lunes, 25 de diciembre de 2023


Cuando el hombre muere, muere su cuerpo y su alma se mantiene con vida para recibir las recompensas o los castigos ultraterrenos. A pesar de que su mejor parte le sobrevive, decimos que el hombre ha muerto. Muere la unión metafísica de cuerpo y alma, a la que llamamos hombre, pero pervive lo substancial de su humanidad. Por el mismo motivo podemos decir que Dios ha muerto por nuestros pecados, aunque sólo la naturaleza humana de Cristo muriera al expiar por ellos. Murió la unión metafísica de Dios y el hombre, que llamamos Verbo Encarnado, a la cual con justicia teníamos por divina, si bien pervivió la substancia de la divinidad, a la que nombramos del mismo modo. Vive el Verbo Encarnado porque Aquel que se encarnó sin ser carne vive; y ha muerto porque la carne en que se encarnó, que era humana por naturaleza y divina por participación, ha fenecido. Cuando Hércules mató al león de Nemea perdió el objeto de su hazaña pero conservó su fruto, cubriéndose con su piel la cabeza. Así como el héroe no necesita serlo siempre para mantener su condición, y es héroe también cuando duerme, quien ha asumido la carne conserva el título que le otorga su obrar aun tras separarse del objeto en el que éste recaía. Cuando la heroicidad deja de ser, el héroe sigue siéndolo. Por ello el Verbo Encarnado siguió existiendo espiritualmente cuando la carne le fue cercenada; y, sin embargo, murió carnalmente. Luego, aunque Dios supersubstancial nunca muera, es lícito afirmar en este sentido que murió por nuestros pecados, pues inmoló su carne heroica para cubrirse con ella por todos los siglos.  

La ignorancia de estas sutilezas teológicas aleja a los musulmanes de la correcta comprensión de la Trinidad.


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