. A pesar de la obstinada adhesión de los judíos a su ley, ellos padecen hace más de mil ochocientos años la más dura cautividad; lo conocen ellos mismos y lo lloran. Luego, desde la venida del Mesías, Dios dejó de imponerles la ley de Moisés. No pueden decir lo contrario, sin acusar a Dios de que falta a su promesa.
Bergier
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EL NOMBRE JUDÍO DE JESÚS
«Jesús es la forma griega habitual del nombre hebreo Josué. En la época de Jesús se pronunciaba Jeshúa» Con estas palabras comienza el segundo capítulo de su libro “Jesús en sus palabras y en su tiempo”, el profesor de la Universidad de Jerusalén y especialista en historia y literatura del tiempo de Jesús, David Flusser, uno de los más eminentes investigadores judíos que junto a Geza Vermes y Joseph Klausner, a quienes nos referiremos también en este artículo, han realizado estudios serios y documentados acerca del judaísmo de Jesús.
Jeshúa o más exactamente Yeshúa (Nehemías, 08:17) – Yéshu en su probable pronunciación galilea – significa «Dios salva» y era un nombre muy usual entre los judíos contemporáneos de Jesús. Así se llamaba también el discípulo y sucesor de Moshé-Moisés que dirigió el retorno de los israelitas tras su liberación de la esclavitud en Egipto, a la tierra de los patriarcas. Jesús era un nombre tan corriente en la época del Segundo Templo, que el historiador Flavio Josefo menciona hasta veinte personas distintas llamadas así. No ha de extrañar que en aquellos años difíciles de la ocupación romana, muchos padres expresaran su confianza en una pronta liberación del pueblo de Israel, dando a sus hijos un nombre tan cargado de esperanza en la salvación divina. Así lo hicieron los padres de Yéshu-Jesús. Ellos se llamaban Yoséf-José y Miryám-María, nombres también judíos de raíz bíblica. El primero había sido dado al undécimo hijo del patriarca Yaacób-Jacob (Génesis, 30:24) y el segundo a la hermana de Moisés (Números, 26:59). Yaacób se llamaba también un hermano de Jesús, Santiago, probable pronunciación popular de Sant Yacob. Otros tres hermanos de Jesús llevaban igualmente nombres judíos como Yoséf, Yehudá y Shimón. Así lo afirma Marcos (06:03) refiriéndose a la reacción de los que asistieron al discurso pronunciado por Jesús en Nazaret, cuando escribe:
«¿ No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón ? ¿ Y no están sus hermanas aquí con nosotros ?»
Los nombres de dichas hermanas de Jesús no figuran en los evangelios.
Por supuesto, no basta con el nombre auténticamente judío de Jesús para resaltar su “judeidad”. Para mejor describirla, es necesario referirse también al ambiente religioso y socio-político en que se desarrolló su existencia terrenal así como las enseñanzas tradicionales que recibió. Constantemente se refiere Jesús a dichas enseñanzas en su predicación. Sus palabras, situadas bajo la luz de la realidad del entorno judío en que brotaron, despiertan ecos de lejanas sabidurías. Sin duda alguna, el judaísmo es el telón de fondo que encuadra el mensaje de Jesús. Por lo tanto, para captar el sentido auténtico de sus palabras y enseñanzas, es necesario tener como referencia casi constante, La Toráh –escrita y oral- en la que se nutren, y cuyo conocimiento y práctica conformaban la vida judía de aquel tiempo, en la tierra de Israel.
SU FILIACIÓN JUDÍA
Empecemos por la filiación de Jesús, que tanto Mateo (01:02-16) como Lucas (03:23-28), hacen remontar hasta David, el rey de Israel. Según ambas versiones, es José, el padre putativo, quien desciende de la estirpe real y no María. El nacimiento virginal al que se refieren los evangelios de Mateo (01:18-25) y Lucas (01:26-34) y que supone la no participación de José en la concepción, no parece plantear ningún problema a sus redactores, aunque implica necesariamente la ausencia de vínculo que una a Jesús con José; quien está precisamente considerado como el último eslabón de la cadena genealógica del rey David.
