domingo, 4 de febrero de 2007

Negociar es perder


Hoy pensaba, ¿qué nos está pasando? ¿Nos estaremos volviendo locos? No se negoció cuando Miguel Ángel Blanco, con una ETA todavía fuerte y un cadáver inminente sobre la mesa, ¿y lo haremos ahora con una ETA dividida, ideológicamente derrotada y finiquitada?

El único sentido de negociar con terroristas en democracia es evitar muertes de inocentes sin dar pie a chantajes ulteriores. Y eso significa poder asumir un precio pequeño y excepcional. Un precio, al menos desde la perspectiva del estadista, no político. Porque para el guerrillero, en su permanente estado de naturaleza rebelde, todo es política y pugna a muerte para el reconocimiento. No hay lugar para la justicia hasta que esa lucha concluye: la verdad se pone entre paréntesis hasta que el más débil caiga. Esta escena aparece al principio de la Fenomenología de Hegel, en la dialéctica del amo y el esclavo, y es el proceder terrorista. O también el falso dilema del nacionalismo: o César o nada; o nos independizamos o nos extinguimos; o nos imponemos o nos subyugan.

En fin, como no hay justicia, tampoco hay pacto respetable si no cumple con mis objetivos primordiales. Estos, como se ha dicho, no son otros que los del reconocimiento. Así, puedo romper cualquier negocio que no me beneficie, aunque me haya obligado en él. A eso se refieren algunos periodistas metidos a intelectuales cuando dicen, con más intuición que esfuerzo analítico, que las dos partes negociadoras no emplean el mismo lenguaje ni la misma lógica.

De modo que, si ni hay puntos de acuerdo asumibles por el Estado frente al maximalismo independentista, ni podemos fiarnos de semejantes alimañas, ¿para qué negociar? ¿Para darles fuerzas y legitimación? ¿Para demostrar que el asesinato es rentable si se acompaña de una tenaz grandilocuencia? ¿O tal vez la cursilería máxima del progresismo pretende probar que la violencia tiene causa en la falta de comunicación fluida? "Pero la oposición, que ahora nos hostiga, también lo hizo en su momento". Deberíais saber, sin embargo, que la historia jamás se repite.

Fijaos, yo creo que no tenemos nada que ofrecerles a cambio de su innoble paz. Si ellos mismos han visto que su estrategia no es políticamente factible, y además sale muy cara, la dejarán de lado. Ya lo han hecho en buena medida. Ahora bien, eso no quita que, en un último gesto de magnanimidad, el Estado adopte medidas graciables. No una amnistía general, ni mucho menos, pero sí tal vez una condonación de penas para todos aquellos que no se hubieran manchado de sangre, borrokos y demás. Pues si sale algún etarra a la calle en virtud de un pacto secreto, o se le deja de juzgar por sus crímenes, ya no quedará ningún buen argumento para no abrir las puertas de las prisiones de par en par. Nadie merece más que ellos permanecer allí hasta que se les pudran las mantecas. Paz, sí, pero a los hombres de buena voluntad. La única paz posible pasa por el perdón, y el único perdón posible por el arrepentimiento.

Recuerdo para terminar que hay muchas formas de terrorismo. Éste tiene, es cierto, una importante implantación social. Algunos incluso quieren verle gran calado histórico, que yo no le concedo. Si el fanatismo tiene una característica estable es el de surgir como los hongos, sin razón ni antecedente claro. Su fin es también abrupto. En perfecta lógica retributiva habría que matarlos. Pero para qué alimentar su resentimiento. Que se extingan como la nieve en el deshielo. Que pierdan en vida toda esperanza de triunfar sobre el Estado de Derecho. Eso es peor para ellos que un fin wagneriano, que no merecen.

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