Añade a eso que la Escritura es un juez muerto, que no tiene la facultad ni de oír las razones de las partes en litigio, ni de pronunciar ella misma la sentencia. Se suma, además, que si en algún Estado hubiera sido prescrita tal forma de juicios, en los que no hubiera jueces vivos sino que cualquier controversia surgida sobre las escrituras de aquel Estado debiera ser definida y resuelta sólo mediante textos, aparte de que tal forma de juzgar sería estupidísima, nunca habría un fin del litigio. Si no hubiera jueces vivos, en efecto, no se podría aplicar fuerza alguna a aquel que no reconociera el documento.
Melchor Cano. De Locis Theologicis.
domingo, 22 de abril de 2007
Sobre la libertad religiosa-I
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario