miércoles, 25 de marzo de 2009

Religión y libre mercado




Ya sabes, Mirza, que varios ministros de Cha-Solimán habían proyectado obligar a todos los armenios de Persia a salir del reino o a que se hicieran mahometanos, creyendo que siempre estaría profanado nuestro imperio mientras conservase estos infieles en su seno.

Allí hubiera dado fin la grandeza de Persia si se hubieran escuchado en este lance los consejos de una ciega devoción. No sabemos cómo no se llevó el plan a efecto; que ni los que hicieron la propuesta, ni los que la desecharon, conocieron las consecuencias que acarreaba: valió el azar por la razón y la política y se libró el imperio de más grave riesgo que el que con la pérdida de una batalla y de dos ciudades hubiera corrido.

La proscripción de los armenios hubiera destruido en solo un día a todos los negociantes y casi todos los artesanos del reino. Cierto estoy de que más hubiera querido el gran Cha-Abás cortarse ambos brazos que firmar semejante decreto; y que hubiera creído que cedía la mitad de sus dominios al Mogol y a los demás soberanos de la India enviándoles sus más industriosos vasallos.

Las persecuciones que a los gauros han suscitado nuestros más fervorosos mahometanos, han precisado a aquellos a que se pasaran en ejércitos a la India, privando a Persia de un pueblo tan dado a la labranza y que a esfuerzos de su ímprobo trabajo podía él solo triunfar de la esterilidad de nuestro suelo. Otro golpe más quería darnos la devoción, que era acabar con la industria: así se desplomaba el imperio por su propio peso y, con él, por consecuencia necesaria, se venía a tierra esa misma religión que querían que floreciera.

Discurriendo, Mirza, sin preocupación, no sé si no fuera útil que hubiese en un estado muchas religiones. Los sectarios de las religiones toleradas se nota que por lo común son más útiles a su patria que los que profesan la dominante, porque lejos de los cargos, y no pudiendo hacerse lugar como no sea por su opulencia y riquezas, se esfuerzan a granjearlas con el sudor de su frente y abrazan las más duras profesiones de la sociedad.

Como por otra parte contienen todas las religiones preceptos provechosos para la sociedad, conviene que sean puntualmente observadas. ¿Pues qué cosa hay más propicia para animar su fervor que la muchedumbre? Unas competidoras son que nada perdonan; descienden los celos hasta los particulares; cada uno está alerta, temeroso de hacer cosas que redunden en desdoro de su partido y le expongan a los denuestos y a la aspereza de los baldones del contrario. Por eso siempre se ha notado que la introducción de una nueva secta en un país era el medio más eficaz de enmendar todos los abusos de la antigua.

Vano es alegar que tiene interés el príncipe en no consentir muchas religiones en sus dominios; que cuando se reunieran en ellos todas las sectas del mundo, no le traerían perjuicio ninguno, porque ninguna hay que no mande la obediencia y predique la sumisión.

Confieso que están llenas las historias de guerras de religión; pero mirándolo bien, no ha sido la muchedumbre de religiones lo que estas guerras ha ocasionado, sino el espíritu de intolerancia que animaba la que se creía dominante.

Las ha ocasionado el espíritu de proselitismo que se pegó a los judíos de los egipcios, y que de aquéllos, como una enfermedad epidémica y popular, ha cundido a los mahometanos y a los cristianos.

Las ha ocasionado en fin aquel espíritu de demencia, cuyos progresos sólo a un eclipse total de la humana razón se pueden atribuir. Porque, finalmente, aun cuando no fuera cosa inhumana atormentar la conciencia ajena, aun cuando no resultase de aquí ninguno de los fatales efectos que a millares acarrean, menester fuera estar loco para obrar así. El que quiere que mude yo de religión, sin duda lo quiere así porque no dejaría él la suya si pretendieran violentarle a ello; ¿pues, por qué extraña que no haga yo lo que acaso no hiciera él si le dieran el imperio del mundo?


Montesquieu

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