En cuanto a las circunstancias del nacimiento de Jesús, también coexisten en los evangelios, aunque no en todos, dos versiones distintas; coincidiendo en situar el acontecimiento en Bet Léjem-Belén, ubicación que corresponde a la de la familia del rey David (I Samuel, 16:04-13). No obstante, según Lucas (02:01-06), es el censo decretado por el emperador Augusto lo que obliga a José a desplazarse a Belén de donde era oriunda su familia, para empadronarse allí. Y lo hace llevándose a María:
«Se dio el caso de que en aquellos días salió un edicto de Cesar Augusto, para que se empadronara todo el orbe… Todos se encaminaban para empadronarse cada cual a su ciudad. También José subió desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David que se llama Belén, por ser él de la casa y linaje de David, para hacerse empadronar, con María su esposa que estaba encinta; y se dio el caso de que, cuando estaban allí, se cumplió el tiempo de dar a luz…»
Pero según Mateo (02:01-23), la familia de José residía en Belén, huyó a Egipto y sólo después de la muerte de Herodes… «marchó al distrito de Galilea y cuando llegó, se estableció en una ciudad llamada Nazaret…». Y el texto concluye curiosamente así: «… para que se cumpliera lo que dijeron los profetas: Se llamará Nazareno…».
Se trata probablemente de una alusión al nacimiento de Sansón, el heroico hijo de la esposa de Manóaj a quien Dios manda anunciar:
«Pues he aquí que concebirás y parirás un hijo, sobre cuya cabeza no pasará navaja, pues el niño será “nazareo” de Elohim desde el seno materno y él comenzará a salvar a Israel de manos de los filisteos». (Jueces, 13:05)
Claro está que Nazareno, oriundo o habitante de Nazaret y nazareo, en hebreo “nazir”, no es lo mismo, ya que este último sirve para designar a los seres consagrados a Dios, según las prescripciones contenidas en el libro de Números (06:01-21). A menos que se trate simplemente de un error de traducción. Si no es así, tendríamos que demostrar que Jesús cumplió con las leyes del nazireato, lo cual se evidencia en los evangelios.
Juan sin embargo, como antes decíamos, no menciona ni el nacimiento de Jesús en Belén ni su pertenencia a la estirpe davídica; extremos ambos forzosamente unidos en los otros dos evangelistas más arriba mencionados, a pesar de sus diferencias. Marcos comienza situando a Jesús, directamente, ante Juan el Bautista; ya adulto.
SU FAMILIA JUDÍA
Adentrémonos ahora en la vida de Jesús, siempre con los evangelios en la mano. Como cualquier judío, Jesús niño es circuncidado a los ocho días de su nacimiento (Lucas, 02:21), entrando por medio de la circuncisión, en el pacto que Dios hizo con su pueblo Israel. Así lo recuerda el calendario religioso católico que fija como “Día de la Circuncisión del Señor”, el día primero del mes de enero, es decir, al octavo día de su nacimiento en fecha que los evangelios no precisan. Es probable que el “Día de la Natividad del Señor” haya sido decidido posteriormente por la tradición cristiana para hacer coincidir el nacimiento de Jesús con la fiesta romana del sol naciente u otras fiestas similares en otras culturas. Los paganos la celebraban en honor al sol que adoraban, el día veinticinco del mes de diciembre, es decir, tres días después del solsticio de invierno, cuando se empezaban a acortar las noches y la luz solar parecía renacer venciendo a las tinieblas.
Es evidente que los evangelios no pretenden presentarnos una biografía completa de Jesús. Quizás por eso se muestran tan parcos en todo cuanto se refiere a los primeros treinta años de su vida. No obstante, algunos pasajes que describen la vida de Jesús como judío y el ambiente en que transcurrió, están perfectamente claros, y nos permiten describirla con alguna certeza, incluso a partir de los relativamente escasos datos que se nos proporcionan al respecto.
Baste recordar que, como toda madre judía, Miryam-María se somete al rito de la purificación a los cuarenta días del nacimiento de su bebé, fecha que también recuerda el calendario religioso cristiano cada año, el “Día de la Presentación”, el dos de febrero, es decir, cuarenta días exactamente después de Navidad, fecha supuesta del nacimiento. Así lo relata Lucas (02:22-24):
«Y cuando se les cumplió el tiempo de la purificación, según la Ley de Moisés, lo subieron a Jerusalén para presentarlo al Señor, tal y como está escrito en la Ley del Señor: “todo primer varón será consagrado al Señor (Levítico, 12:08), y para ofrecer un sacrificio según lo dicho en la Ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones”».
