Ayuda a ponderar la solvencia intelectual del ateísmo el que, según se nos dice, su argumento más potente contra la existencia de Dios sea la fantasmagórica presencia del mal.
Esta pretendida demostración de la inexistencia de un ser supremo parte de las siguientes premisas:
1) Si lo percibido por el hombre como malo no es evitado por Dios, Dios no existe o no es bueno u omnipotente.
2) Lo percibido por el hombre como malo no es evitado por Dios.
3) Por tanto, Dios no existe o no es bueno u omnipotente.
Lo que, en la práctica, equivale a decir que, puesto que hoy se me ha perdido un botón de la camisa, Dios no existe o adolece de fatales imperfecciones. A fin de no delatar esta ridiculez y afianzar su tesis el ateo trae a colación desastres naturales y hambrunas, cuando, si el argumento fuera bueno, un mero botón extraviado bastaría. Pero, puesto que no lo es, ninguna calamidad tiene el poder de invalidar a Dios, mientras sea el hombre quien la califica como tal.
El motivo de la absoluta inepcia de este modo de razonar es que se quiere deducir un hecho objetivo de una mera consideración subjetiva, pues un mal, a diferencia de Dios, nunca lo es para todos ni para siempre.
Si se diera un mal puro, sólo podría definirse en contraposición al bien, como total ausencia de forma, medida o propósito. Un mal de esta índole aboliría el número y el orden, por lo que no podría ser percibido, ya que no hay percepción sin orden o número. Luego, si el mal es percibido, no es puro o, lo que es lo mismo, no es infinito. Y, si el mal no es infinito, ningún mal puede abolir el bien. Siendo así que lo que no puede ser abolido es infinito, debe afirmarse que, dado que percibimos el mal, el bien es infinito; y, en consecuencia, que Dios es infinitamente bueno.
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