El nacionalista utiliza la Historia como fármaco para soportar el presente, en lugar de como instrumento para comprenderlo. En realidad, no más que una Historia analgésica a medida de los que convalecen. No le interesa el porqué, sino el para qué y -mucho más importante- para quiénes. Así, el nacionalismo comienza en el fuero interno de la humillación, al poco se traduce en un lenguaje lleno de resentimiento neurótico, y de ahí, una vez superada la adversidad en la que anduvo incubándose clandestinamente, pasa a agitar una brisa reivindicativa que, en su apogeo, se extiende como un jolgorio popular. Popular, y por ende democrático, con el marchamo de lo honesto. Pero, a medida que echa raíces y se hace visible, el nacionalismo crea señas, himnos, prohombres, lugares comunes, asociaciones, partidos, institutos, reconocimientos públicos, canales de televisión y plataformas de todo tipo, cuyo rasgo común es el oropel de lo inútil. Va tejiendo una red social en la que sólo hay una forma de no ser extraño o marginado: formar parte activa de ella, renacer a una segunda ciudadanía de privilegios tácitos, ficticios a menudo, basados en la ilusión de someter moralmente a un enemigo imaginario. La elite crea un espacio de pensamiento hegemónico donde nadie que no se haya deslizado por los filtros habituales de sumisión colectiva puede meter baza. Los que rechacen dichos cánones o se desentiendan de ellos serán cínicamente tildados de elitistas, insociables o conspiradores. La política, en fin, se convierte bajo esta máscara de sentimentalismo retórico en una mímica del poder, de sencilla coreografía, asimilada de un modo silente por la grey hija de la doctrina, que compensa su carencia de espontaneidad con la devoción generosa hacia vagos ideales escenificados entre el ruido y la furia. Con todo, faltando la libertad, el espíritu y la moral se marchitan, reduciéndose su efecto a la contemplación de un juego de figuritas de cera.
"¿Dónde está la oposición de este país?"
Hace 55 minutos
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