En cuanto al ambiente familiar de Jesús, éste está impregnado de religiosidad y marcado por el cumplimiento de los preceptos de la ley de Israel: «Sus padres iban todos los años a Jerusalén por la fiesta de la pascua» (Lucas, 02:41).
Ellos también se velan por dar a su hijo una educación judía de la que Jesús, precozmente, hace gala:
«Y cuando tuvo doce años, al subir ellos conforme a la costumbre de la fiesta, y después de acabar los días, según se volvían, el niño Jesús se quedó en Jerusalén… Después de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y preguntándoles; y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas» (Lucas, 02:42-47).
Más tarde volvemos a encontrar a Jesús en el sagrado Templo de Jerusalén donde se enfrenta a los mercaderes, vendedores de ganado para ofrendas y cambistas que proporcionan la moneda local a los peregrinos (Marcos, 01:15-17; Mateo, 21:12-13; Lucas, 19:45) y donde también enseña “todos los días” como especifica Mateo (21:23). Y es que en aquella primera ocasión en que se aparta de su familia para permanecer en el Templo mientras ésta le busca desesperadamente por todo Jerusalén, Jesús ya contesta con absoluta resolución:
«….¿ Y por qué me buscabais…? ¿No sabíais que tengo que estar en la casa de mi Padre…?» (Lucas, 02:49).
SU VIDA JUDÍA
Como cualquier judío practicante, Jesús se identifica con una vestidura (Mateo, 09:20; Lucas, 08:44; Marcos, 06:56) cuyos cuatro bordes llevan fijadas unas “sisiyot”, flecos u orlas (“kraspeda” en griego), cumpliendo así escrupulosamente uno de los seiscientos trece mandamientos de la enseñanza divina por medio de Moisés al pueblo de Israel:
«… habló a Moisés diciendo: “habla a los hijos de Israel y diles que se hagan flecos en los vuelos de sus vestidos y que se pongan un cordón de púrpura violeta en el fleco del vuelo» (Números, 15:37-38).
Jesús paga además la contribución anual que todo judío mayor de veinte años debe aportar al Templo de Jerusalén, según el precepto bíblico:
«Un “beqa” por cabeza, o sea medio siclo, del siclo del Santuario, para todo hombre comprendido en el censo desde veinte años para arriba…» (Éxodo, 38:26).
Así consta en el famoso pasaje de la didracma, el medio siclo, valor de dos ovejas, que Jesús paga en Kefar Najum-Cafarnaúm, a los recaudadores del Templo (Mateo, 17:24-27).
También frecuenta Jesús las sinagogas. La primera en la citada localidad de Cafarnaúm:
«Y entraron en Cafarnaúm. Y enseguida, el sábado, yendo a la sinagoga, enseñaba» (Marcos, 01:21)… «y estaban pasmados de sus enseñanzas» añade Lucas (04:31).
La segunda mencionada es la de Nazaret. Allí, Jesús, toma parte activa en el acto litúrgico, leyendo la “Haftará” la parte profética de la lectura bíblica que corresponde a cada sábado, completando la lectura del texto de Isaías, 61; con un comentario personal:
«Y llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó a leer. Se le entregó el volumen del profeta Isaías, y al desplegar el volumen, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor sobre mí…” Y todos asentían y estaban sorprendidos de las palabras de gracia que salían de sus labios…» (Lucas, 04:16-22).
Sin embargo, hemos de añadir, parafraseando al mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lucas, 04:24), que nadie es profeta en su tierra. Jesús se considera dolorosamente incomprendido, no sólo por sus conciudadanos, sino también por su propia familia: «Pues ni sus hermanos creían en él» (Juan, 07:05). Algo que Marcos (03:21) parece querer explicar así: «Y cuando lo oyeron, sus parientes fueron a apoderarse de él, pues decían “Se ha trastornado”». Quizás desilusionado por tanto rechazo, Jesús prefiere vivir errante en la orilla nordeste del lago galileo de Kinnéret-Genezaret, alejándose así definitivamente de su familia.
Cuando en las bodas que se celebraban en Caná, su madre le ruega que proporcione vino a los invitados, Jesús replica no sin cierta brusquedad: «…¿qué tengo yo contigo, mujer?» (Juan, 02:04). También tiene una extraña reacción de rechazo cuando su madre y sus hermanos vienen a verle:
«Uno le dijo: “Mira, tu madre y tus hermanos están fuera, queriendo hablar contigo”. Él respondió: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Y extendiendo su mano hacia sus discípulos dijo: “Ahí tenéis a mi madre y a mis hermanos”» (Mateo, 12:47-49).
