miércoles, 11 de octubre de 2023


Si por lo inmanente entendemos la existencia inmediatamente perceptible, tal será una fracción infinitesimal de la realidad. Sólo el presente es inmanente, y no es más que el límite siempre cambiante entre lo que ya no existe y lo que todavía no existe. Asimismo, todo lo percibido está mediado por el pensamiento, y todo lo existente lo está por el espacio y el tiempo, que a su vez lo están por el número.

A la vista de lo anterior, es falso que la realidad sea inmanente. Cabría, además, preguntarse: ¿inmanente a qué? Pues, si la realidad lo es todo y tiene partes, es inmanente a cada una de sus partes y al mismo tiempo las trasciende, dado que sólo ella no está unida a nada distinto a sí misma. Y si la realidad lo es todo y no tiene partes, sólo es inmanente a sí misma, lo que resulta por completo trivial, habida cuenta que cualquier cosa es inmanente a su propio ser en virtud del principio de no contradicción.

Por ello parece plausible suponer que el materialista no entiende lo que dice cuando afirma la inmanencia de la realidad frente a la trascendencia de lo irreal. La realidad concebida como divisible conduce de forma inevitable a la trascendencia del todo, el cual tendrá una propiedad no sólo diversa, sino opuesta a la de sus partes, a saber, el ser absoluta o no estar necesariamente unida a nada distinto de sí. Por el contrario, la realidad concebida como indivisible tendría una propiedad trivial, la autoinmanencia, de la que no podría inferirse ningún predicado, y no lo sería todo, toda vez que los números, que son divisibles, no serían reales.


El Argumento de la Congruencia Fundamental


Si una parte del todo fundamenta a otra, el todo no se fundamenta a sí mismo. Pues, si la parte fundamentada no puede a su vez fundamentar a la que la fundamenta, se sigue que el todo podrá y no podrá fundamentarse, o que el todo podrá lo que las partes no pueden, o que las partes del todo no son sus partes, lo que es absurdo.

Luego, si una parte de la realidad fundamenta a otra, la realidad no se fundamenta a sí misma.

Ahora bien, una parte de la realidad fundamenta a otra, ya que de una causa se sigue su efecto.

Por tanto, la realidad no se fundamenta a sí misma.

La premisa principal de este razonamiento asume que no puede haber nada esencial en el todo que no se encuentre también en las partes. Es decir, ninguna entidad puede descomponerse en entidades con predicados opuestos respecto a la primera entidad. Por predicado opuesto entiendo uno que excluye absolutamente su negación. Así:

Si una entidad es extensa, no puede descomponerse en entidades inextensas.

Si una entidad existe, no puede descomponerse en entidades inexistentes.

Si una entidad es necesaria, no puede descomponerse en entidades contingentes.

No obstante, es perfectamente posible que una entidad pueda descomponerse en entidades con cualidades opuestas, como el cono se descompone en líneas rectas y líneas curvas o el barco en partes que flotan y partes que no flotan. Esto es así porque estas cualidades, pese a ser aparentemente opuestas, tienen un denominador común: tanto las líneas rectas como las curvas son extensas, y tanto las partes flotantes como las no flotantes son corpóreas. Pero no hay denominador común en los predicados opuestos.

El ser fundamento, del mismo modo que el ser extenso, el ser existente o el ser necesario, no puede descomponerse en entidades que no son fundamento, y ello por el sencillo motivo de que lo que fundamenta lo hace totalmente, siempre y en todo lugar, no en parte, a veces y en algún lugar. Si A es causa de B, es imposible que no lo sea (ya que o lo es, o lo ha sido, o lo será), o que alguna de las partes de A no sea causa de B, pues B es efecto de todas las partes de A y no sólo de algunas de ellas. Por idéntica razón, siendo la vida indivisible, se dice que el hombre vive, entendiéndose que viven todas sus partes, de manera que cuando una de ellas deja de vivir deja también de pertenecer al hombre.