Quizás todo se explique por una firme convicción personal nacida de su propia experiencia de desarraigo y que Jesús expresa así claramente, al menos en tres ocasiones. En la primera, afirma:
«Y él les dijo: “Os digo de verdad que no hay nadie que haya dejado casa o mujer o hermanos o padres o hijos por causa del Reino de Dios, que no reciba mucho más en el tiempo presente, y en el mundo futuro, vida eterna”» (Lucas, 18:29-30).
En la segunda ocasión, se muestra aún más inflexible, si cabe:
«Y dijo a otro: “Sígueme”. Pero él dijo: “Señor, permíteme primero ir a enterrar a mi padre”. Pero le dijo: “Deja a los muertos enterrar a sus muertos, y tú marcha a anunciar el Reino de Dios”… Dijo también otro: “Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa”. Pero Jesús dijo: “Nadie que ha puesto su mano en el arado y mira a lo de atrás, es apto para el Reino de Dios”» (Lucas, 09:59-62).
Citaremos aún una ocasión más, en la que Jesús muestra su rechazo absoluto de los lazos de parentesco, probablemente movido por la tensión vivida en el seno de su propia familia:
«Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a (su) mujer y a (sus) hijos, a (sus) hermanos y hermanas, y más aún incluso a su vida, no puede ser discípulo mío».
Sólo después de la crucifixión volverán a aparecer su madre y sus hermanos:
«Entonces se volvieron a Jerusalén, desde el monte llamado de los Olivos que está cerca de Jerusalén distante una jornada de sábado, y cuando entraron, subieron a la habitación de arriba donde residían Pedro y Juan… Todos éstos, con un mismo espíritu se dedicaban asiduamente al rezo, con algunas mujeres, y María la madre de Jesús y los hermanos de éste» (Hechos, 01:12-14).
En cuanto a José, probablemente muere cuando Jesús es aún muy joven, mucho antes de cumplir sus treinta años.
SUS AMIGOS JUDÍOS
Lejos ya de su familia, Jesús halla refugio en el afecto de amigos, judíos como él, que le dan amistad y hospitalidad. Son simples pescadores como Simón y Andrés o como otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan su hermano; (Mateo, 04:18-22).
Judíos son también sus seguidores y sus discípulos predilectos a los que nombra apóstoles:
«Los nombres de los doce apóstoles son estos: Primero Simón (que se llamaba Pedro), y su hermano Andrés, y Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano, Santiago el de Alfeo y Tadeo, Simón el Cananeo y Judas el Iscariote» (Mateo, 10:02-04).
Tras la muerte de Jesús, ellos siguen fielmente el ejemplo de su maestro, frecuentando como él, el Templo de Jerusalén, cada día:
«Y estaban continuamente en el Templo bendiciendo a Dios» (Lucas, 24:53) «Cada día asistiendo asiduamente al culto en el Templo con un mismo espíritu…» (Hechos, 02:46).
Nos consta que uno de ellos, Pablo, se purifica ritualmente, aportando incluso la preceptiva ofrenda al Templo:
«Entonces Pablo, llevándose a aquellos hombres, al día siguiente entró en el Templo después de purificarse con ellos, para anunciar el plazo de los días de la purificación hasta que se ofreciera la oblación por cada uno de ellos» (Hechos, 21:26).
En cuanto a los destinatarios de su mensaje, Jesús pretende que sean sus hermanos, los judíos, exclusivamente. Así lo ordena a los doce apóstoles:
«A estos doce envió Jesús después de darles instrucciones diciendo: “No vayáis hacia los gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos, sino id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel”» (Mateo, 10:05-06).
Es tan exclusiva su dedicación a los judíos, que Jesús tenía por norma no curar a gentiles. Sólo lo hace dos veces, y, en uno de los casos, el de la mujer siro-fenicia que le pide atender a su hija, con reticencias, y después de haberse negado a ello rotundamente:
«Él respondió así: “No fui enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Pero ella, acercándose, se postró ante él diciendo: “Señor, ayúdame”. Él respondió así: “No está bien quitar el pan de los hijos y tirarlo a los perros”» (Mateo, 15:24-26).
SU RELIGIOSIDAD JUDÍA
A nadie le puede extrañar que el judío Jesús intentara cumplir los mandamientos de La Torá, como uno más entre sus correligionarios. Sus hechos y sus palabras relatados en los evangelios, confirman sus constantes referencias a la Ley que consideraba inamovible y absolutamente inalterable:
«No penséis que vine a destruir la Ley ni los Profetas; no vine a destruir sino a cumplir. Pues os digo de verdad: “Mientras no desaparezcan el cielo y la tierra, no desaparecerá ni una yota, ni un trazo (de una letra) de la Ley hasta que se realice todo. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos mínimos, y enseñe así a los hombres, será llamado mínimo en el reino de los cielos; pero el que (los) practique y enseñe, ése será llamado grande en el reino de los cielos» (Mateo, 05:17-19).
Y no se trata aquí todavía de los grandes principios morales contenidos en la Ley de Moisés y en los que nos detendremos más adelante, sino de detalles, casi minucias rituales a los que Jesús atribuía la máxima importancia. Así queda patente su reverencia por La Torá en las instrucciones que da al leproso sanado para que cumpla con un precepto ritual ordenado en este caso en el Libro del Levítico (14:02-04):
«Esta será la ley referente al leproso el día en que haya de purificarse: será llevado al sacerdote, y el sacerdote saldrá fuera del campamento y lo examinará y, si resulta que se ha curado la llaga de la lepra, el sacerdote ordenará que se tomen para aquel que ha de ser purificado, dos pájaros vivos, puros, un leñito de cedro, púrpura escarlata y un hisopo».
Recordando la letra de este precepto divino, Jesús instruye al leproso y le dice:
«Mira, no digas nada a nadie, pero vete, muéstrate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que ordenó Moisés…» (Marcos, 01:44). La misma norma está recordada en Mateo (08:04) y en Lucas (05:14).
Otro hecho importante en la vida judía de Jesús que, por obvio, no debería ser necesario recordar, es su bautismo. A la edad de treinta años, Jesús se hace bautizar por Yojanán-Juan, en el río Jordán:
«Entonces Jesús llegó de Galilea al Jordán, (y se presentó) a Juan para hacerse bautizar por él» (Mateo, 03:12).
No se trata aquí de la conversión de un gentil al judaísmo de La Torá, ni de ninguna conversión de Jesús a otra religión, sino sencillamente, de la afirmación, una vez más, de su judaísmo, en el sentido más estricto. El baño ritual por la inmersión total del cuerpo –pues no se trataba entonces de una simple aspersión simbólica de agua sobre la cabeza- es un rito llamado en lengua hebrea “tebilá” y que aún practican hoy los devotos judíos de estricta observancia.
¿Cómo no recordar aquí que uno de los últimos actos de Jesús junto a sus apóstoles, es la celebración de una de las fiestas más solemnes del calendario religioso judío: el Pésaj…? De esta palabra hebrea traducida al arameo, lengua vernácula de los tiempos de Jesús, por “Pasja”, deriva el vocablo “Pascua”. Jesús y los apóstoles se reúnen para celebrar la cena en el curso de la cual se relatan y comentan los distintos episodios de la esclavitud del pueblo judío en Egipto y de su milagrosa liberación, contadas en el Libro del Éxodo:
«El primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús para decirle: “¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero pascual?”... Él dijo: “Id a la ciudad a (casa de) fulano y decidle: El Maestro dice: Mi momento está cerca; voy a celebrar en tu casa la Pascua con mis discípulos”. Los discípulos hicieron como les había ordenado Jesús y prepararon la Pascua. Llegado el atardecer, se sentó a la mesa con los doce» (Mateo, 26:17-20). Los versículos siguientes (26-30), nos muestran a Jesús bendiciendo el pan sin levadura así como el vino, y compartiéndolos con sus discípulos; concluyendo la celebración con los himnos del “Halél”.
En esta cena pascual prescrita en la Biblia y que el pueblo judío sigue celebrando hasta hoy en sus hogares, al comienzo de cada primavera, se sitúa el origen del sacramento cristiano de la Eucaristía.
SU ACTITUD ANTE LA LEY JUDÍA
La religión de Jesús y su relación con la ley judía han quedado, a nuestro entender, perfectamente descritas en el estudio exhaustivo que les dedicó un erudito judío mundialmente famoso, Geza Vermes, profesor emérito de estudios judaicos de la Universidad de Oxford, en su trilogía de obligada lectura para quien desee conocer este interesante aspecto de la vida del judío Jesús.