Una vez hemos erigido el axioma innegable según el cual ninguna entidad puede descomponerse en entidades con predicados opuestos respecto a la primera entidad, vemos con claridad que el fundamento de todo no puede descomponerse en entidades que no son fundamento de todo. Luego, si el todo tiene partes que no son fundamento de todo, el todo no puede ser fundamento de todo, esto es, no puede ser fundamento de sí mismo, ya que de lo contrario el fundamento de todo podría descomponerse en entidades que no son fundamento de todo, lo que en virtud del mencionado axioma es imposible. Pues, si alguna parte del todo no fuera el fundamento de todo, el todo no sería totalmente el fundamento de todo, sino que sería parcialmente el fundamento de todo, lo que carece de sentido, al no darse un semifundamentar o un cuasifundamentar, así como no se dan un cuasiextenderse, un cuasiexistir o un ser cuasinecesario.

Por tanto, la conclusión de que la realidad no es fundamento de sí misma equivale a afirmar contra Spinoza que no es causa de sí misma. Por consiguiente, es causada por un primer principio distinto de la realidad y superior a ella. De esta conclusión sólo puede escaparse privando al todo de sus partes y concibiéndolo como un continuo donde no hallamos ni causa ni efecto, ni generación ni corrupción, ni aumento ni disminución, ni verdaderos opuestos, lo que es el colmo del absurdo.


No es común encontrar a pensadores ateos que indaguen honestamente la existencia de Dios. Preguntadles qué prueba juzgarían suficiente para demostrar la existencia de un ser inmaterial, eterno, todopoderoso y creador del universo: o bien no sabrán qué responder, o bien exigirán presenciar un gran milagro. De este modo queda patente su imbecilidad, pues los milagros se emplearon antaño para persuadir al vulgo -que ya creía en Dios- de la condición divina del taumaturgo, no para probar a Dios mismo. Decir que un milagro prueba a Dios es poner el carro antes que los bueyes, ya que la noción de milagro presupone a Dios. Sin Dios no hay milagros, sólo hechos que nuestro limitado conocimiento considera extraordinarios.
 
Luego lo cierto es que tales pensadores, que lo son sólo de nombre, no piensan nunca en Dios ni entienden en qué consiste su noción, y menos todavía atisban las consecuencias de negarlo. Si son honestos, admitirán que ninguna prueba basta para asentar algo que estiman imposible. Ahora bien, si les preguntáis por qué tienen por imposible aquello que no sólo no repugna a la lógica sino que es lógicamente sustentable mediante multitud de argumentos filosóficos, estos necios con ínfulas volverán a poner la mirada en blanco y se despacharán con paralogismos y evasivas en lugar de ofrecer lo que se espera de ellos, a saber, una demostración cumplida de la imposibilidad de Dios.

Vamos, pues, a ayudar a tales sabios de pacotilla a hallar la prueba que no han logrado alumbrar en siglos de impotencia intelectual. Tal vez sea ésta:

Sólo lo racional puede existir.
Sólo lo que puede demostrarse es racional.
Sólo lo empírico puede demostrarse.
Dios no es empírico.
Por tanto, Dios no puede demostrarse.
Por tanto, Dios no es racional.
Por tanto, Dios no puede existir.

O quizá ésta:

Sólo lo material o corpóreo existe.
Dios no es material o corpóreo.
Luego Dios no existe.

O ésta:

Sólo lo que obra existe.
Sólo lo espaciotemporal obra.
Dios no es espaciotemporal.
Luego Dios no obra.
Luego Dios no existe.

Estos ridículos silogismos están tan lejos de ser demostrativos como el ateo de ser filósofo. Sin embargo, así cree quien no cree. Se afirma que Dios es improbable porque no se entiende qué clase de prueba podría fundamentar a Dios, y de esta guisa se concluye que la realidad se fundamenta a sí misma. Se asevera que Dios es innecesario porque se define la necesidad en términos estrictamente físicos, lo que conduce a la ilusión de la necesidad de la naturaleza, la cual, puesto que existe, debe existir. Tal es la miseria del ateísmo: descreer lo que se ignora e ignorar lo que se cree.