(Nota: Jesús el judío, Anaya-Mario Muchnik, 1996; Jesús and the World of Judaism, 1983; La religión de Jesús el judío, Anaya-Mario Muchnik, 1996).
El profesor Vermes, basándose principalmente en la lectura de los evangelios, llamados sinópticos, de Marcos, Mateo y Lucas, demuestra en el tercer título de dicha trilogía, que Jesús manifestó siempre el más profundo respeto por la ley del pueblo al que perteneció, el antiguo pueblo de Israel. Geza Vermes cita diversos pasajes de los evangelios, proponiendo para cada uno de ellos, una nueva lectura y una nueva comprensión desprovistas de prejuicios teológicos.
Se refiere en particular, a las curaciones que Jesús practicó en sábado, infringiendo presuntamente el reposo absoluto prescrito en el Decálogo, para este día sagrado:
«Recuerda el día de sábado para santificarlo… no harás ninguna faena, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu sirviente, ni tu criada, ni tu ganado, ni tu huésped que está dentro de tus puertas…» (Éxodo, 20:08-11).
Según Geza Vermes, no se puede deducir de los relatos evangélicos, que dichas curaciones hayan implicado ninguna infracción ya que para efectuarlas, Jesús, solamente hace uso de su palabra:
«Y dijo al hombre que tenía la mano seca: “levántate y ponte en medio”. Se levantó y se puso. Jesús le dijo: “Os pregunto si se puede hacer bien o hacer mal en sábado, salvar una vida o destruirla”. Y lanzándoles a todos una mirada, le dijo: “Estira tu mano”. Él lo hizo y su mano quedó restablecida» (Lucas, 06-06-10).
En el caso de la mujer encorvada, recurre Jesús a la imposición de manos que tampoco implica, por supuesto, ruptura del descanso sabático:
«Estaba enseñando en una sinagoga un sábado. Y resulta que una mujer que hacía dieciocho años tenía una enfermedad causada por un espíritu, estaba encorvada y no podía ponerse derecha del todo. Jesús al verla, la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Puso las manos sobre ella y al instante se enderezó; y glorificaba a Dios» (Lucas, 13:10-13).
En ambas circunstancias, comenta Geza Vermes, la actitud de Jesús es conforme a la enseñanza tradicional del judaísmo que antepone la vida al respeto del reposo sabático. «El Sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el Sábado», leemos en el Talmud de Babilonia (Tratado Yomá, 58b). Esta idea, corriente entre los sabios tanaítas judíos, la cita también Marcos (02:27) poniendo estas palabras en boca de Jesús:
«… El sábado se instituyó por causa del hombre y no el hombre por causa del sábado».
Aunque los tanaítas, para evitar cualquier sospecha de estar tergiversando la palabra de Dios, solían añadir una justificación exegética. Interpretaban el versículo del Libro del Éxodo (31:14), en estos términos: «Respetarás el sábado pues es sagrado “para ti”», significa que el sábado te es entregado a ti y no tú al sábado.
Está claro que la discusión gira en torno a la costumbre tradicional entre los judíos, de lavarse las manos antes de comer para transformar un gesto que compartimos con los animales, en un acto de consagración a Dios, tanto de los alimentos como de los comensales, alrededor de una mesa que el Talmud compara con un altar, en ese templo que ha de ser cada hogar judío. Una costumbre no es un deber religioso. Y en eso estriba el meollo de la discusión que Jesús para en seco, con una fórmula lapidaria que sólo arbitrariamente se puede interpretar en el sentido de que autoriza el consumo de todos los alimentos prohibidos por la Ley revelada a su pueblo, como sugiere Marcos (07:19): «Declaraba puros todos los alimentos».
A menos que Marcos nos quiera decir que Jesús declaró puros todos los alimentos “permitidos” que fueran consumidos sin el acostumbrado lavado de manos. Y no se trata de “rizar el rizo”. Sólo hay que prestar atención a las propias palabras de Jesús al final del mismo texto de Mateo (15:20) al que nos estamos refiriendo:
«Eso es lo que contamina al hombre. En cambio el comer (con las manos) sin lavar no contamina al hombre».
Si no entendemos estas palabras exactamente como Jesús las dijo, ¿qué explicación se podría dar a esta vehemente reacción de Pedro ante la voz que le propone consumir alimentos impuros…?:
«Contempló el cielo abierto y que bajaba un recipiente como un gran lienzo, depositado sobre la tierra por los cuatro extremos, en el que había toda clase de cuadrúpedos, reptiles de la tierra y pájaros del cielo; y una voz le dijo: “levántate, Pedro, mata y come”. Pero Pedro dijo: “de ningún modo, Señor, porque jamás comí nada profano e impuro”» (Hechos, 10:11-14)
SU FE JUDÍA
De la calidad de su inquebrantable fe en el Dios de Israel, Jesús da pruebas en todo momento. Sólo a El se dirige incluso en los últimos instantes de su vida, rezándole:
«Padre mío, si es posible, pase lejos de mí este cáliz; sólo que no como yo quiero sino como (quieres) Tú» (Mateo, 26:39; Marcos, 14:36; Lucas, 22:42)
Cuando, abandonado ya por todos sus discípulos, Jesús va a entregar su alma a Dios, aún tiene fuerzas para dirigirse a El (Lucas, 23:46) con las mismas palabras que emplea cualquier judío en los postreros instantes de su vida, tomadas del Salmo 31, versículo 06: «Padre, a Tus manos encomiendo mi espíritu».
«Y hacia la hora nona, clamó Jesús con gran voz: “Elí, Elí, lema sebaqtani”…», primeras palabras del Salmo 22 con las que antes de expirar se dirige de nuevo a Dios preguntándole: «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?».
Pero volvamos por un momento a las enseñanzas de Jesús que más que ningún otro aspecto de su vida dan testimonio de su fe en el Dios de Israel y de su arraigo en la Ley. En ellas se inspira para enseñar no sólo los mandamientos rituales, como ya hemos visto, sino también, como lo veremos ahora, para predicar los más altos principios morales y religiosos contenidos en La Torá. Jesús concebía La Torá como cualquier judío la considera: una realidad ético-religiosa. Ambos términos son para él, inseparables y están indisolublemente ligados entre sí. Jesús destaca precisamente esa relación entre la religión y la moral. Pero al hacerlo, no está efectuando ninguna revolución en la mente de quienes lo escuchan porque ellos ya lo tienen perfectamente asumido. No habían sido inútiles tantos siglos de educación conforme a La Torá, ni ineficaces, las constantes diatribas, a veces incendiarias, de los profetas de Israel contra la mojigatería y la hipocresía de algunos autotitulados religiosos, o contra los pastores que traicionan al rebaño que en ellos confían.
Isaías (01:19-23) se había atrevido a denunciar la inmoralidad escondida tras la beatería. Como había osado gritar (58:01-12) “No ayunéis”, a los malvados que se mortifican públicamente, y denunciar sin paliativos (02:07-21) los abusos de los poderosos. Amós, había enseñado a Israel (01:03-08) a purificar la religión, orientándola por cauces éticos, sin encerrarla en el formalismo de algunos cultos. Malaquías (01:06-10) había acusado de ignominia a algunos sacerdotes, exclamando en pleno Templo de Jerusalén: «¡Oh quién además, entre vosotros, cerrará las puertas para que no encendierais mi altar en vano!».
Ezequiel había clamado contra los líderes corruptos: «¡Ay de los pastores de Israel que se han apacentado a sí mismos!» (34:02).
La lista de las coincidencias de las enseñanzas proféticas con ciertas actitudes posteriores de Jesús sería interminable. Como también lo sería el paralelismo entre muchas parábolas y enseñanzas de Jesús que ya eran corrientes en las academias talmúdicas. Citarlas una a una y recordar su fuente en la tradición judía, rebasaría los límites de este trabajo. Baste con remitir al lector interesado a tres obras maestras: la primera, voluminosa pero muy bien documentada de Joseph Bonsirven S.I., titulada “Textes rabbiniques des deux premiers siecles chrétiens” (Nota: Pontificio Instituto Bíblico, Roma, 1955); la segunda, magistral, es un trabajo de Hermann Strack y Paul Billerbeck, titulado “Comentario al Nuevo Testamento desde el Talmud y el Midras”; la tercera y última, original por su enfoque histórico, es la del ya citado profesor de la Universidad de Jerusalén, Joseph Klausner, titulada “Jesús de Nazaret” (Paidós, Buenos Aires).
SU MORAL JUDÍA
Sin citarlas detalladamente, podríamos destacar la correspondencia entre los grandes principios morales que Jesús defiende en sus mensajes y los fundamentos de la fe judía que fue la suya.
Así, no duda en afirmar (Marcos, 10:17; Mateo, 19:22; Lucas, 18:18) el carácter ético y social del Decálogo, citando el Libro del Éxodo (20:01-17), casi textualmente según Marcos:
«Y cuando salía para (ponerse en) camino, corrió uno a ponérsele de rodillas y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”… Jesús le dijo: ...”Sabes los mandamientos: no mates, no cometerás adulterio, no digas falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre…”».
Y no es que Jesús haga aquí abstracción de los cuatro primeros mandamientos del Decálogo que conciernen a los deberes del hombre con Dios, al citar solamente aquellos que rigen la conducta del hombre con el prójimo. Sencillamente está expresando la misma idea que los sabios Hilél y Akiba, a saber, que el amor al prójimo es un principio fundamental de La Torá.
Sorprende, sin embargo, la segunda parte de esta doble afirmación de Jesús: «Oísteis que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”»
En cuanto al odio a quien nos odia o nos aborrece –así es como Flusser entiende la palabra griega que se suele traducir por “enemigo”- que Jesús atribuye a una remota enseñanza oída en alguna parte, no nos ha sido posible descubrir la fuente del supuesto precepto de odiar al enemigo, ni en La Torá ni en toda la extensa literatura rabínica.
Puede que Jesús aludiera al hablar del deber de odiar al enemigo, a alguna doctrina ajena al judaísmo, pues en La Torá se prescribe salvaguardar la vida e incluso la hacienda (Éxodo, 23:05) de quien nos aborrece o se declara nuestro enemigo pero sin agredirnos. Resulta extraño, no obstante, que en ciertas reacciones incomprensibles de Jesús no se manifieste precisamente ese amor al enemigo que él mismo preconiza en el citado texto:
«Pero a aquellos enemigos míos que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia» (Lucas, 19:27).
Algo parecido. aunque no tan flagrante, ocurre cuando Jesús recuerda el “No odiarás a tu hermano en tu corazón”, precepto que figura en La Torá (Levítico, 19:17). Jesús añade con una exageración que sólo se entendería por razones didácticas, la descripción del castigo que no figura en el original:
«Pero yo os digo: “Todo el que se encolerice contra su hermano, será reo de condenación. Y el que llame a su hermano ‘estúpido’, será reo ante el Sanedrín; y el que lo llame ‘necio’, será reo de la gehena de fuego”» (Mateo, 05:22).
Pero al tratarse del deber de amar a Dios y al prójimo, tomados respectivamente del Deuteronomio (06:05) «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma…» y del Levítico (19:18) «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», la coincidencia con las enseñanzas bíblicas que recibió, se manifiesta de nuevo. Jesús (Mateo, 22:37-40; Marcos, 12:29-31; Lucas, 10:26-28), reitera ese deber de amor con las mismas palabras de La Torá que no podían sonar como nuevas, ni en sus propios oídos ni en los de sus oyentes. Por cierto que en el texto de Marcos (12:28-29), Jesús fundamenta ese doble deber de amor en la unidad absoluta e inigualable de Dios citando textualmente la proclamación hecha por Moisés (Deuteronomio, 06:04-05) y reafirmando así el principio esencial del monoteísmo judío:
«Y acercándose uno de los escribas que les había oído discutir, viendo que les había respondido bien, le preguntó: “¿Cuál es el primer mandamiento de todos?” Jesús respondió: “El primero es: Escucha Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno”».
Ese deber de amor al prójimo, Jesús lo extiende al extranjero, al inmigrante, reafirmando así las enseñanzas del Pentateuco, La Torá de Israel, que reitera este mandamiento 36 veces, es decir, más que ningún otro precepto.
CONCLUSIÓN
Con toda humildad, hemos de asumir, como afirma Flusser, que Nietzsche ya tenía razón al escribir: «Todos los intentos que conozco de reconstruir a base de los evangelios la historia de un alma dan prueba, a mi parecer, de una ligereza psicológica digna de desprecio».
No es precisamente lo que se ha pretendido hacer en este breve artículo, ya que sólo Dios puede sondear los corazones, «porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón» (I Samuel, 16:07).
Pero hasta donde nuestra vista puede alcanzar y nuestro leal y desprejuiciado entendimiento, penetrar, es correcto afirmar que Jesús nació, vivió y murió como judío.
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